Veinte años de un viaje eterno

Año arriba, año abajo (concretamente, tres abajo), soy casi tan viejo como mi juego favorito. Es un dato importante, porque si bien, por cuestiones obvias, no pude acceder a él en su lanzamiento oficial, impidiéndome ahora presumir de haber disfrutado y debidamente comentado la propuesta en las semanas posteriores a su estreno europeo en 2002, sí que es un juego que definitivamente me ha acompañado durante prácticamente toda mi vida. Mi primera experiencia con un RPG por turnos, mi primera vara de medir; ese click que convierte a un jugador ocasional en un amante del medio. Una forma brillante de comenzar a madurar, tanto cultural como personalmente. Mi primer Final Fantasy.

Mierda, nos hacemos mayores.

Ilustración realizada por el director de arte Yusuke Naora por el vigésimo aniversario del juego.

Afortunadamente, guardo un grandísimo recuerdo de Final Fantasy X, y, afortunadamente, no creo que nada del mundo pueda cambiar eso. Al fin y al cabo, ni tan siquiera lo consiguió el controvertido Final Fantasy X-2 (una secuela que personalmente, reconozco, hateo más por adherirme a la opinión popular que por ofensa propia; siempre tuvo poco valor a mis ojos). Lo veo como algo lógico, y encuentro en ello la misma racionalidad que utilizo para evitar los debates que surgen cuando se me pregunta por mi Final Fantasy favorito. Porque un juego no deja de ser un producto capaz de ofrecer una experiencia personal, condicionada por una situación única y por un marco geográfico y temporal particular. Tal y como escribí hace no demasiado acerca de The Witcher 3: Wild Hunt, dudo mucho que cualquiera de vosotros disfrute de una obra como la que protagoniza este artículo tanto o de una forma tan intensa como yo lo hiciese (y lo sigo haciendo), pero está bien que así sea. Con sus fantásticos diseños de personajes, con sus emotivos giros de guion, Final Fantasy X dio lugar a una experiencia que siento como mía. Ahora forma parte de mí.

Nada de ello niega que, por muchos motivos, fuese un título importante, y a varios niveles. Dirigido por Yoshinori Kitase, absoluto referente y padre de varias generaciones de joyas del JRPG, Final Fantasy X cerró con un broche de oro una época absolutamente mágica para la franquicia; cuatro años [desde el 1997 hasta el 2001] que acogieron los cuatro títulos mejor valorados de la saga, con permiso de Final Fantasy VI. Lo hizo con méritos propios: rompiendo con la conseguida y más que estudiada identidad visual de las tres entregas anteriores, presentando detalladísimos entornos tridimensionales, y poniendo el sistema de combate patas arriba en pro de hacer gala de un enfoque algo más estratégico, pero también incluyendo nuevas mecánicas a la fórmula (muchos recordaréis aquellos quizás demasiado largos puzles de las salas de los eones, las intensas carreras a lomos de chocobos o los complejísimos partidos de blitzball) y atreviéndose a realizar fuertes críticas a la religión y al progreso tecnológico, entre otras materias.

Aún así, al final del día nada de eso importaba, o mejor dicho, nada parecía importar. Porque, con una base extremadamente sólida en lo narrativo, en lo jugable y en lo visual, Final Fantasy X se podía permitir destacar e incluso optar a ser muy memorable en frentes en los que pocas obras de la época podían competir, y regalar al jugador momentos que, independientemente de todo lo demás, permanecerían en su recuerdo por mucho, mucho tiempo. Siempre recordaré esa secuencia de introducción imposible de saltar, y es que su tema principal (concretamente, Zanarkand, del maestro Uematsu) tenía que ser escuchado religiosamente cada vez que se iniciaba el juego, junto a las melancólicas secuencias mostradas en pantalla; unas que iban ganando peso, sentido y nostalgia conforme uno se acercaba a la conclusión del periplo. Siempre recordaré cómo al enfrentarme a cierto jefe (Efrey) tuve que llevarle desesperado mi partida a un amigo para que me ayudase a superar la fase. Siempre recordaré cómo tuve que reiniciar mi partida hasta en cuatro ocasiones porque ni siquiera sabía moverme adecuadamente por su inicialmente confuso tablero de esferas (en otras palabras, ni siquiera entendía del todo bien la progresión). Incluso, una vez, recuerdo haber llorado como una magdalena poco después de haber sustituido mi partida de 40 horas de la Memory Card de PlayStation 2 por otro dato de guardado. Tampoco es que estuviese muy preocupado a las pocas horas: creedme que esa partida la hubiese repetido las veces que hubiese hecho falta. Y con una sonrisa en la cara.

Que en HyperHype aún no tengamos ningún tributo publicado – ni prácticamente ningún tipo de cobertura – sobre Final Fantasy X aún siendo el juego de mi infancia vida no es casualidad. No me veo preparado, ni creo que nunca vaya a estarlo, para hacer justicia a aquella aventura que tanto me enseñó, y que tanto empeño puso para convertirme en el hombre que soy a día de hoy. Pero no lo veo como algo malo, como una carencia a subsanar. Hay obras que, creo, son demasiado personales, incluso para los periodistas que constantemente compartimos nuestras vivencias con el mundo videolúdico. Hay obras que es mejor que permanezcan en el recuerdo.