Conectar con el otro

Hace solo unos días hablaba de la necesidad de acceder a refugios, tanto virtuales como físicos, dadas las circunstancias y los tiempos que corren. Pero en esta línea hay mucho más que explorar y, una vez más, os traigo mis reflexiones sobre un nuevo asunto que, como suele suceder, tiene que ver con lo que consumo recientemente. En este caso, me refiero a la forma en que los videojuegos reflejan o intentan la empatía.

The Red Strings ClubLa última semana pude disfrutar de Gods Will Be Watching, una aventura gráfica desarrollada por Deconstructeam, los creadores del reputado The Red Strings Club. Como suele pasar con este estudio, el estilo artístico es capaz de atraparnos lo suficiente desde el comienzo, hasta el punto en que interactuamos de forma casi inconsciente. Esto me distrajo, en un inicio, de lo que realmente me sumergió, minutos después: la psique de los personajes. Deconstructeam ha centrado sus aventuras en lo conversacional, en la interacción con NPCs que nos proponen, de una forma u otra, guiar el diálogo a nuestro gusto. La fórmula, a mi parecer, se siente perfeccionada en The Red Strings Club, un título que centra mucho más sus aspectos en nuestra capacidad decisoria y en la narración, mientras que Gods Will Be Watching peca, en cierta medida, de ser demasiado “virtual”.

El mejor ejemplo de esa “irrealidad” lo tenemos en sus primeros momentos, donde, a través de un personaje, damos directrices a un grupo de individuos que, atrincherados y con rehenes, se defienden de un asalto policial mientras realizan un proceso de hackeo. Este proceso es lento y, por ello, nuestra tarea será la de controlar la situación, alejando al equipo de asalto mediante disparos que, por supuesto, pondrán nerviosos a los rehenes. También podemos hablar con estos últimos para que no estén demasiado relajados (pues podrían huir pensando que no les pasará nada) ni demasiado tensos (pues saldrán corriendo a la desesperada). Interpretar sus emociones será tarea nuestra, pero esto no termina de humanizar a los personajes y, la acción se convierte en una especie de rompecabezas a resolver manteniendo los parámetros estables para que la cosa no se desborde (algo bastante difícil, por cierto).

En The Red Strings Club, sin embargo, los individuos y las conversaciones tienen mejor estructura. Y la propia narración no se frena por “fallar” en el diálogo, sino que continúa en base a las decisiones que vayamos tomando. La enorme cantidad de caminos posibles nos permite comprobar los resultados de diferentes posturas a la hora de afrontar cada situación, dándonos cuenta de lo mucho o poco que hemos conseguido agradar a un personaje concreto. La jugabilidad asociada a Donovan, el camarero del Red Strings, se basa profundamente en esto. Servir bebidas a los clientes del bar para alterar sus emociones y alcanzar estados específicos en los que desenvolvernos conversacionalmente. Puede sonar loco, sí, pero ahora toca empatizar. Conocer e interpretar esos estados emocionales y las consecuencias que tienen en el diálogo es lo importante, lo que hace que esos personajes parezcan humanos. Curiosamente, recurrimos a la empatía y a la profundidad emocional en una obra que versa sobre su anulación a escala social — viva el cyberpunk más allá de lo estético —.

Disco Elysium

Leer emociones en los NPCs y ser capaz de transmitirlas es algo complejo y que da una vuelta de tuerca más a la construcción de personajes profundos que lleva siglos presentándose en la literatura. La sensibilidad de los personajes ha sido, por su parte, el planteamiento paradigmático de la obra de Quantic Dream desde hace años, pero esto es algo que abrazan otros géneros, aunque sea en menor medida.

Days Gone, por ejemplo, es un título con zombies, mundo abierto en tercera persona, algo de conducción, shooter y aventura. Y sin embargo, abandona esa concepción clásica del videojuego como puro entretenimiento vacuo para dar pie a una escala de grises en la psique de sus personajes. Y así sucede con muchas otras obras. Los títulos de rol más clásicos (y alguno moderno) suelen recurrir a una gran capacidad decisoria sobre nuestras líneas de diálogo, por lo que podemos expresarnos en consonancia con la situación. Disco Elysium es un gran ejemplo de ello: no hay una respuesta del todo certera, pues presenta caminos conversacionales intrincados en los que nuestro conocimiento sobre el sentir del otro será lo que nos ayude a sobrellevar cada interacción. En algunos videojuegos, incluso, acaba apareciendo un sistema de karma que juzga esas acciones y, aunque no siempre funcione en términos narrativos creando disonancias, hay ocasiones en las que puede servirnos a modo de estadística con respecto a lo capaz que hemos sido de comprender a los NPC.

Vivimos una época de crispación. Los ánimos están bajos. La estabilidad emocional de los diferentes grupos poblacionales comienza a visibilizarse como la más inestable en varias décadas. Todos los rangos de edad sufren las consecuencias, no solo de la pandemia en sí misma, sino de las crisis asociadas. Los jóvenes, concretamente, sufriendo cada vez más un notorio crecimiento de ansiedad y desesperanza ante la perspectiva de futuro, que precisa de cambios estructurales de cara a una recuperación económica, esta vez pensada para lo social. Y ello implica empatía. Ahí es donde entra en juego la relevancia de una obra como Death Stranding y su intento por “conectar”. En lugar de sucumbir a la presión de reflejar forzosamente opiniones en busca de reafirmación o conflicto, en lugar de proteger ideales arraigados que no toleramos poner en debate, la apertura de mentes en pro de una interconexión más potente debería ser nuestra meta.

En esta línea recuerdo los buenos momentos en Mutazione, donde las diferencias entre sujetos era lo que enriquece a la propia comunidad. El videojuego también puede darnos lecciones en términos de empatía. Pese a la virtualidad, siempre hay un componente humano, algo que nos acerca a los demás. Ahora más que nunca, necesitamos proyectos de apoyo mutuo, espacios culturales que nos aproximen los unos a los otros. Constructos que, pese a la virtualización de nuestras relaciones y a las distancias, faciliten esa conexión con la mente del otro, esa comprensión social.