De cuando quise ser recadero

El videojuego como sistema lúdico, además de narrativo, tiene mucho que mejorar. Así ha sido siempre y así será en un proceso que se retroalimenta con el tiempo empleando para ello nuevas tecnologías, avances técnicos, así como ideas que, hasta cierto momento, no se le habían ocurrido a nadie. Es uno de los principales motivos por los que, cuando aparece un nuevo concepto, una nueva feature que puede abrir las puertas a cientos de ideas derivadas, su privatización más absoluta no es sino una traba en el desarrollo futuro.

Y es que sobre ese desarrollo que vendrá se ha hablado a menudo. Precisamente, hace tan solo unos días, hablábamos de cómo Days Gone, pese a tratarse de un mundo abierto bastante genérico en forma y fondo, juega con una especie de “dificultad estructural” mediante la cual, según las circunstancias, nuestra supervivencia puede tornarse bastante peliaguda. Al fin y al cabo, esa búsqueda del videojuego plenamente reactivo a nuestra interacción sigue latente a día de hoy, donde la inteligencia artificial tiene mucho camino por delante y la densidad aún brilla por su ausencia frente a lo atractivo de las grandes cifras.

Esa densidad, ese “relleno cautivador”, por llamarlo de alguna forma, siempre se ve sobrepasado por un uso más bien regulero de la típica misión secundaria cortada por el mismo patrón que las diez anteriores. Tendemos a prolongar los videojuegos con material insulso, a menudo en mundos enormes que, si bien destacan en lo técnico, no hay forma humana de rellenar, bien por falta de presupuesto o de recursos, quedándonos frente a enormes yermos donde andar o conducir será la principal actividad sin demasiadas sorpresas. Y sí, recordamos algunos casos excepcionales, como el mítico Skyrim donde, pese a encontrarse más vacío de lo que aparenta en algunos tramos, aún podía darnos algún que otro susto o alegría inesperada, sobre todo si nos proponíamos rolear, evitar el viaje rápido y recurrir a otras trabas autoimpuestas en pro de una experiencia más inmersiva. Pero no podemos evitar pensar en qué pasaría si el objetivo del desarrollo fuera por estos derroteros desde un principio.

Sin ánimos de marear más la perdiz, hablemos pues del curioso caso que ha propiciado la existencia de estas líneas: NieR Replicant ver.1.22474487139… Mis primeras incursiones en el universo de Yoko Taro fueron a través de NieR Automata y, aunque completé — o eso creo — gran parte de las rutas, su fórmula no terminaba de cuajar en mi cabeza. Pudo ser el momento concreto en que lo jugué, o tal vez sea algo más común de lo que parece tropezar algo con él, pero el sabor de boca, para mi gusto, siempre fue agridulce. Ahora, jugando a NieR Replicant, las ganas de rejugar Automata no paran de crecer y, con toda posibilidad, le daré una nueva oportunidad a Yoko Taro para encandilarme como lo está haciendo a día de hoy.

¿Qué ha sido lo que ha hecho que me enamore de esta versión actualizada de NieR Replicant? Bueno, por mi parte peco de no haber probado la versión original así que, en cierto sentido, lo mismo que maravilló a muchos en su momento es culpable, ahora, de mi devoción. Por otro lado, el estilo del autor a la hora de construir una jugabilidad multidiseño ya lo conocía, sabiendo que me encontraría con zonas en scroll lateral, vista cenital y multitud de mecánicas extraídas de diferentes conceptos lúdicos ya asentados que, en combinación, proporcionan un constante soplo de aire fresco tras cada esquina. Y, aunque el toque fantástico-mágico me llamara mucho más la atención que la dicotomía existencialista máquina-humano que propone Automata, no ha sido lo único que ha conseguido despertar mi interés. Concretamente, mi estupefacción viene por el inesperadísimo uso de lo secundario.

