En casa de herrero...

No hay -por definición- momento más impactante en la vida que la muerte; el final absoluto de nuestro ser, el cese de funciones orgánicas y, según la creencia de cada quién, puede significar desde transportarnos a un lugar de dicha infinita hasta la desaparición absoluta de lo que alguna vez éramos.

De ahí que no sea nada raro que nos llame tanto la muerte como concepto o evento tanto en la vida real como en cada forma de arte. Y, en el caso de los videojuegos, lamentablemente la forma en la que vemos la muerte es tanto uniforme como superficial; naturalmente no poseo ninguna estadística sobre esto, pero no es aventurarse demasiado si digo que de cada cien muertes que vemos en el medio, noventa y nueve son realizadas o por nosotros hacia un tercero o de un tercero hacia nosotros. Y de esas noventa y nueve veces una desalentadora mayoría son realizadas por nada más ni nada menos que un fin lúdico a través de medios violentos.

Sé que no hace mucho hablé en pos de la violencia en los videojuegos y no me malentiendan. Sigo pensando que realizar una ejecución en DOOM Eternal o reventarle una motocicleta a un pandillero en Yakuza son sensaciones catárticas y satisfactorias. Pero nada en la vida es en blanco y negro y hoy me quiero referir a otro espectro de esta violencia en el medio y es el cómo acalla cualquier mensaje pacifista e incluso a veces sus propios mensajes por ceder ante la diversión inmediata y la inyección de dopamina otorgada por reventarle la cabeza a alguien que nos ataca.

Lo urgente no deja tiempo para lo importante

Poco diálogo se puede tener cuando alguien te apunta con un arma de fuego, dispuesto a matarte. Aún menos cuando la amenaza es un ser alienígena, una criatura fantástica de una raza que solo busca la extinción humana o un monstruo que no tiene mayor deseo más que consumir tu carne. Por eso no es raro que cada vez los juegos se inclinen más por los escenarios postapocalípticos, los mundos de fantasía o en Estados Unidos.

Debemos ser conscientes, eso sí, de que cualquier mensaje que intente entregar un juego sobre la naturaleza de la violencia -ya haya surgido por la traición, la venganza, la salvación de la humanidad entre otras múltiples justificaciones que nos ponen delante- queda automáticamente sofocado por los instantes en los que nuestra vida peligra y que no tenemos opción sino asesinar o ser asesinados. Volviéndose un discurso aún más facilista cuando, como mencioné anteriormente, con quien interactuamos no posee ni la más mínima pisca de humanidad, como un estadounidense con un jockey de MAGA -o algo menos extremo, como un zombi-.

De ahí que aún a día de hoy tenga tantos problemas con The Last of Us Parte II, juego al cual le dimos junto a mi compañero Eric un galardón de oro aquí mismo en HyperHype. En cierto sentido se lo merece, pues en el ámbito puramente jugable el juego es una delicia; la cantidad de estrategias y movimientos y armas que podremos utilizar para acabar con nuestros enemigos lo vuelven un verdadero espectacle fighter sin restarle al crafteo ni al aspecto más survival, mientras que aún me desconcierta que sus gráficos fotorrealistas fueran capaces de andar tan pulcramente en una PlayStation 4.

Todos mis problemas con el juego nacen puramente de el como expone su historia para manipularnos a seguir cierto camino para luego torcernos la mano, tratando de infligirnos culpa por lo hecho. Pero el juego en ningún momento nos da espacio a contemplar lo que estamos haciendo, no de manera jugable al menos. No es si no hasta cuando nos quitan el control en una de las múltiples cinemáticas del juego cuando la historia comienza a contemplar lo que hemos hecho y sus consecuencias, para luego volver a darnos el control y, sorpresa, volver a ponernos en una posición inescapable donde debemos recurrir sí o sí a matar a otros para sobrevivir.

Esto se agrava aún más cuando vemos la ingente cantidad de pornografía de armas de fuego que se nos presenta cada vez que realizamos una mejora a nuestras armas, con animaciones y modelos 3D pulidos hasta niveles ridículos, para mostrar con lujo de detalle cada mejora que nos ayudará a reventar con mayor facilidad la cabeza de nuestros enemigos, o quizás mejor dicho de John, Mary, Sophie y un sinfín de NPCs que tienen nombre, pero cuya existencia no tiene mayor significado que los mafiosos y pandilleros de las calles de Kamurocho en Yakuza, cuyo único propósito es ser eliminados por nosotros, jugadores.

The Last of Us Part II violencia

Y esto está lejos de ser un problema único de la obra de Naughty Dog. Muy por el contrario, diría que cada videojuego que trata de condenar la violencia -con muy particulares excepciones- amordaza su propio mensaje con tal de divertirnos un rato. Incluso juegos que no tendrían por qué tener violencia, como Death’s Stranding, recurren a esto para, seguramente, tranquilizar a los inversores. Pues sabemos que la violencia vende más que nada en el medio de los videojuegos y, si no fuera por los juegos indie que pueden permitirse limitarse a sí mismos a un nicho relativamente pequeño de jugadores que gustan de premisas que vayan más allá de la adrenalina pura de jalar un gatillo o aplastar un cráneo de un pisotón, quizás no tendríamos opciones a las que acudir.

Hipocresía pura

Hotline Miami

Hotline Miami

Una obra no puede hacer uso de un recurso mientras lo critica a menos que lo haga de una forma especialmente cuidadosa. Es el caso de Funny Games, la película de Michael Haneke, la cual critica la afición de los espectadores por la violencia mientras la usa para establecer la pregunta de qué tan lejos estamos dispuestos a observar para entretenernos. Algo parecido hace Undertale, aunque éste último nos da la opción de rehusar la violencia en todo momento. Incluso uno de mis videojuegos favoritos de todos los tiempos: Hotline Miami, critica la violencia mientras la usa a raudales. Si bien diría que lo hace de mejor manera que The Last of Us Parte II, no deja de hacerlo de manera imperfecta y algo facilista.

No quiero que de esto se saque en limpio ni que no quiero más videojuegos violentos ni que mi beef personal con la obra de Neil Drukmann es el verdadero motivo de este artículo. No. El verdadero motivo yace en que simplemente espero más del medio artístico que más disfruto; los videojuegos pueden ser mucho más sin abandonar su valor lúdico. Pero para esto tendría que comenzar a hacer compromisos que, en este momento, no está dispuesto a hacer. Quizás es porque el medio es muy joven todavía y está más preocupado de como incorporar NFTs en forma de skins para rifles de asalto que usemos para “liberar” a un país tercermundista del malvado petróleo o quizás porque las grandes compañías son demasiado temerosas de enojar al gamerTM promedio con una historia que desafíe su escala valórica -ni para qué decir política- con una historia que, de verdad, no solo critique la violencia, sino que además no haga uso de ella o, si lo hace, lo haga sin hipocresías de por medio ni torceduras de mano. Quizás ese día llegue y podremos ver estos mensajes brillar a través de las mecánicas de juego en vez de ser amordazados éstas y quedar relegados a cinemáticas.

kofi

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