Más que pasto y gliders

mundos abiertosSi hay algo que caracteriza a los videojuegos de Ubisoft son sus mundos abiertos. Vastos, variopintos y hechos con una orientación al detalle destacable, al punto que la reconstrucción de la catedral de Notre Dame tras el incendio de 2019 iba a guiarse en el modelo representado en Assassin’s Creed Unity, gracias a su increíble parecido.

Pero este es un artículo mío y me verán hablar bien de Ubisoft el día que vengan a raptarme y me arranquen la cara y la implanten quirúrgicamente en alguien que me suplante. Y es que sin importar si uno de estos vastos, vastísimos mundos, esté ambientado en Italia entre los siglos XV y XVI, en una Cuba contemporánea con un nombre ficticio porque no vaya a ser que les digan que sus juegos son políticos o en Chicago, la sensación de inmersión e interacción entre el personaje/jugador con el mundo es casi igual. Esto se debe en gran parte a que a Ubisoft se le da mal arriesgar; más bien se limitan a seguir una fórmula más que probada y la replican una y otra vez a través de todas las entregas de sus diferentes franquicias, tal y como copian y pegan íconos en sus minimapas con los mismos tipos de objetivos: un cofre con algún objeto preciado, una misión secundaria de escolta o una fetch quest u objetos de crafteo. Aunque aquí no vine (solo) a hablar mal de Ubisoft, sino a hablar sobre los mundos abiertos y cómo distintas obras los hacen sentirse vivos en base tanto al diseño de estos como las distintas mecánicas involucradas entre la interacción de jugador y mundo. Sin más dilación, vamos allá.

El mundo abierto como ente activo

Ejemplos de mundos abiertos que se presenten como un ente o un personaje más dentro de un videojuego hay -si bien no tantos como podría haber- muchos. Desde barrios vibrantes con cosas para hacer en cada cuadra como Kamurocho de la saga Yakuza, hasta mundos inmensos y aparentemente desprovistos de vida como Hyrule en The Legend of Zelda: Breath of the Wild.

Mientras el primero de estos dos te fuerza a vivir como un peatón más -aunque uno que suele encontrarse con pleitos cada tres pasos, eso sí- no permitiendo atacar de ninguna manera a otros peatones inocentes que no se busquen una bronca contigo primero o que derechamente estén atacando a alguien más, no dando la opción de robar en las tiendas ni salir sin pagar de los restoranes. Siendo, de una forma u otra -y siendo especialmente irónico ya que se solían comparar mucho ambas sagas en su nacimiento allá por 2005-, el anti-Grand Theft Auto, con un enfoque mucho menor, una libertad de acción mucho más restrictiva, pero, a la vez, más opciones de interacción en sentidos no violentos. Entre ayudar a otros ciudadanos con problemas de todo tipo, poder bailar en el club, cantar en un karaoke, jugar a Super Hang On en una sala de máquinas recreativas de Sega, hasta poder comprar objetos tan esenciales como curaciones y tan extraños como… muñecas inflables… ejem. Kamurocho se siente un mundo vivo, un partícipe de las historias que se cuentan en sus calles y un ente tan característico que el mero hecho de ver su icónico cartel aparecer por primera vez en cualquier juego de la saga Yakuza es capaz de dibujar sonrisas en sus jugadores más habituales.

Por otro lado, el Hyrule de The Legend of Zelda: Breath of the Wild es casi la antítesis de Kamurocho. En vez de limitarse a unas cuantas calles llenas a tope de contenido y eventos y NPCs, éste está aparentemente vacío, con espacios abiertos gigantescos en los que, a primera vista, no está ocurriendo nada de interés. Aún así -y a diferencia de Leyendas Pokémon: Arceus– Hyrule tiene un propósito para su diseño y sus vacíos invitan a una exploración motivada intrínsecamente por el jugador, para explorar y descubrir la vida que yace bajo la superficie. Un mundo con reglas mucho más flexibles y más generalizadas que otorgan mayor libertad de interacción. Es cosa de buscar videos de Breath of the Wild y se pueden encontrar miles de ejemplos de jugadores que han encontrado miles de formas de lograr los generalizados objetivos planteados por el juego de miles de maneras diferentes, desde jugar con sus físicas, mezclar ingeniosamente las herramientas que el juego entrega en el comienzo de la aventura de Link o hazañas como derrotar a los enemigos más difíciles del juego con métodos que seguramente los creadores ni siquiera imaginaron posibles mientras creaban el juego.

