Mundos construidos a medias

Jugar a videojuegos es vivir experiencias. Sí, por supuesto que es una forma virtual de sentirlas, pero eso no las hace menos válidas ¿no? La literatura ha sido el nicho de la imaginación durante siglos. Obras y obras dedicadas a construir realidades “no físicas” dispuestas para que el lector las conciba en su mente, con la guía de un autor. Empleando el simplismo más superlativo, diríamos que la lectura no deja de ser una imaginación tutorizada, una suerte de esquematización del pensamiento en la que un instructor nos ayuda a estructurar las ideas que dan forma a la historia. 

Si bien lo audiovisual abrevia ese constructo imaginativo permitiéndonos presenciar u oír gran parte de la idea a transmitir, sigue habiendo un componente de interpretación, de reflexión sobre las ideas planteadas o sobre los conflictos que suceden. Gamificar estas historias y estructurar narraciones que exijan la acción de un usuario lo coloca en una posición completamente activa. Aun con guía, es su voluntad la que modifica el transcurso de los acontecimientos, no tanto por una capacidad de decisión en sí misma (pues esta dependerá del título en cuestión) sino más bien por la imposibilidad de narración sin la existencia del sujeto. No inclinar el joystick impedirá que el personaje se mueva. Es el jugador el que “vive” aunque sea de manera virtual la experiencia.

En la sucesión de sensaciones que produce el videojuego, las decisiones a tomar variarán enormemente según el juego, como comentábamos anteriormente, pero siempre hay algunas básicas como interactuar con el entorno, movernos o saltar que se hacen cuando el usuario así lo decide en prácticamente todos los juegos existentes. Incluso el combate es una experiencia más, una recepción de estímulos que nos sugieren que debemos comportarnos de cierta manera si queremos sobrellevarlo, pero donde nuestros reflejos jugarán la carta ganadora.

Todo esto sirve para introducir ciertas ideas en relación a mi experiencia como jugador apasionado por la ambientación. Vivir los videojuegos es la mejor forma de disfrutarlos y creo fervientemente que la calidad de la inmersión es posiblemente uno de los aspectos más potentes en lo que respecta a la narrativa moderna.

Alejandro Reinosa comentaba estos días algunas premisas en una tesis relacionada con la libertad en los mundos abiertos. Siguiendo lo expresado por el texto de mi compañero, quiero lanzarme hacia la cuestión ambiental, no tanto hacia los términos cercanos a la toma de decisiones o a la exploración (aunque se encuentren intrínsecamente relacionados). En ese ardid de libertad que, irremediablemente se encuentra guionizado en cierto sentido, los ajustes de los desarrolladores se proponen de forma que nuestro entorno potencie esa idea de “estar ahí” y “vivir” la experiencia. Cuestiones como la narrativa emergente o un cuidado máximo de los escenarios profundiza en el detalle hasta el punto en que el jugador conoce el universo en el que está desarrollándose la acción, no solo por cómo se cuenta sino por cómo se vive.

Para explicarnos algo mejor, creo conveniente resaltar que todo esto viene por mi experiencia jugando recientemente a Deus Ex: Mankind Divided. La ciudad de Praga, el entorno principal donde se desarrolla el título más allá de algunas misiones principales sirve como patio de recreo para el jugador… a medias. Podemos conocer diversos NPCs que nos proporcionarán acceso a misiones secundarias, encontramos códigos, objetos, carteles y un inmenso cúmulo de detalles que a su vez potencian la narración visual y conforman un rico entorno. Pero el tiempo no pasa. O al menos no de forma natural, sino más bien se mueve asociado al momento de la historia en que nos encontramos. Esto no es un problema en sí mismo, pero ciertas cuestiones derivadas sí lo son. Salir del edificio en el que Jensen, nuestro protagonista, se hospeda es una actividad repetitiva, así como ir a la tienda, a algunos locales o simplemente ir a los lugares en los que las misiones secundarias se desarrollan. Todo está hábilmente conectado con ventanas, rendijas, callejones y alcantarillas, por lo que la ciudad en sí no termina de ser tan extensa como parece, sino que es más bien enrevesada. 

Y entonces viene lo extraño: un NPC en cuclillas al lado de su coche parece estar limpiándolo. Seguimos haciendo misiones, ayudando a las gentes de Praga a resolver algunos problemas, conseguimos niveles y créditos para mejorar nuestras habilidades y, tras 15 horas de juego (en las que apenas hemos hecho misiones principales), el NPC sigue limpiando su coche.

