El sentimiento trágico

La intención de explicar un mundo fuera de nuestra comprensión lleno de peligros y bárbaros. Las trabas para crear un asentamiento capaz de llegar a ser un hogar para estos peregrinos. Los viajes. La sangre de la tragedia y los ancianos de tu pueblo, cansados de los años en el que andar detrás de una caravana era el día a día, replicando la cultura y religión de un mundo lleno de hidromiel y hachas. Todo esto forma parte de los tropos comunes de los mitos y The Banner Saga tiene todo esto mas se le adhiere un matiz importante en nuestros días; los dioses han muerto. Pocas experiencias más frescas y trágicas he encontrado en los viajes que nos plantean los videojuegos que en aquellos momentos donde, luego de caminar días enteros observando un paisaje que me hacía sentir diminuto a pesar de tener a quinientas personas detrás de mí, la cámara se acercaba de súbito y la caravana se encontraba con aquellas rocas en honor a los dioses. Rocas gigantes, llenas de grabados y simbolismos con una cultura pasada. Rocas que hoy, mientras avanzas con la caravana, no recuerdan sino a aquellas palabras de otro personaje mitológico más mainstream «padre, ¿por qué me has abandonado?».

La relación que tiene The Banner Saga con los tomos llenos de polvo de La Odisea o Las Argonáuticas es casi evidente. La obra se posiciona en estas culturas para dar un vuelco a sus viajes. Esta no es una obra que quiera replicar la cultura y mucho menos se fundamenta en explicar una mitología. A los viajes de Odiseo siempre con el don de los dioses detrás para odiarlo o amarlo se le hizo esperar dos mil quinientos años para tener una respuesta de parte de sus bárbaros y temibles compañeros; aquí no hay héroes ni dioses. Los héroes existen en virtud de los dioses con que se relacionan. Los dioses han muerto. Los héroes no existen. Sólo hay un entramado de guerreros y guerreras a quienes les ha caído en las manos un hacha, un báculo o un arco y hacen todo lo que pueden para sobrevivir y proteger su clan. Una amalgama de cuerpos sintientes que no buscan otra cosa más que sobrevivir.

Pinjed – Requiem aeternam abre su análisis sobre la segunda entrega con un paralelismo que congela porque trae hasta nosotros la tragedia del mundo helado. Dicho paralelismo también nos dice una perogrullada que a veces se nos pasa por alto; The Banner Saga es una obra del siglo XXI. El texto tiene entre manos una tesis bastante profunda. Entre su inicio y el afirmar que nuestro interés a un mundo anterior no es sino nostalgia hacia nosotros mismos hay un paso. El mundo nórdico existente en The Banner Saga es tan sólo una pantalla verde que tiene detrás nuestro mundo y funciona como metáfora de quienes somos. Sólo puede funcionar así porque la historia de la obra va precisamente hacia nosotros y nos escupe constantemente una sensación del mundo que hace voltear con sorpresa al vitalista más conocido y a los existencialistas más vituperados y amados por igual. La base de The Banner Saga es simple: los dioses han muerto.

Es conocida hasta el cansancio aquella página de la Gaya Ciencia donde el loco se lamenta de haber asesinado con sus contemporáneos a todo lo sagrado. Las explicaciones sobre qué significa la muerte de dios son tópicos en las calles y las aulas. A día de hoy todavía no logro comprender racionalmente ni abarcar aquella idea según la cual hemos asesinado a dios. Jugando a The Banner Saga fui un poco más allá; no es una idea racionalmente abarcable, es un sentimiento. Para ser más exactos es el sentimiento trágico de la inseguridad y a la vez la libertad de la misma. Nietzsche es un vitalista, su filosofía es sobre la vida, la fuerza y la acción, razón por la cual los lamentos del loco son una mezcla de felicidad y dolor. El amor al sentimiento trágico que viene por saberse libre de los designios de un dios mayor y la posibilidad de llegar a ser ese dios es lo que me hace sentir en dicha página como si más que una condena fuese una bendición para el loco. Para Nietzsche algo claro es que eran ambas. El loco luego de incomodar se resguarda en las tumbas y monumentos de dios para entonar su Requiem aeternam Deo – descanso eterno a Dios -, en 2006 Malevolentia toca esta entonación en el único género musical en que podría ser tocada en nuestro siglo, Death Metal.

