Emoción a través de la pantalla

Para muchos jugadores los videojuegos han sido un compañero de viaje durante etapas de su vida, incluso durante toda la vida que pueden recordar. Para muchos de nosotros los videojuegos han estado ahí desde que podemos hacer memoria y son recuerdos siempre presentes cuando echamos la vista atrás. Cuando miramos hacia nuestra infancia, adolescencia o cualquier otra franja de edad los recordamos con claridad y cariño. Normalmente no guardamos estos recuerdos con tal claridad simplemente por el videojuego en cuestión, sino por las distintas sensaciones y emociones que ha generado. El videojuego, como obra cultural y artística, es capaz de crear lazos y de unir a las personas, como lo hace el cine o la música.

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Somos muchos los que hemos hecho amigos a raíz de una conversación sobre videojuegos, hablando con nuestros compañeros de clase sobre ese nivel que no podíamos superar, o tal vez completando un juego en modo cooperativo con nuestro mejor amigo. Un ejemplo de este potencial social inherente al videojuego, quizá el más evidente e icónico, es el que supuso (y aún supone) Pokémon. La interacción social ha sido una pieza clave de los títulos de Game Freak desde sus inicios. Las diferentes ediciones de Pokémon, desde que vieran la luz en 1996, han sido siempre una oda a la amistad y los vínculos emocionales y sociales. No hacía falta ser un entendido en el mundo de los monstruos de bolsillo para darse cuenta. Bastaba con ver como los grupos de amigos se reunían para intercambiar sus Pokémon o combatir vía cable link. O simplemente para completar sus Pokédex en compañía, mientras compartían momentos en apasionadas conversaciones. Esa ha sido una de las experiencias más mágicas que he vivido como jugador, sin duda. Pero no se queda ahí, el poder hermanador del videojuego no se limita a los inocentes recuerdos de la infancia. Ya con unos años más, recuerdo con cariño infinito algunos títulos, cuyas posibilidades multijugador y cooperativas me han regalado horas inolvidables junto a amigos o hermanos. Títulos como Gears of War, Diablo, Champions of Norrath o Borderlands no habrían sido ni la mitad de significativos para mi si los hubiera jugado en solitario. Se trata de obras pensadas para la experiencia multijugador local y no solo el juego online. Para compartir risas y horas de juego con la persona que se sienta a tu lado.

Volviendo a tomar Pokémon como ejemplo, cuando nos adentramos en el argumento y el universo que nos plantean los títulos diseñados por Satoshi Tajiri queda claro que estas ideas para crear lazos sociales también están dentro de las pantallas. El mundo de Pokémon nos plantea un sinfín de relaciones íntimas de amistad y camaradería. ¿Quién no se enamoró de su equipo de seis? Ese equipo que se iba conformando según avanzábamos por Kanto, Johto o Hoenn, un equipo con el que acabábamos haciendo frente a la “temible” Liga Pokémon. Y de entre esas seis criaturas siempre había alguna con la que guardábamos una relación más especial, ya fuera nuestro querido Bulbasur inicial o nuestro legendario favorito. Me atrevería a decir que el impacto de Pokémon en muchos niños fue tremendamente positivo; ayudó a socializar y despertó un sentimiento de hermandad muy sincero. Prueba de ello son las lágrimas que muchos dejamos escapar y que otros reprimimos al ver a esas criaturas llevadas al cine por primera vez. De la pequeña pantalla la de la Game Boy saltaron a las salas de cine, y nos rompieron el corazón cuando vimos a Pikachu llorando de impotencia hasta casi desfallecer por devolverle la vida a Ash.

Sin embargo, este artículo no va sobre Pokémon. Aunque parezca mentira dada la palabrería que me han hecho soltar las criaturas de Game Freak, este artículo se me ocurrió mientras jugaba a La Chica y el Robot, un título indie que también explora estas relaciones de profunda amistad. El juego en cuestión nos cuenta una historia (aún inconclusa) en la que una niña y un guardián robótico se enfrentan a una amenaza desconocida y repentina, con la única compañía y ayuda que se pueden dar el uno al otro. En el inicio de la aventura se trata de una relación fría y automatizada, propiciada únicamente por la obligación del robot de proteger a la niña. Sin embargo, a medida que avanzamos sentimos la importancia de la relación y como crece el vínculo entre ambos. Se trata de un vínculo que experimentamos en dos sentidos distintos. Por un lado, a nivel jugable comprendemos que es imposible avanzar sin la ayuda del compañero, y no me refiero únicamente a la imposibilidad de resolver un puzle en solitario. El guardián robot tiene la función de combatir y de enfrentar amenazas que acabarían con la vida de la niña de manera inevitable, mientras que ella tiene la función de reparar los daños que él sufra. Con esta simple relación se crea un tándem que nos deja claro que cuando los personajes están solos son tremendamente vulnerables. Por otro lado, a nivel narrativo, podemos ver una evolución consecuente con estas mecáncicas. Con el paso del tiempo vemos como en momentos de tensión, cuando la vida de alguno de los personajes corre peligro, las miradas entre ambos se van intensificando, y el desconcierto se convierte en confianza y complicidad.