No nos confundamos. No pretendo dilapidar una obra porque un personaje realice una tarea infinita, ni mucho menos. Las decisiones en relación a lo técnico son complejas y pese al avance tecnológico hay cuestiones como la inteligencia artificial que siguen siendo todo un reto. Sara Borondo publicó hace unos días una estupenda entrevista a Harvey Smith (director de Arkane Austin) en donde precisamente se habla de estas cuestiones. Pero todo esto me resulta curioso, pues si la pretensión de Deus Ex en este caso era construir una ciudad lo más inmersiva posible, no puedo más que sentirla artificial, pues mis paseos por sus calles son exactamente iguales cada vez que los realizo.

Estas cuestiones hay que verlas como una situación a mejorar con el tiempo, evidentemente. Si nos fijamos en el primer Bioshock sentimos que la ciudad de Rapture se encuentra algo vacía. El equipo centró sus esfuerzos en detallarla al máximo y en potenciar toda la narración visual, pero las capacidades técnicas del momento impidieron que hubiera personajes secundarios con los que interactuar de alguna forma o simplemente nos encontráramos en nuestro periplo. Es algo que solucionaron en Bioshock Infinite, donde encontramos numerosos individuos con los que hablar o realizar alguna interacción sin ser un simple enemigo al que disparar.

Por su parte, algunos títulos reflejan este tipo de tareas repetitivas en los NPCs pero al ser lineales no volvemos sobre nuestros pasos y quedan como una simple anécdota o detalle. Como mencionamos al inicio, usar la imaginación es una herramienta muy poderosa, de ahí que los fondos de escenario estáticos, los callejones sin salida y otros “trucos” jueguen con las posibilidades técnicas, insinuando lo que hay más allá pero sin romper la ambientación. Yakuza 0 es un buen título para reflexionar sobre esto, pues posee numerosos elementos estáticos dado su mundo abierto limitado, pero ofrece un flujo de personajes secundarios que recorren sin parar las calles de Kamurocho, haciendo diferente cada paseo.

Pero claro, en los mundos abiertos más grandes todo se hace más complejo. Se trata de sensaciones que a menudo tienen que ver con la alta fidelidad gráfica y que, posiblemente, no notáramos tanto anteriormente. Donde el avance visual llega con las nuevas generaciones, se hace cada vez más necesario un salto en lo relacionado con las inteligencias artificiales y el comportamiento de los enemigos y personajes del juego, que sean capaces de solventar cada vez más situaciones adversas para su programación. Sin ir más lejos, el reciente Cyberpunk 2077 ha sufrido diversos problemas en esta línea, dada la pretensión de que las calles de Night City supongan un paseo entre la multitud, pero cuyos individuos no terminan de funcionar a la perfección.

Hace unos años Assassin’s Creed Unity presentaba una París llena de personajes secundarios. Pero claro, todo tiene truco. En este caso, correr por sus calles nos permitía observar cómo estos, más que como individuos, se movían como grupúsculos de gente que deambulan y que tampoco poseen una actividad más allá del paseo o de la inmovilidad. Y aquí es donde aparece Rockstar. Jugar a Red Dead Redemption 2 fue una delicia por muchos motivos. Pero el principal, para mí, fue la ambientación. La potente inmersión de la que hace gala la aventura de Arthur Morgan nos permite disfrutar de estampas que intenté describir en un artículo hace ya más de un año. Apreciar los pequeños momentos que el título tiene preparado para simplemente relajarnos a caballo, hacer una hoguera en nuestro campamento, pararnos a conversar con transehúntes es tan potente narrativamente como la propia trama en sí. Pero lo interesante es que solventa de una forma interesante el problema que párrafos atrás describíamos en relación a Deus Ex: los NPCs aquí tienen un cometido, un horario, rutas y tareas; una vida. Sí, no deja de ser algo programado, pero proporciona riqueza al entorno. Habrá horas en las que veamos a un personaje trabajando, pero más adelante lo encontraremos en la taberna, o tal vez se pelee con otro y un largo etcétera de posibilidades según el lugar y el tiempo. El resultado es un videojuego en el que encontramos sentido a todo lo que nos rodea y del que podemos ver funcionar su mundo.

¿Qué es mejor entonces? ¿Proporcionar el mayor detalle posible y construir NPCs únicos pero con actividades desarrolladas o bien jugar más y mejor con el “truco” de la insinuación ambiental? Como siempre, no hay una respuesta certera y con los años seguiremos viendo un poco de todo. Pero sí creo que el camino pasa por explorar ese potencial computacional no solo para centrarnos en lo gráfico, sino también para mejorar nuestra inmersión y para que, en definitiva, disfrutemos más de vivir en esas ciudades artificiales.