Contra el cliché de la crítica y el análisis cultural

Estamos ya en pleno verano. Parece que las vacaciones y la desconexión total llegan más tarde para algunos, o no llegan nunca. Por mi parte sí que dispongo de algo más de tiempo libre, lo que me ha llevado a conversaciones más amplias con conocidos y familiares en las que, por desgracia, ha salido el tema de la adicción a los videojuegos (tras dispersas noticias escasamente informativas, reproducidas en televisión). He sido jugador desde mi infancia, al igual que consumo otros productos culturales de diversa índole y, a día de hoy, intento aportar un toque crítico al entorno multimedia en el que vivimos. Por ello, estos temas me rechinan demasiado y no puedo evitar alzarme en defensa del medio. He podido comprobar cómo, en estos días, mis compañeros de HyperHype han filosofado sobre diversos aspectos del medio videolúdico, profundizando en cuestiones como la culpabilidad o su uso terapéutico. Es por eso que he optado por cerrar la semana con una reflexión sobre el videojuego como obra introspectiva y meditabunda, capaz de ampliar nuestro conocimiento del mundo en diferentes aspectos y hacernos más sabios, por decirlo de alguna forma.

The Red Strings ClubPoca sorpresa hay en el hecho de que la industria del videojuego esté estigmatizada aún en 2019. Cada poco tiempo vemos a alguien relacionado de una forma u otra con la industria que se convierte en noticia, lo que se traduce inmediatamente en una mala imagen. A los jóvenes y millennials en general, se nos trata como esclavos de lo tecnológico, dando por hecho que todos estamos en un riesgo constante de desligarnos de los valores tradicionales de la humanidad (sí, he escuchado esta frase como argumento). Hablar con un público poco familiarizado con los videojuegos sobre su condición de producto cultural o elemento reflexivo nos va a encasillar casi instantáneamente como millennials desde la perspectiva más negativa posible, prácticamente destructores de la civilización, enganchados a los “jueguecitos”, sin trabajo y con ninguna perspectiva de futuro. Cuando alguien empieza a argumentar con un “los jóvenes de hoy en día” no suele acabar bien. Por si fuera poco, etiquetar al videojuego como algo para niños descoloca completamente a todos los adultos, en muchas ocasiones de más de cuarenta y cincuenta años, que han vivido la historia de la industria, siendo jugadores desde siempre.

Por decirlo de otra forma, el medio que nosotros, los jugadores, periodistas y desarrolladores tenemos en tan alta estima y consideramos tan importante para el desarrollo cultural, suele situarse en un nivel sobradamente inferior a otro tipo de producción humana de corte artístico para el resto de usuarios (con excepciones, claro está). Se reduce la experiencia jugable a un mero entretenimiento, sin presencia alguna de una profundidad filosófica, reflexiva o puramente expresiva. Esto es prominentemente negativo y afecta directamente a la percepción internacional de la industria, que la deja en un segundo plano de interés pese a su innegable crecimiento, lo cual puede repercutir en un insuficiente cuidado de su funcionamiento. Sin ir más lejos, en España no ha sido hasta estos últimos años que se está comenzando a tener en cuenta a los desarrolladores y estudios como una parte importante del panorama global con ciertas ayudas que, aún así, no permiten todavía la construcción de una industria sólida.

Acostumbrado a leer sobre videojuegos en la prensa especializada, pero también en libros analíticos y ensayísticos, de corte académico, me he visto obligado a explicar en varias ocasiones que lo que estoy consumiendo es un estudio sesudo, denso y profundo sobre una obra cultural, no un relato vacío de contenido sobre “jueguecitos”. Se me ocurren multitud de autores que dedican su tiempo a escribir sobre el medio, como pueden ser Alberto Venegas o Eva Cid, que aportan su granito de arena a conformar un ambiente estudioso sobre las obras culturales videolúdicas, al igual que existe en el cine o la literatura. ¿Por qué podemos analizar una obra cinematográfica desde diferentes puntos de vista, pero se ridiculiza cuando lo hacemos sobre un videojuego? Por si fuera poco, investigar, filosofar y analizar productos culturales aporta erudición y conocimiento a la comunidad académica, pudiendo construir proyectos de fin de carrera e incluso doctorados en torno a la investigación cultural.

He tenido la suerte de disfrutar con libros que han cambiado mi vida, con cine que considero grandioso y reflexivo, pero también con videojuegos que me han hecho pensar y replantearme muchas cosas. The Talos Principle me tuvo meses dándole vueltas a varios conceptos filosóficos como si de una lectura sobre ontología se tratase, siendo, sorprendentemente, un videojuego de puzles. The Red Strings Club, como otros títulos que abordan de cierta manera el género cyberpunk, también ha conseguido que me replantee cuestiones que no tenía en cuenta hasta entonces. Por otra parte, This War of Mine se colocó entre mis obras favoritas por su representación de la guerra desde una perspectiva de desglorificación absoluta, frente a la epicidad comercial a la que estamos acostumbrados. No le veo sentido a no intentar edificar estudios complejos en torno a estas  reflexiones.

Ampliar contenidos nunca puede ser algo negativo. Quizás, sería una buena solución fomentar la lectura de este tipo de textos, frente a toda la masa que acusa a los videojuegos de fomentar el abandono escolar, cuando, con una buena gestión de los productos de consumo por parte de los padres no deberían producirse situaciones de este estilo. Jugar a un videojuego de la talla de Final Fantasy, para luego complementar la experiencia con detalles sobre la creación, las referencias, el aspecto humano y todo lo que ha supuesto la obra es una buena forma de no reducirlo todo a un mero entretenimiento. Esto puede aplicarse para los que están creciendo ahora jugando a videojuegos, al igual que para los adultos que poco o nada conocen de la industria y que tienen una impresión negativa de la misma.