Buenos días, buenas tardes, buenas noches

Impresiona a la imaginación el son lejano de la campana de algún pueblecito oculto bajo los árboles: esos sones, que viajan por el agua, que los dulcifica, se tiñen de dulce melancolía y de resignación y parecen decirle al hombre: “la vida escapa, no seas tan exigente con la felicidad que se presenta, apresúrate a gozarla”. La Cartuja de Parma, Stendhal

Siempre me ha gustado la idea de los mundos miniatura. Tu propio rincón apartado del caos cósmico. Ese oasis tuyo puede ser como tú quieras (tu espejismo en medio del desierto, tus reglas). Tú decides quién entra y quién sale, las formas de su tiempo y de su espacio, los ritmos, las dinámicas. Veo los videojuegos que te permiten habitar y diseñar este pequeño mundo como manifestaciones físicas (digitales) de los verdaderos mundos metafísicos que todos llevamos dentro de nosotros. La idea de espacializar nuestro mundo ideal, de hacer de él tiempo y espacio sólidos, no es moderna en la humanidad. Un texto tan viejo como La República, de Platón, ya te sugiere que desde prácticamente el nacimiento de la civilización nos ha gustado darle forma y orden a nuestras fantasías de lo perfecto, lo ideal. Platón, por ejemplo, expulsaría de su país a los poetas. No tenemos por qué estar de acuerdo con Platón, ni mucho menos, pero podemos, desde la distancia, escuchar sus razones y entender que, si no a los poetas, todos, en nuestra hipotética República, excluiríamos algún elemento de la realidad, limaríamos asperezas. Es natural forjarnos utopías,  pero también es riesgoso, porque cada utopía es tan única como su diseñador. Los desacuerdos y las guerras serían inevitables porque las otras utopías serían una amenaza para las nuestras, y habría que eliminarlas. Por eso siempre es preferible para la paz pública que dichas utopías permanezcan dentro, bien guardadas en nuestras consciencias…o en nuestra Nintendo Switch.

Hay muchos textos y artículos que critican a Animal Crossing como utopía, como perfeccionamiento del individualismo, como pesadilla capitalista que idealiza la vida. Yo no me siento de acuerdo.

Me atraía Animal Crosing justo por esta premisa. La promesa de un mundo a tu medida en un estilo bonito, amable y juguetón. Estaciones sucediéndose a través del año, cielos de color cambiante, cambian los colores de las hojas. Un mundito que es solo tuyo, sí, pero conectado, a través de un pequeño conducto de mecánicas de tiempo real, con el mundo físico. Este conducto comunicante, más que interrumpir o arruinar la experiencia, le insufla vida, sensación de aire y espacio libres. Para mí, la mejor mecánica de Animal Crossing, la que más le da su sensación de mundito, no es el diseño de tus propios muebles, la decoración de hogares, la jardinería ni la ropa ultra-personalizada. Todo lo relacionado a lo más material de la experiencia, los objetos, las obras de arte, los fósiles, la geografía, la economía de Bayas, es absolutamente personalizable y resulta, sin lugar a dudas, sumamente atractivo para miembros de sociedades que tienen cada vez menos control sobre sus vidas. Animal Crossing devuelve ese control, tener tu casa como tú te la imaginas, tener tu armario lleno de outfits diferentes para cada día de la semana. Pero esta perspectiva esconde un trasfondo según el cual sólo podemos ser humanos al poseer, al controlar y dirigir. Es una perspectiva teológica que endiosa al individuo.

La mejor mecánica de Animal Crossing es, sencillamente, este pasar de los días, las estaciones y los años. Esa sensación de tiempo fluyente hace que todo lo que pasa dentro del mundito me parezca relevante, cargado de significado, único. Porque ese paso del tiempo en tiempo real te pone en la cabeza algo crucial: nada más lo transitorio es importante, elevado y, sobre todo, humano. Se acabará. Moriré y el día que muera ya no habrá más Animal Crossing. Esto se siente en el juego; concretamente, se siente en su sistema de vínculos. Es la parte del juego que menos conocía, la parte que no esperaba, pero es la que me ha hecho volver, una y otra vez, a mi utopía insular poblada de animales parlanchines, a la cual di por nombre, sin saber que acabaría convirtiéndose en un símbolo perfecto, El Olvido.

En El Olvido conocí a Lilu. No fue de las primeras en llegar, pero sí fue la primera que me hizo fijarme bien en la mecánica de relaciones sociales del juego. Me caían bien Tom Nook y sus ayudantes Tendo y Nendo, me parecían bonitos sus diseños y me hacía reír su manera de hablar, como cuando en las caricaturas le ponen voz al interlocutor de una llamada por teléfono y suena un agudo y veloz WIRIWIRIWARAWURURUWIWA. Pero no miraba ni pensaba en esos pixeles de animales como criaturas vivas, cuyas vidas sucedían a la par que la mía en El Olvido. Y entonces Lilu apareció. Desde que vi su apariencia me gustó, sus ojos perezosos pero expresivos me recordaban a una perrita que vive con mi familia, una pastora australiana llamada Micaela y que tiene exactamente esos mismos ojos dormilones pero extrañamente lúcidos. Luego fui conociendo su carácter presumido pero amigable. Me parecía que su actitud, a pesar de altiva, era honesta. Ella fue la primera residente de mi isla que me dio un regalo, un bonito antifaz para dormir porque, según me dijo, era crucial para un sueño reparador y profundo.

