En defensa de una multilinealidad performativa

Mi primera aproximación a los videojuegos de mundo abierto fue con Grand Theft Auto: Vice City Stories para PSP. Por aquel entonces, las historias sobre mafiosos ochenteros no podrían importarme menos. No porque la narrativa estuviera exenta de calidad, sino porque tampoco tenía la edad para apreciarla. Al igual que muchos otros, accedí a esta clase de videojuegos cuando me quedaban algunos años para cumplir las exigencias del PEGI. Para mi, los primeros estadios del videojuego eran un fastidio: la ciudad estaba segmentada por barreras físicas que se derribaban una vez avanzaba la historia, las herramientas a disposición del jugador eran escasas y la falta de capital dificultaba ciertas interacciones. Tras probar la libertad que ofrecía la delincuencia en Miami, no podía esperar para ver hasta dónde podía llegar. La solución fue bucear en Internet hasta conseguir una partida que hubiera atado todos y cada uno de los cabos del videojuego.

Esta pequeña expedición cambió por completo lo que había significado Vice City Stories hasta el momento. La ausencia de una narrativa que encauzaba mis acciones me ofreció la oportunidad de crear la mía. Ya no se trataba de subir escaños dentro del crimen organizado de la Costa Este, sino un motor de historias. Los NPC tenían rutinas semi-organizadas que favorecían la inmersión, era posible acceder a diferentes localizaciones, tenía a mi disposición varios domicilios y locales, etc. Aunque el mapa era pequeño, en comparación a lo que vendría después, las posibilidades parecían infinitas. Con el tiempo, las posibilidades de interpretación aumentarían paralelamente a las mejores técnicas de la franquicia. Pero es aquí, en estas entregas de polígono afilado, donde se planta la semilla sobre la que posteriormente germinará toda una escena centrada en el roleplay.

Estos recuerdos me asaltaron durante los The Game Awards 2022. Quizás porque la recta final del evento mantuvo mi electroencefalograma plano como una torta, pero empecé a cuestionarme por qué consideramos la trama de God of War: Ragnarök como «la mejor del año».

No voy a entrar en ese berenjenal porque no toca, sólo voy a limitarme a remarcar sus rasgos heredados de otras tradiciones audiovisuales. No es únicamente el comentado uso del plano secuencia, sino también el transcurso de un caudal que nos conduce desde la introducción hasta el desenlace. Valoramos esta duología nórdica porque nos recuerda a un cine cuyos códigos hemos aprendido a apreciar: historias de redención familiar con una sensibilidad marcada por el autor correspondiente. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme lo mismo que Ian Bogost en Video Games Are Better Without Stories: ¿qué ocurre si extraemos el desarrollo narrativo de Ragnarök y lo vertemos sobre un libro o una película? ¿Sería recordado y premiado de la misma forma? Decimos frecuentemente que las adaptaciones de videojuegos a películas no funcionan, pero quizás no lo hagan porque no hay una interacción sobre la que desplazar el foco de las carencias argumentales.

Estas preguntas nos conducen a un ruego que se ha repetido hasta el hartazgo dentro de la crítica cultural: extraer cualquier rastro de narrativa cinemática para obtener un núcleo interactivo capaz de manufacturar su propia historia. A fin de cuentas, podemos seguir apoyándonos en la narrativa ambiental, la conversación con otros personajes, la lectura de la descripción de objetos, etc (si os suena, es porque hemos aplaudido está práctica de la saga Souls unas siete veces). Pero no creo que realmente encontremos ahí la solución y la culpa de ello recae sobre todos nosotros.

Da igual dónde te posiciones, desde la pluma academicista o en los ecos del tecleo del periodista, nos hemos apoyado en medios externos para asentar comparaciones o reforzar una argumentación. Durante años, nos hemos posicionado en las trincheras del cine y la literatura, creando términos que contaminaban la esencia característica del videojuego: su capacidad autónoma para generar módulos interactivos. Herederos de tradiciones filosóficas europeas cuyo prisma se basaba en lo unilateral , no fuimos capaces de cortar las raíces de nuestras referencias intocables. Aunque gran parte de la teoría que vertebra al videojuego provenga del hipertexto (escritura no secuencial), tampoco nos atrevimos a arremeter contra los códigos narrativos clásicos. Aunque la historia esté esparcida en todas direcciones y sea nuestra obligación hilarla, seguimos atados a un camino unidireccional de objetivos que nos conducen hasta la meta. Y, por supuesto, la industria del videojuego es plenamente consciente de estas monomanías, pero las articula para beneficiarse de ellas.

