Diferenciando la dualidad del artista ante el encubrimiento del criminal

Está siendo una semana difícil en nuestro sector. Tras el relativamente reciente reconocimiento público de los cientos de casos de crunch que la industria ha experimentado especialmente durante estos últimos años, y tras sorprendernos con los innumerables despidos injustificados que han acabado llevando de la mano a decenas de estudios independientes (y no tan independientes) hasta sumirlos en la más espesa quiebra, el pasado martes amanecimos con otra de esas grises revelaciones que, de tal aflicción, nos expulsan a patadas de nuestro perenne modo consumista – siendo estas, por desgracia, las únicas nuevas que parecen obligarnos a ello – para pasmarnos nuevamente con la sumamente inesperada noticia de que tras esos videojuegos que tanto amamos se encuentran nada más y nada menos que personas. Personas que, por supuesto, agradecen poder contar de vez en cuando con algunos de sus derechos básicos, y que, además, suelen tener la manía de querer ser tratadas por lo que son, excluyendo tal chifladura las condiciones laborables desfavorables, los tratos degradantes y, por supuesto, los acosos de cualquier tipo.

Si bien lo comentado puede llegar a parecer de lógica para muchos, hay un considerable sector de desarrolladores, compositores y directivos que aún no parece encontrarse mentalmente preparado para su comprensión, realizando unos esfuerzos admirables – en el peor contexto posible de la palabra – por sorprendernos por cada vez con mayores faltadas y aberraciones. Por eso mi predilección por la sátira más ácida para abrir este artículo: porque, como en la ironía más infantil, aunque en ocasiones demos ciertas cosas por hecho siempre quedarán individuos preparados para demostrarnos que no es así; que nunca está de más aclarar que el cielo es azul, y que, a veces, puede ser todo un detalle recordar que hay que mirar para las dos direcciones de la calzada antes de cruzar un paso de cebra.

Uno de ellos, el último en apuntarse a la lista, parece ser – e, insisto, parece ser; luego profundizaremos en esto – el mismísimo Jeremy Soule, uno de los más célebres y laureados compositores de música de videojuegos, y responsable directo de la banda sonora de The Elder Scrolls V: Skyrim. Parece que el bueno de Jeremy, en su infancia, priorizó las clases de música a las de ética, pues este ha sido recientemente acusado de violación de forma pública, de la mano de la reputada artista Nathalie Lawlhead, quien, en sus declaraciones, asegura haber experimentado todo tipo de traumáticas etapas de abuso con el músico a lo largo de más de diez años, aprovechándose este siempre de su reconocimiento popular y de la precaria situación laboral de la joven desarrolladora. Y no está solo, pues Alec Holowka, codirector del maravillosísimo Night in the Woods, ha sido sucesivamente acusado de maltrato por parte de la programadora Zoe Quinn, que se ha visto animada a denunciar por la anterior confesión.

En este pequeño artículo no busco entrar en detalles sobre ninguna de las dos situaciones; en primer lugar, porque ya disponéis de una extensísima cobertura en el resto de portales dedicados (personalmente, os recomiendo la de nuestros compañeros de TecnoSlave, siempre pioneros a la hora de sacar estas verdades a la luz); y en segundo, porque parto de la base de que, hasta que se demuestre ante un tribunal, todo lo comentado son meras acusaciones, que prevalecen de todo tipo de credibilidad hasta la elaboración de un veredicto final. No obstante, sí que me gustaría aprovechar para reivindicar una idea que a muchos, con el fragor sulfurante propio de esta clase de defensas mediáticas, se nos olvida contemplar, y es que los casos aparecidos conforman únicamente dos pequeñas denuncias en un auténtico océano de delitos humanos, que se llevan a cabo día a día en cualquier tipo de ámbito y que, de hecho, saltan a la vista una vez hemos recaído en su existencia. Puede que estos casos, los que nos tocan a nosotros, sean especialmente dolorosos, porque no dejan de ser un tóxico pero acertado retrato de la salud de nuestro medio de expresión artística y porque suponen, con su gradual aparición, una normalización que no debería de ser tolerada. Por suerte, eso sí que está en nuestra mano.

Yo, que soy el primero a la hora de defender el derecho de privacidad y la dualidad artista-obra – pues no pienso que una obra deba de ser tratada de forma diferente por el mero hecho de discernir con respecto a las creencias o motivaciones de su autor, por poco éticas que estas sean -, quiero levantar mi voz para realizar una necesaria diferenciación entre lo ocurrido y mi visión personal (que sé de buena mano que coincide con la de muchos de vosotros). El tema del que nos toca hablar hoy trasciende de cualquier tipo de polémica, dejando un lugar prácticamente inexistente para la subjetividad y la interpretación. Una comunidad puede apoyar, pero nunca encubrir a individuos por sus logros personales. Es necesario revelar sus nombres y apellidos, denunciar, apoyar a las víctimas cuando sea necesario (spoiler: siempre lo es) y aprender a decir basta, pues solo así podremos conseguir la visibilidad que nos merecemos. Ahora más que nunca, luchemos contra esta clase de abusos, y alegrémonos con cada uno de ellos que salga a la luz, pues, lejos de ser una derrota, son siempre una excelente oportunidad para reivindicar nuestros derechos, para reconocer la deshonrosa labor de la clase baja trabajadora y, por supuesto, para empezar de cero.