Pieles de lobo, ego trips y algodones de azúcar

NOTA: El artículo que vas a leer a continuación, repleto de una pedantería que trata de aderezarse – con un éxito cuestionable – con la sátira más ácida, no habría podido llegar a tus manos de no ser por la ayuda de David ‘etnocritic’ y de Miguel Pedregosa Pérez. Asimismo, son merecedores de mención Antonio ‘Lucci’ Molina, Juan Pablo Corella y Jorge Tejado López por sus labores iniciales de revisión.

Que Paulo Coelho esté considerado por muchos como uno de los mayores genocidas culturales que nos ha dejado este último siglo no es fruto del azar. Siempre bajo un embozo que únicamente deja ver la mayor de las sonrisas, y amparado por unos recursos doctrinalmente inofensivos que, a través de dosis adecuadas de cristianismo tradicional, se alejan del pesimismo más absoluto y de cualquier resquicio que deje a la vista – aún de forma traslúcida – su exacerbado comercialismo, el padre de El alquimista (1988), ya en su muy temprano magnum opus, dejaba clara su postura sobre el mundo inteligible que habitamos, rebosante de filosofía socrática. En él, un pastor andaluz buscaba realizar un arduo peregrinaje en búsqueda de un tesoro que le llevaría hasta las pirámides de Egipto, mas en su travesía encontraría a un mago que parecía hacer gala de los dos pilares de la sabiduría alquímica, pudiendo destilar el elixir de la larga vida y habiendo manufacturado la piedra filosofal, con cuya ralladura se puede convertir en oro cualquier otro metal. Un mago que no parecía tener el menor problema en revelar algunos de sus más demagógicos secretos, como que “cada hombre sobre la faz de la Tierra tiene un tesoro que lo está esperando”. Quizás por ello resulte tan paradójico, casi satírico, el hecho de que, como bien señaló años atrás Héctor Abad Faciolince en Prodavinci, Coelho como creador también acabase encontrando su propio tesoro, y, en cierto sentido, su piedra filosofal, pues la ralladura sosa, rosa y empalagosa de su prosa se ha convertido —durante décadas, y casi como por arte de magia— en oro editorial; en millones de copias de consumo masivo de insustancialidad.

Puestos a conjeturar, no debería de resultar nimiamente complejo llegar a la conclusión última de que la esponjosa pedantería y la azucarada soberbia del escritor brasileño me ha estado atormentando como ávido lector, y como a otros tantos, desde el preciso instante en el que pude conocer su obra. Siendo ajena al medio que suelo tratar, no obstante, y desde un plano completamente personal, nunca he hallado un mero óbice a la hora de ignorar – al menos, de puertas para afuera – sus tan hirientes misivas. Sin embargo, ante este espacio temporal siempre ha subyacido un pormenor tan lógico como difícil de advertir, y es que su influencia, de manera permanente y progresiva, ha hecho mella en la mentalidad de una sociedad débil que, a día de hoy, expande orgullosa una filosofía que, sin un éxito abrumador, busca anteponer el sosiego interior a un obviado bien común: la indiferencia ante la problemática, la palmada en la espalda ante la crudeza.


Resulta una tarea ardua, digna de todo elogio el tratar meramente de enumerar todas aquellas veces en las que de una forma mínimamente directa o explícita he evidenciado en algún texto o vídeo de este mismo portal las bondades del videojuego con respecto a las demás artes como medio de expresión y transmisor de emociones y pensamientos. Sin embargo, ante el prestigio popular de obras impregnadas con tan espesas tintas como las que hoy tenemos el dudoso honor de tratar, uno no puede evitar lamentarse de dicha realidad. De una realidad que, en industrias como la nuestra, da rienda suelta a las azarosas manos tanto de aquellos que buscan transmitir mensajes valiosos, merecedores de gozo y reconocimiento, como de los que no. Y de una realidad que, si en algo concreto se asemeja al séptimo arte, es en su admirable capacidad para premiar al mayor enemigo creativo, mediático y social que se pueda tener: la mediocridad.