En este momento ya se habrá logrado ver una constancia de qué culturas bebe este videojuego. Todos son ideas que a día de hoy fundamentan una estética hipermasculina y a su vez punta de lanza de algunas ideologías para cierta especie de supremacía. Pero nada más alejado de lo que quiero mostrar. El mismo Nietzsche en sus cartas tacha a estos antisemitas por tener el atrevimiento de tener en su boca el nombre de Zaratustra y siente asco por ellos. La muerte de dios no puede ser el fundamento para una supremacía de mejores contra peores y pocos sentimientos de unidad son más potentes que aquellos en que ves la caravana diminuta a lo lejos. Javier Alemán criticaba en su análisis a la primera entrega el no tener la opción de aumentar la velocidad en los viajes (aunque hace cierta concesión narrativa), pero creo que es una decisión que asienta dicho sentimiento. El enfoque y sus movimientos nos habla. Somos pequeños pero juntos abarcamos todo, incluso cuando llegamos a las piedras de los dioses es tanto una muestra de su inmensidad como de intensificar los verbos en el plano. Las piedras solamente están allí, nosotros nos movemos. Para la primera entrega el sentimiento trágico por la muerte de dios se cimienta en la condena, no hay más a donde ir. Luego, en la segunda entrega, nos encontramos con el loco poeta Aleo que contempla con entusiasmo la historia sobre los dioses y canta sobre ellos, al punto de sentirse mal si, como los ateos de la Gaya Ciencia, ignoramos su sentimiento trágico por ver a tales colosos caer. Una vez más, estamos juntos en esto y cómo tratamos a Aleo solamente nos dice qué tanto queremos involucrarnos emocionalmente en la unión de la caravana. Pero siempre terminaremos allí, sintiendo, más o menos, lo que ella.

No podría explicar a Nietzsche ni afirmar que lo comprendo, pero tampoco soy un pedagogo y esto no va sobre el argumento sino sobre el sentimiento. Quizás no pueda enseñar ni me tomaría el atrevimiento de intentarlo pero podría describir con pinceladas un sentimiento trágico que yo tuve jugando y quizás algún loco de otra parte del mundo a quien le llegue este texto se vea reflejado en mi descripción. La moral es una rama de la filosofía muy importante, en el siglo pasado una serie de franceses hablaban entre otras cosas de no ser un formalista de la moral. Llegar a una decisión como si fuese un ejemplo de la moral es una situación común en los videojuegos, todo es rojo, azul, gris o blanco. El bien y el mal está delimitado y decidimos ser unos majaras o un superhéroe. A The Banner Saga no le interesa darnos una enseñanza moral más que el dolor, más que el no ser formalistas, más que encarnar el sentimiento trágico y la desolación. Hay una frase conocida a este respecto, «si Dios no existe nada está prohibido», refunfuña algún Karamazov. El absurdo tan leído por la pandemia le responde: «que nada esté prohibido no significa que todo esté permitido».

En los juegos en que tengo decisiones morales -a mí que no me gusta escoger nada- me dedico a ir a la vez entre ambos bandos, entre ser el bien y el mal. La obra en cuestión no fue una excepción, pero el golpe que sentí al ver la coherencia que existía entre mis acciones que vacilaban entre el bien y el mal y la existencia peor o menos peor de la caravana es de esos puños en la cara de los que aún no me he recuperado. El sentimiento trágico tiene su comparación psicológica con el síndrome de Stendal, pero a diferencia de paralizar por la belleza de una obra nos hace caer en la reflexión agobiante por la inconmensurabilidad de las culturas en busca de supervivencia. Al final siempre tenemos la opción de aceptar a los Dredge como unos de los nuestros.

Sobre el RPG mesurado

A día de hoy el RPG es un género al que no le faltan horas. Noventa son aproximadamente las que tienes que dedicar para pasarte la saga The Witcher y sólo si te dedicas a la historia. Soy un detractor de los pozos de horas porque es difícil que no caigan en la repetición vacía ni en aburrirme. Me abrumo con facilidad. Al RPG de hoy le falta algo que todos deberíamos apreciar un poco más. La mesura está profundamente relacionada con la justa medida y la compostura. No logro terminar The Witcher porque su expansión ya me ha cansado, es un agotamiento que surge tanto de mi como del mismo título y se encuentra entre ambos. La mesura hoy se relaciona también con la asepsia y una cierta pureza naif. Es necesario ir más atrás, al punto más claro y simple de la mesura; no explotar. No me interesa la asepsia ni el mundo blanco y tranquilo de la mesura ingenua. La busco en la justa medida de sí mismo, en este caso, de la obra. La mesura también se encuentra en el sufrimiento.