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Las barreras invisibles que marcan la progresión

Y el hecho de que en Breath of the Wild se pueda ir a luchar contra el boss final apenas saliendo de la zona de tutorial muestra una gran confianza de parte de los creadores tanto en su obra como en los jugadores. Muchos juegos crean barreras visibles o invisibles para frenar una posible mala experiencia para el jugador si llega a un punto muy avanzado del mapa sin estar preparado. La solución en parte de la industria es tan sencilla como bloquear físicamente ciertos lugares del mapa con barreras físicas como en los Grand Theft Auto, donde cada juego tenía una excusa distinta del por qué la isla siguiente tenía el acceso restringido, hasta barreras de dificultad donde, en un sistema basado en niveles, se vuelve casi o totalmente imposible existir en ciertos lugares del mundo dada la dificultad aumentada del juego.

Y con esto no me refiero a, por ejemplo, el juego del momento, Elden Ring, donde la dificultad de Caelid nos mantendrá alejados de está zona por, al menos, la primera decena de horas a menos que nos guste golpear nuestras cabezas contra una pared repetidamente a ver si el crujido que escuchamos es de nuestros cráneos o del ladrillo. Un caso como el de Las Tierras Intermedias es un buen ejemplo de cómo transmitir al jugador tanto qué lugares visitar primero y cuáles después, pero aún más importante, transmite la naturaleza de dicho lugar. Si Caelid, una tierra cubierta de podredumbre escarlata, criaturas deformadas y putrefactas fuera un paseo por el parque no importa cuántos lagos de sangre o cuantos cúmulos de hongos cuyos patrones casi gatillan mi tripofobia haya, la sensación que quedara en nuestras mentes sería la de que es un lugar seguro, con dragones en manadas o sin ellos.

Lo mismo con Hyrule, que, si bien no cuenta con una dificultad a nivel mecánico comparable a la de Las Tierras Intermedias, sí puede resultar ser un lugar muy hostil con sus altas temperaturas que nos irán drenando la vida constantemente, sus montañas tan altas que no podremos escalar con nuestro nivel actual de estamina a menos que seamos muy ingeniosos. Y en esto último está el quid de la cuestión; el influenciar al jugador a no ir hacia un lugar para que tenga la experiencia óptima esperada está bien, pero obligar a través de la imposibilidad es donde se cometen errores o se demuestra la falta de interés de parte del estudio en crear un mundo abierto que respire y viva, sino más bien porque es lo que la lleva estos días según los estudios de marketing.

Para gustos, mundos

En diseño de videojuegos no hay nada escrito en piedra. Y lo mismo aplica para los mundos abiertos dentro de estos. Cada mundo puede apelar de formas diferentes a gente diferente. Un mundo lleno de marcadores y regido por estrictas reglas de progresión de niveles puede ser poco interesante para personas como yo, pero entiendo que puede resultar ser bastante atrayente para otros e incluso la seguridad que producen las estrictas reglas pueden ser un confortante escapismo de un mundo que cada día nos sorprende más con su naturaleza impredecible. Por otro lado, mundos abiertos vivos y dinámicos pueden producir ansiedad o requerir un nivel mayor de motivación intrínseca para recorrerlos, pero, al menos para mí, son estos los que logran brindar la mayor sensación de satisfacción una vez comprendidos y, ya puestos en ese punto, pueden resultar un hogar tan o más cómodo que los de un mundo llevado por los números y con barreras de progresión infranqueables por doquier.

kofi

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