Esta estructuración clásica procura desenlaces que favorecen la visión de consumo del videojuego. Vemos los créditos, comprendemos que no tenemos nada más que hacer y buscamos en nuestra biblioteca qué próximo videojuego devorar. Si no nos sentimos saciados, dentro de unos años recibiremos una secuela que volverá a repetir el ciclo. Porque las calcomanías son útiles, especialmente cuando deseas extender unos hábitos de consumo hasta el infinito. A fin de cuentas, las bases del juego no han cambiado, se han ornamentado. Los videojuegos arcade se basaban en una repetición directa que beneficiaba a la compañía, en tanto ingreso directo de capital. La situación actual también sostiene un modelo de recurrencias, pero a largo plazo y con una estructura que se sostiene sobre fórmulas reiteradas. Ya no tenemos que desplazarnos a los salones arcade, pero continuamos apostando por aquello que ya conocemos: la sucesión de logros que se subliman a una trama más o menos cuidada.

Para acabar con estas prácticas, tendríamos que deshacernos de dos nociones intrínsecas del medio: trama y objetivo. Dejar de buscar la perfección en la sublimidad ludonarrativa y procurar herramientas para la performatividad y creación. En el capítulo Withoul a goal: on open and expressive games, Jesper Juul nos habla de las virtudes expresivas de un videojuego que no encadene al jugador a una narración fragmentada por objetivos. De una posibilidad expresiva del videojuego que permitiría al jugador combinar sus elementos para configurar una extensa cantidad de posibilidades que el jugador podrá expandir en un rango inconcebible de significados gracias a su interpretación.

No tenemos por qué acudir a servidores dedicados de Rockstar, también podemos fijar nuestra mirada en lo independiente. DayZ carece de argumento, lo único que exige al jugador es su supervivencia en un entorno apocalíptico plagado de zombies y otros usuarios. A partir de ahí, corresponde al respetable entender cómo alcanzará sus metas. Podemos ser unos lobos solitarios, asaltar poblaciones súbitamente y escapar con el mayor número de provisiones que podamos. Intentar ir en grupo con jugadores desconocidos, a sabiendas que la traición es un hábito en el fin del mundo. Dejarnos empapar por la filosofía caótica de la situación; parapetarnos y esperar a que algún incauto aparezca para asaltarlo. En la taiga rusa confeccionada por Bohemia Interactive reina la anarquía y cualquier atisbo de regla ha desaparecido junto a la humanidad.

Las historias e interacciones que he vivido en DayZ no van a llevarse ningún premio al mejor guion original, pero logro retenerlas mejor que cualquier trama que haya diseñado el equipo de Namco Tales Studio, por poner un ejemplo. Y todo porque esas historias eran mías, nacidas de una cadena de improvisaciones y situaciones que se ofrecieron a crear una vivencia en lugar de una contemplación.

Kenshi y RimWorld podrían ser ejemplos donde tampoco se precisa de la actuación de otros usuarios para desarrollar una performance. En estos dos casos, hay una variación que hace todo aún más interesante: nunca tendremos el control de la situación, dado que el mundo que nos rodea tiene su propia agenda y está en constante movimiento. Podremos diseñar a nuestros avatares y dotarles de ciertos rasgos identificativos para crear atractivas sinergias, pero nada girará a nuestro alrededor. Componemos historias con una proyección a largo plazo, repleta de ramificaciones que emergen de decisiones cuyas consecuencias pueden demorarse durante horas. Las reglas no están para reprimirnos, podemos enfrentarnos a ellas e incluso trascenderlas. Pero toda acción tendrá su reacción, y no siempre podremos alzarnos con la victoria. Somos una molécula dentro de un sistema de conexiones heterogéneas e intersecciones diversas. La derrota no es el final, incluso desde las cenizas podremos erigir algo nuevo; quizás más dramático, sustituyendo las fantasías de poder iniciales por un relato de pervivencia durante momentos difíciles. Un compendio de entramados que se ocultan en un entorno que no nos pertenece, pero que podemos disfrutar para escribir una narrativa colaborativa y emergente.

Quizás haya pecado de extremista en algunas líneas del texto, así que voy a intentar reconducir mis palabras en esta conclusión. El videojuego es un medio que permite la pluralidad de enfoques. Las producciones siempre quedarán atadas a los intereses del autor (y desafortunadamente del mercado), suponiendo la convivencia de experiencias paralelamente opuestas. Ahí está su gracia, que hay de todo y para todos. Sin embargo, y siguiendo las costumbres de la utopía que acostumbramos a dibujar en la crítica cultural, echo en falta una industria que se atreva a dejar el relato en manos del jugador. Hojas en blanco a la espera de nuestros lápices. Un escenario vacío pero con infinitas posibilidades.