Ese día, al volver a mi cabaña y disponerme a dormir, me quité la ropa del diario, me puse una camisa cómoda y, tras pensarlo poquito, también el antifaz. No cambiaba nada el usarlo o no usarlo, no había bonificaciones de sueño ni nada, pero para mí era importante porque me lo había regalado Lilu. El objeto tenía una importancia personal porque vino de un vínculo que yo estaba creando con Lilu.

Aquí puede verse cómo los distintos niveles en las mecánicas del juego se entrelazan para crear esa experiencia auténtica y casi natural de que jugar Animal Crossing es jugar a vivir. Deseamos y perseguimos nuestros deseos, no los alcanzamos, son más rápidos, contactamos con otras criaturas, a veces nos pican arañas o abejas. A veces, escorpiones. Expresamos emociones, recibimos y damos presentes, nos sentamos a la orilla de la playa viendo cómo el sol se va para amanecer en otras islas. Vivimos. Es importante para mí recordar que la consciencia de todo esto, de todo lo que el juego estaba haciendo, se me despertó por el regalo de Lilu. Entonces empecé a notar a mis vecinos, a ponerle atención a sus rutinas y sus personalidades. Empecé a visitarlos en sus casas, a darles regalos intentando que fuese algo que ellos quisieran recibir. Platicaba con ellos si me los topaba en algún puente, en el bosque, en la plaza del ayuntamiento. Y Lilu se mantuvo como el centro de esta nueva red tejiéndose a mi alrededor. Lo primero que hice con Lilu para mostrarle mi agradecimiento por su amistad fue ponerle una mesita ornamental victoriana afuera de su casa, a un costado de su jardín lleno de crisantemos. Luego puse una tabla de elegantes sushis sobre la mesita, pensando en que ella querría desayunar algo ligero, viendo el amanecer, aspirando el perfume de los crisantemos, preparada para vivir un nuevo día. Todo esto que relato ha sucedido entre la última navidad (que fue cuando por fin pude comprar mi Switch) y el día de hoy, que sale publicado el texto. Casi un año de conversaciones sobre moda, decoración de interiores, costumbres dentro de la isla, programas de televisión a medianoche. En el transcurso de ese tiempo, que se ha sentido y ha sido de, realmente, un año, he llegado a querer a Lilu. He llegado a sentirla cercana, amiga. Soy amigo de Lilu.

Esto jamás me había sucedido en los videojuegos. Quiero decir, esto de desarrollar un vínculo con un personaje de ficción. Me pasó en literatura, por ejemplo con Dmitri de los Hermanos Karamázov, porque me siento identificado con su tragedia. Me pasó con las Maries, protagonistas de la película Las Margaritas, de Vera Chytilová, porque me gustaba su energía y su estilo para destruir. Pero nunca con un videojuego, hasta Lilu. Creo saber el por qué. Tanto Dmitri como las traviesas Margaritas son personajes que existen para encarnar ideas. El primero encarna el espíritu dionisíaco de la humanidad, su necesidad de exceso, desorden y pasión; las segundas son LA ANARQUÍA, una anarquía más allá de la política, una anarquía de la existencia y de la realidad. Lilu, en cambio, nada más existe. No me identifico con ella, sino que es simplemente otra criatura que coexiste conmigo en El Olvido. La veo existir y existo junto a ella, y el Olvido entrelaza nuestras vidas. El momento en que entendí que la quería fue cuando la oí cantar. Estaba regando mis nardos desde muy temprano, disfrutando del brillo que adquieren las flores cuando las hidratas, y de repente escuché una vocecita que el viento amenazaba con llevarse. Ya había escuchado las voces de vecinos que charlaban tranquilamente, pero esta voz estaba sola y estaba cantando. Seguí el rastro del ruido y me llevó hasta la casa de Lilu, que está a algunos segundos al norte de la mía. Lilu parada bajo un árbol de peras, siguiendo el ritmo de su canto con la mano, a veces cerrando los ojos, concentrada en la tonada.