La obra completa de Fumito Ueda, en la que claramente se inspira este título indie, está dedicada a esta temática. A la exploración y maduración de los vínculos emocionales y de compañerismo. Quizás, el título que lo demuestra con más contundencia es The Last Guardian, en el que dos personajes totalmente desconocidos e inicialmente unidos por una relación hostil, acaban forjando el vínculo emocional más profundo que recuerdo dentro de un videojuego. Trico es el personaje del medio que más me ha transmitido a nivel sentimental, sin ni siquiera decir una palabra. La relación entre él y el pequeño muchacho al que controlamos es sencillamente mágica, casi imposible de describir con palabras. Es el acercamiento más preciso que he experimentado nunca a la sensación de lidiar con la relación de un ser querido. La complicidad ascendente entre niño y animal es, para mí, uno de los mayores logros de la historia del videojuego. Incluso nos enfadamos con él cuando hace algo mal, o cuando nos causa problemas, sintiendo sensaciones similares a las que experimentamos al discutir con nuestro hermano o hermana, o nuestros amigos. Sentimos angustia con cada herida que le infligen a Trico, nos sentimos solos cuando nuestro compañero emplumado no puede entrar con nosotros a una estancia, y profesamos auténtico agradecimiento y amor cuando nos salva justo antes de caer a un precipicio.

Creo que a día de hoy nada me ha conmovido tanto en un videojuego como los alaridos de Trico cuando el niño se encontraba en peligro, o verlo lanzarse en mi ayuda cuando una armadura encantada me atrapaba. Si algo puede superar esos momentos en lo que a emoción se refiere es el final del mismo juego. La recta final es un cúmulo de tensión, emotividad y lágrimas contenidas, rematadas por un broche de oro igualmente emocionante. Más allá de The Last Guardian, las otras grandes obras de Ueda, Ico y Shadow of the Colossus, también exploran este concepto, aunque con enfoques diferentes. Obras muy distintas como The Last of Us centran su mensaje en esta idea: al completar el juego nos habremos dado cuenta de que la pandemia infecciosa y el fin del mundo son solo una “cortina de humo” para trasladarnos un drama humano que gira en torno a la relación entre Ellie y Joel.

El videojuego tiene un poder especial para tratar este tipo de temáticas, el poder de hacernos vivir situaciones que serían imposibles en la vida real. Tomando como ejemplo la historia de Trico y el niño es fácil entender por qué este medio es tan eficaz a la hora de hacer que nos creamos y que sintamos como real un vínculo afectivo ficticio. Un vínculo que quizás no es tan ficticio a fin de cuentas, ¿es ficticio el amor que le tenemos a Trico o Ellie? Las situaciones que nunca podremos experimentar con un amigo o familiar en el mundo real las podemos vivir a través de un mando o una pantalla. Ya sea en solitario, explorando la historia de The Last Guardian, o en modo cooperativo, jugando con un amigo a A Way Out o Gears of War. Ya sea explorando el vínculo entre personajes ficticios o reforzando nuestra relación con un amigo de carne y hueso, o incluso ambas a la vez. Por todo esto el videojuego se convierte en una poderosa herramienta de acercamiento social.

El videojuego, como obra cultural y artística, es capaz de crear lazos y de unir a las personas tanto como el cine o la música

A pesar de los intentos de difamación que se empeñan en ver el videojuego como algo dañino y nocivo para el desarrollo de las personas, si lo utilizamos con moderación puede convertirse en todo lo contrario. Volviendo al título con el que abrí este artículo, podemos encontrar una evidente prueba de ello en Pokémon Go. Décadas después de que estas criaturas aparecieran por primera vez en una consola vuelven a reunir a nuevos y veteranos jugadores para volver a capturar, intercambiar y combatir juntos con Pokémon. Con un videojuego.