Preguntados logo

Tal y como hemos experimentado en nuestras propias carnes durante la última década, esta tesitura, junto a una evolución tecnológica tan positiva como dependiente, ha conformado un espacio creativo vastísimo ya no solo para obras especialmente accesibles, sino también para aquellas que parecen luchar entre sí por el cinturón de campeón de lo cuco. Es un marco que tiene especial sentido, por supuesto, en un mercado móvil donde saber llamar la atención del usuario puede suponer la diferencia entre comer caliente o no comer, mas su mera naturaleza ha provocado que, a día de hoy, pueda considerarse como un contexto corrompido por su propia ferocidad, que se ha rebelado contra el usuario – pero que, sobre todo, se ha rebelado contra el creador – con una fuerza cegadora tal que le ha imposibilitado contemplar desde un punto de vista consciente verdaderas atrocidades artísticas, como el gran robo intelectual que ha supuesto, supone y supondrá la adaptación independiente de los clásicos juegos de mesa al terreno de los smartphones. Y no quiero sonar demasiado hipócrita: entiendo que es un mercado competitivo, con sus propias reglas, y que en ocasiones merece la pena inspirarse en productos seguros para sazonar su concepto con elementos externos, dando lugar a evoluciones tan nostálgicas como necesarias. Pero, obviando la inviabilidad de ciertas aclimataciones al medio, cuando se excede la delgada línea que separa al tributo del plagio, aparece el dedo delator.

Más allá de la apatía, de la repulsión y de la inquina que me causa la designación de algunas de sus propuestas, no tengo nada en contra de la desarrolladora argentina Etermax, experta en esta clase de aventuras de carácter social. Gracias a títulos archiconocidos como Apalabrados, Mezcladitos o Bingo Crack consiguieron años ha hacerse un considerable hueco en el sector, colándose en los dispositivos móviles de más de 20 millones de personas con una sutileza envidiable. No obstante, no fue hasta finales de 2013 cuando el estudio erró de manera deliberada decantándose por realizar su primera incursión en el género trivia a través del que, considero, es su gran éxito. A través de un pelotazo fantástico para la intumescencia de la rueda económica que a día de hoy mueve la industria, pero terriblemente nocivo para una comunidad que, lejos de la crítica, quedaría durante décadas atrapada en las garras del Coelhismo.

Preguntados

Existe un problema inherente a la naturaleza del género del que Preguntados parece ser consciente, pero ante el que no parece evidenciar la más nimia intención de rehúso. Los videojuegos de trivia, por lo general, presentan un enfoque competitivo incorrecto, pues beben de todos aquellos clásicos de tablero que de pequeños inundaban nuestra vida de disputas y de caras largas; de adictivas humillaciones, de crispaciones artificiales. Son obras que, en última instancia, se basan en desprestigiar al prójimo, ubicándolo sin lugar a debate en un escalón intelectual inferior al nuestro, pero son obras que, a diferencia de muy dignos duelos mentales como el ajedrez, únicamente ceden a sus usuarios los instrumentos propios de los juegos de azar, resumiendo la cultura de las partes partícipes a la resolución – con asiduidad, aleatoria – de preguntas insuficientes, desequilibradas y temporalmente asimilables. No obstante, no contento con esta densa problemática, el título argentino salpimenta a base de bien sus grandes desaciertos con pequeñas y calculadas dosis de injusticia y dependencia, lo que conforma, a juicio personal, un juego absolutamente demoníaco.

PreguntadosQuizás una de las faltas de respeto más fácilmente imputables de las que la entrega tiene el dudoso honor de hacer gala sea la presencia de micropagos. Y quizás eso sea lo más representativo, después de todo: el hecho de que, en un mercado tan corroído por los servicios y por las cajas de loot, y donde los micropagos ya se han asentado como una de las principales vías de financiación (viéndose, incluso, con buenos ojos en la mayoría de casos), un don nadie pegado a un teclado pueda tener la libertad para atacar y desacreditar sin especial esfuerzo a una empresa que, sin lugar a dudas, ha antepuesto el ancho de su cartera a su visión creativa, destruyendo el equilibrio – y, consecutivamente, el núcleo jugable – de su propuesta estrella. Como periodista y desarrollador, jamás criticaría a aquellos compañeros de profesión que buscasen salir a flote prescindiendo de los intrusivos anuncios tradicionales a través de la exploración de vías alternativas. Sin embargo, también pienso que uno de los males endémicos de la profesión reside en la exagerada avaricia de estudios como Etermax, que, más allá de implementar en sus propuestas todas las vías de financiación posibles, brindan acceso a aquellos que pasan por su particular aro – a través de unos tramposos comodines – a una amplia baza de segundas oportunidades que acaban suponiendo una gran diferencia en la clasificación, cuando no acaban volteando por completo el marcador. No deja de ser la viva representación de un sistema sistemático y totalitarista, en el que tanto los hooligans de los anuncios de League of Legends como los más afines al talonario encuentran un espacio aventajado con respecto a un rival al que no se le notifica el uso de los comodines, y ante el cual, por tanto, no existe una transparencia, realizándose un reparto de méritos inicuo y, de nuevo, estableciendo paralelismos entre la cultura individual y un factor completamente externo, como en este caso podría ser la riqueza individual.

