El futuro es hoy

Concluir el estudio paulatino de las principales corrientes del audiovisual nos deja amparados en una contemporaneidad confusa, rebosante de estímulos refrescantes y repleta de nuevos formatos, pero que parece estar abocada a un objetivo claro: aunar las bondades del cine de género con la autoría. Este fenómeno es algo de lo que como consumidores hemos podido ser partícipes en la última década, pues hemos tenido el placer de vivir en primera persona un par de lustros especialmente fructíferos en este sentido que nos han dejado producciones de la talla de La llegada (Denis Villeneuve, 2016). No obstante, también sería algo de lo que pequeños cineastas como Fede Álvarez se servirían y que utilizarían en su propio beneficio, no solo para dotar a sus producciones de un innegable tono personal sino también para alcanzar una cierta viralidad y presencia en el mundo hollywoodiense.

Así, el director uruguayo, de por entonces treinta y un años, construyó en 2009 ¡Ataque de pánico!, un cortometraje de apenas cinco minutos de duración al margen de la industria, en cuyo discurso no hubo cabida para el desarrollo o la individualidad de los personajes; solo para un frenético montaje empeñado en hacernos recordar el trabajo de Roland Emmerich, para un humilde CGI a su vez afanado en reivindicar la autoría casi absoluta de la obra y para una estética obstinada a la reminiscencia de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956); concretamente, a la estética de lo peor’, término definitoriamente postmoderno que José Luis Pardo acuñaría en su disección homónima de 2011. El trabajo de Álvarez dejaría entrever, además, una de las principales fantasías del cine contemporáneo: la idea del final (en este caso, aplicado al apocalípsis), algo heredado de las manifestaciones y movimientos surgidos a raíz del cambio de siglo.

Este pensamiento pesimista se funde, también, con el leitmotiv de Chema García Ibarra —uno de los principales autores de la plataforma española e iberoamericana no monetizada Plat.TV—, el cual no es otro que “va a morir mucha gente muy pronto”. En su galardonado magnum opus, El ataque de los robots de Nebulosa-5 (Chema García Ibarra, 2008), García Ibarra reniega de esa conciliación entre la autoría y el cine de género que habíamos comentado anteriormente para realizar un movimiento más cercano a la apropiación cultural. No resulta arriesgado señalar en sus escasos siete minutos de duración atisbos de El increíble hombre menguante (1957, Jack Arnold); tampoco retazos de esa cultura pop. Es esa apropiación del pop por parte de la autoría lo que resulta verdaderamente novedoso, y lo que definiría muchas producciones independientes que sucederían a esta durante los próximos años.

Catacombes es una obra importante por su capacidad para usar la interactividad sin renegar de elementos clásicos, como la estructura aristotélica en tres actos (planteamiento, nudo, desenlace)

Un acercamiento tan arriesgado pero tan tradicional en su forma como este se contrapone frontalmente con Catacombes: historias del subsuelo de París (Simon Duflo y Víctor Serna, 2010-2014), un documental parido de la sien de un estudiante de Erasmus que explora el subterráneo de la capital francesa y que encuentra su mayor virtud en una estructura vitaminada gracias a un añadido revolucionario cedido directamente por la invención de nuevas tecnologías: la interactividad. Quién nos iba a decir que esa misma capacidad para interactuar con lo que nos es afín y esa aproximación a lo tecnológico nos dirigiría, apenas un par de años después, hasta un tuit de Pablo Trapero (Leonera, Elefante Blanco) en el que que compartiríamos con el director argentino uno de los momentos más importantes de la infancia de su hija Lucero: su primera vez gateando. Es un momento casi sagrado, y como tal, merecía ser consagrado, por lo que el vídeo lo captura sin recrearse en él, ni empeñarse en robarle su merecido protagonismo, captando ese momento esencial desde una perspectiva estática, alejada y, sobre todo, fidedigna a la realidad. Es, quizás, un precioso broche de oro a nuestro estudio cinematográfico, pues, aún sin responder a las definiciones de corto o largometraje, pocas piezas demuestran mejor cuánto hemos cultivado la intimidad visual en los últimos dos siglos. 

Afortunadamente, como jugadores también hemos podido ser testigos de algunos de esos indicios de intimidad en los últimos años. Arizona Sunshine (Vertigo Games y Jaywalkers Interactive, 2016), apuesta independiente pionera en un campo tecnológico en auge como es el de la realidad virtual, nos permitió conocer a nuestros aliados a través de las rutinas que generaban los descansos que sucedían a las misiones principales.


En el marco de un futuro post-apocalíptico, el desarrollo de nuestros compañeros no estaba supeditado a secuencias cinemáticas o conversaciones in-game, sino que su evolución y deterioro personal podía comprobarse desde nuestro campamento a través del ejercicio contemplativo. Fuera de esta zona de confort, el título tomaba la forma de un feroz shooter de supervivencia en primera persona contra zombies, género hasta entonces característico del mainstream y de producciones de gran presupuesto (como la serie Call of Duty: Black Ops), y del que, contra todo pronóstico, se conseguiría servir satisfactoriamente en pro de llevar sus propias ideas a nuevo público.

Sin ir más lejos, Death Stranding (Kojima Productions, 2019), uno de los mayores ejemplos de la autoría aplicada al mainstream que el medio videolúdico ha vivido en toda su historia, siendo una propuesta jugable disfrazada de blockbuster de acción en tercera persona, pero decididamente centrada en la contemplación y con orientada hacia mecánicas senderistas, que se alzaban como su principal pilar. Entre las intersecciones configuradas por las misiones o encargos que llevábamos a cabo, la obra nos permitió descansar con nuestro protagonista —caracterizado por Norman Reedus—, pudiendo observar sus rutinas y momentos de relax mientras nosotros mismos soltábamos el mando durante unos minutos. Asimismo, resulta curioso, casi una bonita coincidencia, observar cómo el videojuego posee una índole post-apocalíptica, protagonizando gran parte de su guión el fin del mundo; en su argot, “el Death Stranding”.


  • Serie ‘Historia del cine a través del videojuego’