Un paseo en soledad
Siempre me ha gustado viajar. No hacer turismo, no, viajar. Desplazarme de un sitio a otro, preferiblemente de noche. Un trayecto largo y tranquilo en el que puedes disfrutar de un paisaje, quedarte pensando en vete tú a saber qué mientras dejas que el ruido del motor del coche o de las olas golpeando al barco te transporten en más de un sentido. Con música de fondo, sin importar mucho a dónde vas. Notas el cuerpo en movimiento, el tiempo suspendido, la mente un poco más libre. Las cosas que dejas atrás, que ya no te preocupan tanto, que sientes lejanas.
Tal vez por eso siempre he sentido cierta fascinación por cómo los videojuegos simulan esas sensaciones de travesía y desplazamiento. El principio es el mismo: te mueves, pero no es tu cuerpo el que lo hace directamente. Todo es la proyección, la ilusión que te permite abstraerte. Una forma peculiar de recorrer paisajes que no existen, pero que no tienen que por qué sentirse menos reales. Hay muchísimos ejemplos, desde juegos que no le ponen especial atención a otros en los que todo gira en torno a esta idea.
A veces parece que es solo un trámite, coger un medio de transporte o ir andando al siguiente objetivo. Hemos llegado a verlo como una molestia y a suprimirlo completamente con mecánicas como las del viaje rápido. En muchos casos porque los juegos se han empeñado en tener mapas enormes, pero siempre focalizando lo importante en lugares de interés que atraen toda la acción, con el espacio entre ellos como un trámite necesario para simular amplitud, rellenado como el que tapa agujeros con movidas genéricas para matar el tiempo.
La cosa es que es tremendamente significativo y valioso moverte de un punto a otro con un videojuego. Cambia tu relación con el espacio y te hace sentir más presente en su entorno si se hace de una forma consciente. He dedicado decenas de horas a algunos juegos de mundo abierto y, aun así, sería incapaz de dibujar de memoria nada de sus mapas o recordar con claridad lo que había en ellos. Es imposible no abusar del viaje rápido porque son sitios por los que pasas, pero en los que nunca estás del todo. Vivimos rodeados de estos títulos, que sacan pecho de lo grandes que son y del contenido que ofrecen, pero están diseñados para cruzarlos deprisa, como si en el fondo su espacio fuese un trámite que importa más bien poco dentro de la experiencia.
Pero no tiene por qué ser así, podemos dar más peso al entorno y a nuestras capacidades de relacionarnos con él. Death Stranding es un juego en el que el espacio es el medio y el fin. Tan importante es el destino como el trayecto, el entorno, no como fondo, como una entidad con presencia. Es fácil decir que el Kojima nos vendió un simulador de dar paseos con su playlist favorita de fondo, pero eso no quita que Death Stranding sea uno de los juegos más conscientes y bien medidos de la pasada generación, que solo tropieza cuando intenta meter de la nada lo que tienen todos los demás.
Aquí todo en el terreno es un obstáculo. Es un plataformas, pero sin plataformeo. Cada desnivel, riachuelo y roca pueden tener un impacto significativo en tu forma de afrontar la travesía. Esto le da al entorno una sensación orgánica más propia de un immersive sim. Un espacio en el que poder perderse, sin sobreestimulaciones, pero que nunca deja de ser interesante porque está muy bien medido y sabe dejar sitio para la introspección. Es el eje vertebrador que te permite reflexionar sobre los temas que el propio juego te plantea, sobre su mundo y sus habilidades evocativas. El paisaje es tanto un adversario como un compañero, tan frío y despiadado como cálido y tranquilizador.
La soledad de Sam, su empeño en unir a la sociedad, la reflexividad que proporciona hacer entregas, son todos elementos cruciales para dar forma y sentido a aquello que quiere narrar. La idea detrás de la construcción comunitaria con otros jugadores es una forma de gameplay asíncrono brillante que ayuda a transformar el espacio. Le da humanidad a un entorno con un punto inhumano y aséptico, que puede resultar un desafío frustrante o descorazonador si se hace solo. Con el tiempo ese entorno se convierte en familiar e íntimo, y todo esto se ve definido por las múltiples formas en las que puedes navegarlo.
Es un viaje lleno de expresividad en el que eres tú el que decide cómo superar los obstáculos de entre un montón de herramientas. Las formas en las que puedes interactuar con el mundo son muchas, lo que permite transformar el recorrido en un diálogo entre jugador y entorno. Todas estas herramientas contribuyen mecánicamente de una manera u otra a las intenciones narrativas y emocionales del juego. Death Stranding es un ejemplo perfecto de cómo el desplazamiento, la travesía, y en distinta medida el viaje tienen capacidades emocionales y comunicativas dentro del medio.
Tal vez por eso creo que Death Stranding funciona tan bien y es capaz de destacar en un triple A cada vez más mimético. No teme quedarse en silencio, te invita a mirar donde pisas, a apreciar el peso del camino y rechaza las recompensas inmediatas y la sobreestimulación. Invita a pasar el tiempo con uno mismo, a disfrutar de moverse sin movimiento. Te dejas llevar, viajas con un objetivo, pero tampoco importa mucho a donde vas. Otro paquete entregado, no tan importante como el anterior o el siguiente, o puede que sí, pero da igual, porque el camino es lo que importa. Tu camino, a la vez personal y colectivo.
No tengo ni la más remota idea de cuantos paquetes pude llegar a entregar en mi partida, ni cuantas veces la lié y se me cayeron todos. Tampoco sé con total exactitud cuántas veces habré viajado, cuántos trayectos largos, ni seguramente todos los destinos. Pero sí las sensaciones. Estar en mi mundo mirando por una ventana, solo, pero a la vez acompañado. Con la cabeza en el presente, en el momento, y, al mismo tiempo, en otra parte. Como si el trayecto fuese siempre el mismo, aunque en verdad nunca lo sea del todo.