A pesar de todo ello, esta depauperación del sistema de juego se antoja parva cuando toca hablar ya no de aquellos que hacen todo lo que está en su mano para arrebatarte las mieles del éxito por la vía pseudo-legal, sino de esos seres exentos de escrúpulos y de vergüenza que, con gracia y alevosía, recurren con frecuencia a los barrios marginales de Internet para saciar su sed de victoria. No hablo de la deep web; ni siquiera de solucionarios online o de páginas de cheats para el título. Hablo de lugares de poca retención, como Wikipedia, donde la información, ayudada por buscadores internos y negritas, no tarde más de unos segundos en atravesar nuestra retina, lo que produce una concentración de ratas de guante blanco completamente desmedida. En un mundo tan conectado como el que nos ha tocado poblar, puede llegar a ser una tarea increíblemente compleja, desde el punto de vista del desarrollador, la de competir contra una comunidad tahúra como la de nuestra industria, mas pocas consideraciones se han debido de tomar contra la misma cuando el tiempo de respuesta – recalco, en un juego de trivia online – es de prácticamente 30 segundos. Aunque éticamente deleznable, es una opción que está ahí; que el juego permite, y que está dentro de su marco de posibilidades. ¿Acaso en 30 segundos no hay lugar para buscar una respuesta lógica tanto en la web como en nuestros allegados geográficamente cercanos? ¿Acaso hemos de suponer, como usuarios, que nadie en su sano juicio explotará dicha posibilidad – de manera, cuanto menos, maquiavélica – para entorpecer nuestra experiencia de juego?

De manera colateral, aquí se plantea un dilema ético importante: ¿cómo, cuándo o sobre qué cosas es dañina la competición? Está claro, por lo que se ha explicado, que el trivial promueve la competitividad tóxica, ya que busca la satisfacción producida por un mero sentimiento de superioridad irracional. Sin embargo, hay ejemplos mucho menos obvios de la aparición de estos valores. Normalmente, la capacidad de algunos géneros del videojuego para ser adictivos se ha atribuido a que proporcionan un sistema en el que el objetivo pasa a ser el mero hecho de mejorar, de alcanzar resultados cada vez mejores (una mejor relación bajas/muertes, ascenso en ligas, etcétera), unificando la gloria relativa al objetivo con aquella producida por el propio camino hasta él. No obstante, ¿alguien puede decir que nunca ha obtenido satisfacción no solo de una victoria, sino también de una humillación al perdedor? Nadie puede. En los juegos competitivos se busca también este sentimiento de superioridad. Sin ir más lejos, y por poner un ejemplo bien conocido a la mayor parte de los lectores, ¿cómo se siente uno al lanzar ese caparazón azul en la última vuelta de una carrera en Mario Kart, cuyo objetivo ya no es conseguir una mejor posición, sino arruinar una victoria? La respuesta es obvia.

