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Hace ya algún tiempo que llevo sintiéndome “como en casa” cuando en mis manos cae el DualShock de mi PS4 o atrapo el ratón del ordenador. Es un pensamiento fugaz, pero con unas implicaciones de lo más potentes: “¿Es normal que podamos llegar a sentir preferencia por nuestro “yo” virtual? ¿Qué es lo que hay en la realidad que nos genera tanto rechazo?”. Aún no he dado con la respuesta adecuada, pero sí que he conseguido desgranar alguna teoría.

Desde las impresionantes acrobacias en sagas como las de Assassin’s Creed o Prince of Persia hasta la épica de juegos como The Legend of Zelda: Breath of the Wild o The Witcher 3: Wild Hunt. Todos esos mundos ficticios tienen un denominador común: permiten al jugador tomar las riendas y formar parte de algo increíble. Y es que la frustración por la meritocracia tóxica en la que vivimos nos empuja, lenta pero incansablemente, a refugiarnos en un mundo en el que sí sentimos que tenemos el control de nuestras vidas.

Choose your fighter: desigualdad, ansiedad, depresión

Si en el Antiguo Régimen eran la estructura social y la moral religiosa las que legitimaban las desigualdades entre clases, en el sistema capitalista ese papel lo interpreta la meritocracia. La idea de que las diferencias económicas son responsabilidad del esfuerzo individual es poderosa y efectiva. ¿Cómo vamos a criticar la sociedad cuando el pensamiento meritocrático nos dice que uno es culpable de su propio fracaso? En el caso de que pertenezcas al 26,1% de población en riesgo de pobreza, que no consigas un trabajo digno, o no tengas hogar propio… la culpa es tuya. De nadie más. Tú eres el perdedor y poco importa que hayas seguido fielmente la cadena de misiones —por emplear un símil del sector— que supuestamente iba a acercarte a tu objetivo. Si has fracasado no es porque los factores de tu entorno hayan influido, ni siquiera por tu origen o condición social, es porque no te has esforzado lo suficiente.

El desengaño por no alcanzar nuestras metas cae íntegramente sobre nosotros. Y el sentimiento de culpa y responsabilidad nos oprime. Sobre todo a los más jóvenes. Según datos de la Sociedad Española de Medicina de la Adolescencia (SEMA), entre un 3-5% de adolescentes padecen algún síntoma depresivo y el 20% sufre de ansiedad. Trastornos que no hacen más que agravarse con el paso del tiempo — la Organización Mundial de la Salud (OMS) habla de un crecimiento mundial del 50% en las últimas dos décadas — debido a las numerosas presiones individuales a las que estamos sometidos. Frente a esta sensación de ahogo por una realidad difícil de asumir, muchos buscan variopintas formas de evadirse. Y ante algunos surge una diminuta ventana de esperanza: un universo de posibilidades en el que parece que todo el esfuerzo que dábamos por perdido tiene recompensa.

El bálsamo de lo virtual: ¿un consuelo?

Permíteme la licencia de emplear una referencia cinematográfica: en el imaginario de Avatar, James Cameron nos muestra a un protagonista que disocia su mente entre dos mundos. Jake Sully (Sam Worthington), en lugar de un joven parapléjico, se convierte en un Na’vi capaz de volver a sentir la humedad de la arena bajo sus pies. Y es esa mezcla de hartazgo por su situación real y de preferencia inconsciente por su avatar lo que le empuja a querer pasar cada vez más horas conectado a la máquina que transporta su consciencia a ese nuevo y fascinante mundo. Como Sully, en el marco de los videojuegos sientes que puedes ser alguien distinto, tal vez mejor, y que habitualmente cuenta con gran parte de las características socialmente bien valoradas: eres valiente, fuerte, tenaz y resolutivo. Todo un starter pack de lujo, ¿verdad? Además, la frustración acumulada por no conseguir alcanzar tus metas se ve atenuada mediante un sistema de reconocimiento constante. Si logras completar una misión, siempre recibirás algún tipo de recompensa: un logro, una mejora de equipamiento, una subida de experiencia… Así que ese sistema te parece más justo y lógico.

Cuando te pones en la piel de héroes como Geralt de Rivia o de ‘El Lobo’, cuando combates mano a mano con tu grupo de amigos en League of Legends o World of Warcraft y te enfrentas a monstruos colosales e incluso a dioses como los de God of War. Incluso cuando reinterpretas acciones cotidianas en videojuegos de simulación como Animal Crossing o Los Sims. En ninguno de esos casos sientes que nada de lo que estás haciendo sea en vano. Parece que solo a través de tu avatar consigues desprenderte de tu estancamiento y ver que avanzas, que consigues algo por tus propios méritos. Porque desde pequeños nos hemos criado bajo la premisa de que “querer es poder”, pero no es sino en el mundo virtual en el que esta cobra verdadero sentido.

Un horizonte eterno

Sin embargo, pese a las aparentes bondades y el efecto placebo que ejercen sobre nosotros los videojuegos, no debemos olvidarnos del verdadero problema. La utopía de una sociedad en la que el mérito sea el único factor influyente en tu crecimiento personal y económico es inalcanzable tanto en la realidad como en la aparente panacea del mundo virtual. Y continuar con ese tipo de pensamiento lo único que consigue es oprimirnos y empujarnos a buscar vías de escape. Además de seguir blanqueando las innumerables desigualdades socioeconómicas a las que nos enfrentamos a diario. Puede que, con los años, logremos un ansiado cambio de paradigma y vivamos en un sistema que, en lugar de fomentarlas, decida hacer algo para remediarlas. Hasta entonces, deja que contribuya en la medida de lo posible en tu reconocimiento y te anuncie que “¡Enhorabuena! Has desbloqueado el logro: Acabar de leer este artículo”.