Pero este realismo bonito no sería lo mismo sin el ingrediente que mencioné al principio: la transitoriedad de las estaciones y los vínculos. Un día cualquiera alguno de los residentes de la isla se paseará pensativo por las veredas, caminará despacio, sopesando algo que le trae revuelta la cabeza y que se manifiesta en forma de un ícono de nube alborotada. Si te acercas a hablar con ese vecino en cuestión, descubrirás que lo que intenta decidir es si mudarse o permanecer en El Olvido. Empecé a sentirme triste, porque me imaginé que si el residente se iba era porque yo no le había puesto atención suficiente, no le di suficientes regalos, nunca platiqué con él ni estaba cuando fue buscarme a mi cabaña. El primero en irse de la isla fue un gatito nerd con heterocromía llamado Narciso. La culpa y la tristeza que sentí cuando me dijo que se iba fueron reales. Son emociones oscuras y pesadas que no me esperaba de un juego tan colorido. Como cuando te ausentas de la vida de un amigo por una temporada y al volver a hablar con él te das cuenta de todo lo que te perdiste, todo lo que esa persona cambió y atravesó sin tu compañía. Las situaciones que disfrutó y afrontó sin ti.

Es una punzada difícil de describir, que vacila entre la culpa y la curiosidad por todos esos cambios en su vida. Matas y al mismo tiempo revives tu vínculo con esa amistad. El tiempo transcurrido trae novedades, nuevas cosas que contarse mutuamente, nuevas ideas de actividades juntos. Pero, evidentemente, hay que saber sobreponerse a la distancia que el tiempo impuso entre los dos. No todas las relaciones de amistad lo logran, y algunas acaban ahí, en una confusión silenciosa e incómoda. En Animal Crossing, la decisión la tomas tú cuando te acercas al vecino que está pensando en irse. Él o ella te preguntarán si crees que es lo correcto. Y en la mayoría de los casos, es difícil decir que no.

En el caso de Narciso, me comentó que se iba porque buscaba nuevos escenarios para realizar su sueño de un documental vanguardista. ¿Cómo decirle que no? Era mi amigo, quería ver sus sueños cumplidos. Y aun así, el adiós hiere. Aquí sé que es probable que esté solo, porque soy, como diría Anaís Nin, desagradablemente sentimental. A veces me entristecen las cosas más tontas y sin importancia, pero con el paso de los años he entendido que simplemente es mi naturaleza. Las despedidas están dentro de mi top 3 tristezas como ser humano, junto con la muerte y las rupturas. No sé si Animal Crossing haya sido diseñado buscando evocar estas emociones en sus jugadores, pero a mí, sin duda, me las ha evocado. Y ha sido una sorpresa agridulce que agradezco. Una cosa es una despedida, una muerte o rompimiento en un juego con historia predeterminada. Una vez completada la historia, puedes volver a vivirla las veces que quieras. El caballo que muere en la última misión de Arthur Morgan y con el cual se detiene para agradecerle, puede vivir para siempre si no hacemos esa trágica misión. Pero los vecinos en Animal Crossing, hasta donde sé, ya no regresan. Su despedida es tan definitiva como el paso de las estaciones. No existe el pasado más que en forma de recuerdo. Ya no veré a Brito pasear bajo la lluvia con su paraguas negro, su casa fue barrida para levantar la de un nuevo vecino. Pero recordaré que vivió junto conmigo, recordaré que fuimos vecinos, en una isla llamada El Olvido.

Esta mecánica, este adiós que el juego te propone, primero como conversación y luego como despedida grupal, es la antítesis perfecta de la otra parte del juego: el coleccionismo. El coleccionista acumula, clasifica, conserva. Es, de cierta forma, una manera de conquista, un método para combatir la inestabilidad de la vida, los cambios, las incertidumbres. Animal Crossing te ofrece la posibilidad de coleccionar fósiles, obras de artes, insectos, peces, muebles, flores, giroides, platillos, prendas de vestir, objetos, objetos y más objetos. Pero las personas no pueden ser objetos. No puedes poseer a una persona, por más amor que exista hacia ella. Intentar retenerla es contradecir la corriente de la vida. Es natural decir adiós. Los sistemas del juego enfrentan estas dos filosofías en un balance perfecto, nostálgico, tierno, profundamente humano.

Si un día viera a Lilu con el ícono de nube alborotada, pensativa entre los árboles, estoy seguro de que lloraría. No quiero que nazca en ella el deseo de marcharse. Platico con ella cada que entro a jugar, le envío regalos y postales que compré de Dodo Airlines. La visito en su casa. Cuando la conocí por primera vez, me nació la costumbre de pronunciar la Ú de su nombre con tilde: Lilú, aunque el juego lo escriba sin tilde. Para mí es una pequeña muestra de cariño hacia ella. Decir Lilú con tilde me permite alargar el sonido de su nombre. Lilu, sin tilde, suena a palabra dicha rápido, con prisa, corta, evanescente. La tilde hace que ella dure un poco más adentro de mi voz. Decirla en voz alta, nombrarla, es importante para mí. Quiero que mi tiempo con Lilú dure lo más posible, antes de que ella se vaya (porque se irá) del Olvido.