Con claras reminiscencias a Thomas Hobbes, este hecho ubica al jugador como una entidad malvada por naturaleza; un lobo, un depredador. Pese a ello, son los propios videojuegos y su correspondiente construcción lo que, en el más dramático de los casos, nos hace exteriorizar y potenciar dichos sentimientos, catalizándolos como impulsos nocivos e irracionales en lugar de fomentar un estímulo orgánico que nos instara a aprender de nuestros errores y a volver a la carga con mayor fuerza y determinación. El campo de los eSports, sin ir más lejos, plantea un terreno justo e igualitario en el que propuestas como Overwatch pueden llegar a ser contempladas como un deporte, lo que implica, por condición, sentimientos de instrucción, mejora y beatitud por parte de los participantes. En este sentido, la obra de Etermax comete el gran pecado derivado de su globalización, y es que, como producto del mainstream, presenta la responsabilidad de sentar cátedra y de ejemplificar unos modelos de negocio y de juego sensato a los que indudablemente les hace un flaco favor, sin asemejarse a las condiciones descritas por los auténticos deportes digitales. Más allá de su particular enfoque, Preguntados lleva la ponzoñosa competitividad descrita, que hasta ahora estaba reservada a un público específico, a las grandes masas, dejándonos lecturas demasiado interesantes para un ámbito tan vanal. Porque los habitantes de nuestro planeta, antes del nacimiento del género, nunca habían sentido la necesidad de ostentar seis quesitos paradójicamente grises para aseverar sus conocimientos. Porque dichos conceptos, al contrario de lo que ocurre con las habilidades motrices relativas al resto de propuestas, no dan cabida a una mejora tangible a corto plazo en el esquema jugable propuesto. Y porque lo arduo de la medra personal en una aventura así, sorprendentemente, lleva al usuario medio a gastarse un dinero en el acceso a una cultura en la que, por lo general, no estaría interesado de no ser por el marco en el que se halla.



No busco sacar el hacha de guerra sin aportar soluciones al problema. Como he admitido desde un inicio, la existencia de diversos elementos propios e imprescindibles de una propuesta de estas características hace que su mensaje presente ineludiblemente hartas probabilidades de contar con un impacto negativo en la comunidad. Partiendo de dicha premisa, existen ejemplos muy reseñables, como bien puede ser el caso de Majotori, que consiguen reducir dicho embate de manera drástica, y que aportan sensaciones muy positivas al conjunto jugable. La obra del equipo de Alva Majo, en primera instancia, se basa en un modelo de negocio clásico, apto con la economía de la propuesta e independiente de su esquema jugable, lo cual elimina de raíz una de las grandes desigualdades previamente tratadas. Sin embargo, la más drástica permutación con respecto a la fórmula base puede hallarse en el target de sus preguntas, y es que todas las cuestiones que comprende su código están enteramente dirigidas al público propio del manganime. Se apunta, así, a un público concreto, con una cultura propia construida durante décadas que da lugar a una cierta competitividad sana, y en el que, al no penalizarse en demasía el uso de la memoria a largo plazo, cualquiera puede llegar a formarse con algo de paciencia, a base de experiencias conglomeradas única y exclusivamente por fragmentos de amor propio hacia el medio.

El territorio de disputa es, entonces, aquel relativo a la cultura general, vocablo que se invoca a menudo para apelar a la cuantificación del conocimiento, y que toma la forma de una bala de plata en el ámbito competitivo propio del cara a cara indirecto.

En realidad, cultura general es un concepto tan lleno de contenido que se ha convertido en un significante vacío, y cuando se hace referencia a ella a menudo podemos perfectamente estar hablando de cierto dominio de aquellos campos que se consideran esenciales en el imaginario colectivo. Esto establece la problemática que da forma a este peculiar campo de batalla: ¿quién determina lo que es cultura general y lo que no lo es? ¿Por qué conocer quince nombres de deportistas es, en esta clase de refuerzos aplicados a conductas negativas, más relevante que estar informado sobre el black metal noruego? ¿Acaso todo lo que aprendemos fuera de su contexto no tiene sentido al sacarlo de su contexto original, convirtiéndose en algo precisamente trivial? Así, en estos tiempos acuciados por las tecnologías de la información y la comunicación, y en relación a problemáticas concretas como las fake news, da la sensación de que el saber que tú tienes es útil, aunque igual no sea cierto. En un contexto en el que el saber ha quedado reducido a mera información sin contexto, dependemos de una valoración social, de que se considere un saber útil, valioso. La lucha por el poder se encuentra entonces en imponer las categorías a través de las cuales se valora, en la apropiación del capital simbólico. Preguntados establece un marco de competición para la valoración de nuestro conocimiento, convirtiéndose, de hecho, en la lucha de clases hecha videojuego. Y ganándolo de paso, pues en un juego como la lucha de clases en el que es crucial imponer el marco interpretativo propio, Preguntados ya ha ganado la partida antes de empezar a jugar.