El plantel de personajes de NieR Replicant es exquisito. Sin ser demasiados nombres propios los que mueven la historia, la propuesta nos deja numerosos NPCs con los que interactuar para completar pequeñas misiones secundarias, a menudo divididas en varias “etapas”, volviéndonos a encontrar con un mismo individuo más adelante. Esto no parece nada del otro mundo, pero es muy agradable comprobar cómo el tendero tiene valor en la trama más allá de ser un panel interactivo donde adquirir objetos. Y todo sucede porque el juego nos propone eliminar, al menos en gran medida, la famosa disonancia ludonarrativa. Porque a todo esto de las misiones repetitivas y del relleno vacío se suma un mal presente en muchos títulos: que ese contenido ni siquiera tenga mucho sentido. Es uno de los principales problemas cuando decimos que no queremos ser “recaderos” en un videojuego. Que un personaje nos pida recolectar manzanas en un monte, así como nos lo pidieron otros cinco anteriormente, solo sirve para sacarnos de la experiencia jugable, convirtiéndola en una mecanización absurda. Pero si, además, como sucede en Breath of The Wild o el propio Skyrim, somos algo así como el mayor héroe que ese mundo concreto ha conocido jamás, lo mismo pedirle unas manzanas nos deja entrever que no hay nadie al volante.

¿Se libra NieR del empleo de misiones de “recadero”? En absoluto, pero nunca nos sentiremos tan bien haciéndolo como aquí. El protagonista, así como su hermana pequeña, son miembros de un pequeño enclave humano en un mundo cuyos campos están dominados por unos seres sombríos. Esto hace que un chico fuerte, como es el caso de nuestro personaje, sea el principal “recadero” del pueblo, dedicándose a cazar, llevar objetos de un lado a otro, proteger el emplazamiento, etcétera. Nosotros, como jugadores, somos partícipes de su día a día, observando cómo se desarrolla la vida en la aldea, cómo los personajes secundarios reaccionan a nuestras pequeñas aventuras y cómo se desenvuelven las subtramas que, a menudo, esconden mucho más de lo que parece pese a ser opcionales. Son misiones que tienen sentido en el mundo propuesto y que, además, nos llegarán a sacar alguna lagrimita y a emocionarnos casi tanto como la trama principal.

Sí, a veces quiero ser recadero. No es algo que agrade en su concepto, pero en NieR todo está pensado para que la experiencia se base en ello. Donde en otros títulos solo recibimos trazas de lore, aquí, además, recibimos la satisfacción de completar una trama que nos conmueve y nos enternece, que prácticamente funciona como si no fuera opcional y que, en cierto modo, ayuda a que el título se asiente mucho mejor en nuestras cabezas. Y es que cuando en un título lo secundario se integra orgánicamente nos obliga a ir a zonas que, de otro modo, no pensábamos explorar. El empleo de The Witcher 3: Wild Hunt para ejemplificar esto es ya prácticamente un meme en sí mismo, pero lo cierto es que la experiencia que recibimos de sus secundarias es la de, gracias a ellas, haber pateado el mapeado completo. En NieR, sin embargo, el mundo es bastante más limitado y a menudo pasaremos por los mismos lugares. Pero nunca llegamos a cansarnos del todo, pues fuera del tramo principal, el toque de Yoko Taro, la versatilidad del juego en sí mismo y la movilidad impiden que hacer de repartidor nos resulte tedioso.

En definitiva, la idea pasa por no prolongar los videojuegos con material inconsistente. El curioso caso de NieR es, cuanto menos, excepcional. Secundarias que van desde buscar un perro perdido a recolectar unos materiales, entregar una carta o decirle algo a un personaje pueden llegar a introducirnos mucho más en el entorno que una cinemática cuya producción haya durado meses. Al final, nosotros como jugadores acabamos siendo partícipes de la secuencia hasta el punto que, en cierto modo, nos afecta más lo que sucede. Tal vez el futuro del videojuego pase por no dejar de lado las famosas misiones de recadero, sino darle un sentido y una utilidad en la densidad del mundo que presente. Frente a la sobriedad, estructurada en base a números, algo de emoción versátil nunca vendrá mal.