Denuncia incluida

No es la primera vez que los micropagos compulsivos han dado un disgusto a alguien, entre niños que cogen a los padres la tarjeta hasta los que venden sus cosas solo para conseguir un cuchillo en el Counter Strike. El tema es el siguiente: un jugador de Justice Online, un MMO bastante popular en China, le prestó un personaje a un amigo suyo para que lo probara y viera qué tal funcionaba, hasta aquí todo normal. La cosa se pone entretenida cuando el amigo decide que se la va a devolver. Resulta que no se pueden transferir personajes como tal, sino que tienes que ponerlos a la venta para que otra persona los compre. Estando así el panorama, el amigo puso a la venta el personaje, y mira tú por donde que alguien la compró antes y por un precio mucho mayor al que había puesto este amigo, y mira tú la casualidad del destino que el amigo pulso el botón “aceptar”.

“Estas vistas son igual de impresionantes que la denuncia que te voy a meter”

Como es lógico, esto no le ha sentado nada bien al propietario original, el cual se había gastado según diversas fuentes más de un millón de euros en micropagos en el juego; si os cuesta mucho visualizarlo, tened como referencia que son aproximadamente un porrón y medio de bolsas de palomitas. Volviendo al tema, el jugador se enfadó con razón y denunció a las autoridades no solo al amigo, sino a la propia NetEase, creadora del juego, por un delito de robo y estafa. Sin embargo, el proceso ha sido sorprendentemente breve y, más importante, a favor del chaval, por lo que NetEase ha cancelado la compra y compensado al jugador con aproximadamente 11500€, que se dice pronto. Es posible que sea una persona que ha jugado poco a MMOs – o, simplemente, porque soy un tacaño -, pero me vuela la cabeza que haya gente dispuesta a gastar esas cantidades de dinero en un juego.

Es cierto que los micropagos, si no están controlados, son todo un peligro, ya que estamos llegando al punto de no solo generar una adicción como la ludopatía, sino una adicción intrínseca al propio videojuego. Es cierto que cada uno es libre de hacer lo que quiere con su dinero, faltaría más, pero hay que saber dónde está el límite y hasta qué punto hay que autocontrolarse. Por mucho que escueza, la adicción a los videojuegos es un problema real, y escuchar noticias como esta me dejan muy descolocado. De nuevo, quizá es por mi situación económica o simplemente es porque cada uno valora el dinero como ha aprendido a valorarlo, pero éste es el vivo ejemplo de lo que pasa cuando se juntan la estupidez humana, demasiado dinero y querer forzar un sistema que no funciona al cien por cien para lo que te propones (como es el intercambio de personajes en este caso). Todo son risas hasta que hay un millón de euros de por medio, un millón de euros en forma de moñeco pixelado que se pierde por error – no pensemos mal del pobre amigo, que bastante disgusto se ha llevado y además ha dicho que fue porque estaba algo dormido.

Hay que darle un par de vueltas a este sistema. No es la primera vez que un jugador pierde un montón de dinero por un juego online, ya sea por una batalla espacial donde las naves llegan a costar miles de euros hasta poblados en juegos parecidos al Clash of Clans. El efecto siempre es el mismo, un bucle continuo del que es muy difícil salir porque siempre va a haber alguien mejor que tú por encima, que realmente lo que ocurre es que tiene más pasta (mejor dicho, prefiere echar más monedas al pozo). Ya se ha hablado de cómo hay empresas que contratan a psicólogos para ver de qué forma pueden jugar contigo para que gastes más y todo vuelve siempre a lo mismo; y por supuesto que el usuario también tiene derecho a gastarse lo que quiera y más en aquello que considere de valor, pero ya que las empresas no lo ponen fácil, tendremos que aprenderlo nosotros. No podemos cargar de responsable siempre a la empresa, también tenemos que ser conscientes de lo que estamos haciendo. Pensaba continuar con ese tono de cachondeo puro y duro de lo que ocurre cuando las mentes más brillantes del planeta se unen, pero es darle un par de vueltas y todo se vuelve tan amargo que, efectivamente, solo queda reir.