The Banner Saga es una obra mesurada, con su expansión conforme a si misma sin abrumar, además de la misma historia que nos obliga a también ser mesurados. Explotar, perder los cabales, romperse significa tanto la fragilidad psicológica de Rook o Alette como la perdida de la caravana y por lo tanto de la partida.

La mesura es un arma de doble filo porque sin un trato consciente fácilmente puede caer en la asepsia y la falta de emoción. No me refiero a que una obra tenga que ser corta sino a que no abrume al jugador con su velocidad, situación que no tiene nada que ver con aquellos que puedan criticar con que eso no es ser un hardcore gamer – como si me interesase serlo -. Una obra que amamos pero peca de desmesura es FFVII donde luego de terminar con Midgar hay un montón de puntos en el mapa que nos prometen espacios tan amplios como el inicio, pero no puede cumplir su promesa. Comprendo que algunos jugadores estén atraídos por la expansión de Midgar, pero es algo que a mí me echa y es simplemente eso lo que quiero decir; me gustan más las obras condensadas que aquel mundo gigante con miles de objetos que sólo representan numeritos.

Para explicar que la desmesura no tiene que ver necesariamente con la duración del título me veo tentado a poner de ejemplo al maravilloso Nuclear Throne. Esta es una condición de la que también pocos Rogue-likes saben ejercer a su favor. Nuclear Throne es un juego inmenso, que fácilmente puede darte la misma duración que un JRPG pero que no cae en abrumar al jugador. Su base está en la repetición, en ser consciente de cada mecánica, espacio y variable, donde a pesar de ser muchas el jugador no está abrumado porque poco a poco abre su mundo. Poco a poco te vas haciendo a las mecánicas y la repetición forma parte integral del juego – ejemplo de esto son los loops -. La mesura radica en que cada abertura nueva a su mundo se nos ofrece porque sabemos a profundidad lo que hasta ahora tenemos y cada muerte no es más que un intentar de nuevo muy rápido. La explosión en un mundo es fácil de ejemplificar – el mundo post-Midgar, las misiones secundarias de The Witcher, las opciones mecánicas en Deus Ex – y Nuclear Throne no explota en ningún momento gracias a un diseño inteligente que te hace pensar a profundidad cada movimiento. The Banner Saga tampoco explota en sí mismo.

La mesura importa en nuestros días cuando la velocidad del mismo mundo es agobiante, cuando cada día te despiertas con una lista de labores diarias que desde el vamos se saben imposibles de completar, desde que cada día salen más videojuegos que todos los que se podrían probar en una vida. La mesura en una obra es un golpe en la mesa respecto a la desmesura implícita del medio y el mundo. La mesura es la tranquilidad, el silencio, el tomarse una taza de té o café en la mañana por el placer mismo de sentarse a hacerlo. Los verbos en nuestra vida son quizás de las palabras que más importan. Nuestras acciones desarrollan en el cuerpo un ser cambiante pero a cada segundo concreto. La mesura no es la negación al verbo o un llamado a la irreflexión y al vacío. Es, en términos generales, uno de los verbos más importantes que nos quedan, siendo este el pensar.

La violencia en la mesura es cierto grito mudo. Cuando todo está perdido y lo único que queda por hacer es un movimiento cardinal en aquel mundo donde no cae el sol, encontramos que la fuerza motora no se encuentra en la fe o en la oración sino en la pura inercia que nos queda por la fuerza del dolor. La mesura y el sentimiento trágico tienen su punto de encuentro después de cada lucha. La violencia en The Banner Saga no está relacionada, como es la mayoría de casos a día de hoy, con el morbo y el fetiche por la sangre. La violencia, si se me permite la repetición, es el grito mudo del dolor que asienta a la incertidumbre. ¿”Por qué estamos abandonados”? La violencia en estos espacios de simulación virtual, cuando está mediada por el pensar, es el detonante para incomodar al espectador gracias a la exposición de la crudeza real, aquella crudeza que existe no en el golpe sino en el dolor después del golpe.

Con esto no quiero decir que las obras desmesuradas están mal. Son obras válidas y a quien le gusten adelante. Las personas de acción siempre han existido en la sociedad y siempre existirán en ella. En lo personal necesito más contención y siento que aquella práctica hace daño a la industria. Cuando se cree que la expansión vacía remplaza a la calidad de una obra tranquila y profunda tan sólo caemos otra vez en el consumo desmesurado del vino – que yo el primero en caer aquí -. A veces necesitamos obras mesuradas y concretas, y a quien le gusten The Banner Saga tiene su doloroso hueco allí.