El concepto de imaginario colectivo protagoniza, por otra parte, otro de los mayores contratiempos que se pueden palpar en el compendio jugable, y al que un servidor se ha visto con la potestad de bautizar como ‘el auténtico PvP’. Para sorpresa de los menos curiosos, la sociabilidad de la propuesta esconde una capa de profundidad adicional relativa a las cuestiones que desfilan por nuestra pantalla. Unas cuestiones que, lejos de haber sido cuidadosamente manufacturadas por el equipo de desarrollo, relegan las responsabilidades del encuadre y de la complejidad a su público, dando lugar a un amplio abanico de preguntas impuestas por una comunidad de obvia cognición irregular que, desde luego, están muy lejos de alzarse como instrumentos de ayuda a la hora de equilibrar un conjunto que parece desmoronarse paulatinamente con la escritura de estas líneas.

Rectificar es de sabios
Ante esta tesitura tan derrotista, uno, ya desamparado en el más vasto agotamiento mental que supone hablar de este tipo de entregas, podría pensar que de los errores se aprende. Que triunfar en el mercado móvil no es una faena especialmente hacedera, y que determinados óbices y estigmas provenientes de los juegos de mesa no deberían de eclipsar el trabajo tan pulido y edulcorado que se ha realizado con un título en constante actualización, que a día de hoy, tras seis años de su lanzamiento, sigue relativamente vivo. Es en esos momentos cuando uno recae en la ironía más dulce; en el sarcasmo consustancial al planteamiento. Cuando uno recae en la mera existencia de un Preguntados 2 exactamente igual a su predecesor, que parece estar ahí, en la lejanía de la tienda de aplicaciones, únicamente para juzgarnos por estar jugando a algo antiguo; para dar cabida a una comunidad innecesariamente fragmentada, y para sacrificar todo el trabajo de ampliación del contenido realizado durante eones por el público a cambio de unas redundantes animaciones para Pop, para Héctor, para Rocky y para un Albert que no es capaz de esconder su gepeto de fabricante de coca sintética.

Preguntados 2

Independientemente de lo terrible de su decisión como parte de un negocio, la secuela numerada me insta a sobrepensar acerca de las segundas partes, pues pone sobre la mesa el debate relativo a la continuidad del juego como servicio.

Ante un déficit de usuarios, ¿merece la pena trabajar en una secuela igualmente funcional pero extremadamente similar que llame la atención de los más veteranos? Personalmente, nunca he considerado la fugacidad del tiempo excusa suficiente para el desarrollo de estas secuelas – especialmente, si presentan un carácter tan destructivo -, mas puede que el juego como servicio, desvinculado de este proyecto, no sea cumplidamente viable sin los respectivos empujones mediáticos que, desde luego, suponen los lanzamientos de entregas de dicho corte.

Todo lo comentado hasta ahora podría llevar a indagar sobre la levedad de la satisfacción individual, y sobre cómo esta se logra anteponer ante una realidad injusta, cruda y agorera presente ya no solo en nuestra industria, sino en nuestra sociedad actual. Sobre cómo el videojuego se convierte en una herramienta más para la autocomplacencia efímera, capaz de volvernos ciegos y aún más ignorantes ante el declive de nuestros derechos y ante la destrucción progresiva de un modo de vida idílico ante el que irónicamente nos mostramos pasivos y negligentes. Sobre cómo paulatinamente resulta más arábigo que nunca conformar una unidad estable de usuarios críticos, conscientes de la realidad en la que nos hallamos, dada la necesidad imperiosa de utilizar y exprimir todas las armas que se encuentran en nuestro radio de alcance para humillar a un rival que hoy se encuentra tras una pantalla, pero que mañana podría descubrirse tras un cañón. Puede que la epítome que nos llevemos de todo esto, al final del día, pueda resumirse en un par de acusaciones un tanto feroces a un estudio independiente e inofensivo y en un descafeinado discurso, en clave de humor, sobre los aciagos males que nos atisban desde las fauces del Coelhismo, pero son dichas reflexiones las que deben de quedarse en nuestra memoria, al menos, durante los próximos días, dando lugar a una reflexión cercana a la introspección que nos lleve más allá de esas puertas al paraíso de los algodones de azúcar. Como un sabio citó alguna vez, “existe un lenguaje que va más allá de las palabras”. Quizás nos haya llegado el momento de aprender idiomas.