Pluralidad narrativa, identidad colectiva y tiempos jerarquizados

A fuerza de girar sobre sí mismo, el tiempo se quiebra y se para: será el advenimiento de la simultaneidad.Tzvetan Todorov, en Macondo en París (1978)

Dos focos narrativos parecen iluminar la textura narrativa de Kentucky: Route Zero. Por un lado, el tremendo trabajo de auto-taxidermia en que consisten todas las sinopsis que Cardboard Computer ha dado de su propia obra: Realismo Mágico, y como principal fuente de inspiración, Cien Años de Soledad. Por el otro, la célebre antilinealidad que vertebra sus capítulos e interludios, y que los ata en una argamasa tan confusa como compleja de acontecimientos y bucles. Si queremos seguir hablando en términos literarios (pues este es el principal espíritu de lo transmedia en KRZ), esta segunda pauta podría enmarcarse dentro de una especie de Realismo mágico temprano, uno en el que no están presentes todas las características canónicas del primero, pero que trazó con firmeza la senda que habría de recorrer y desarrollar. En este caso, Pedro Páramo es otro de los espejos en que constantemente se observa y se reconoce KRZ. Es casi natural que estas dos bestias de la literatura hispanoamericana hayan sido, en cierta forma, precursoras de lo que haría Kentucky, medio siglo después. Ambas son formas literarias tremendamente lúdicas, textos de tomar lápiz y marcador, de enlazar mental y gráficamente los distintos rincones en que las historias, los personajes y los espacios hacen corto circuito. Textos que se leen con todo el cuerpo. Al leerlos, parece que estamos frente a sistemas literarios, densos dispositivos textuales que para ser leídos, auténticamente decodificados, deben pensarse fuera del espectro que va, siempre, de izquierda a derecha y de arriba a abajo. Leer estos libros implica subir, bajar, cruzar y entrecruzar, volver sobre lo leído y ojear lo que todavía no. Si buscamos una técnica narrativa análoga en el videojuego, pienso en eso que Hugo Gris, en su texto sobre A Hand with Many Fingers, denominó las liturgias de acercamiento al videojuego, esto es, una manera performativa y hápticamente distinta de cartografiar las letras en un texto. Un juego construido a ambos lados de la pantalla, el cómo se juega a lo que se juega.

En su afán por diluir los límites, por demostrar que se ha hecho bien poco y que no hemos visto nada, Kentucky: Route Zero reconfigura estas liturgias hasta volverlas una parte más de su entramado estético, hasta hibridar con maestría lo que sucede adentro y lo que sucede afuera. Desde el extraño modo multijugador, presente en las opciones del juego, hasta la capacidad de rastrear entre los archivos el rastro de los personajes a través de la trama. Al que quiera ir lejos, puede hacer como Hugo, que marca a un número que existe dentro del juego con un teléfono real. Que no falte, desde luego, la tertulia entre amigas y compañeras sobre lo que este juego significó para cada una, sesiones de intertextualidad en las que se actualizan referencias, se comparten emociones y se cristalizan los recuerdos. Y en ese proceso combinatorio, el juego acaba por borrar sus propias etiquetas: “¿estamos dentro o estamos fuera?“, pregunta Conway en el segundo capítulo. La respuesta no nos la ofrece el menú de oraciones: no hay dentro ni fuera, ni abajo ni arriba, y no hay antes ni hay después. Aquí, nada es del tiempo ni del espacio, sino de otra cosa. Kentucky: Route Zero es un videojuego literario, por eso no es un libro ni un videojuego. Cuando me preguntan qué es Kentucky: Route Zero, se me ocurre que no hemos inventado palabra alguna para definirlo. Y se me ocurre que ni es necesario. Ahí, desde su indefinición, desde su resistencia al análisis, es donde se esconde y se exhibe toda su magia.

Que es un videojuego literario, lo notamos desde la primera decisión: elegir el nombre del perrito con sombrero que se arrastra junto a nosotras. En Este Mar Narrativo, José Balza escribe sobre cómo la ambigüedad en el nombre del Ingenioso Hidalgo, y su posterior elección de un título propio, es un claro indicador de la metaficción que tiñe a Don Quijote de La Mancha. Porque al nombrarse a sí mismo, a su caballo (Rocinante) y a su amada (Dulcinea del Toboso) ya ofrece una interpretación y una sobreescritura de la realidad, una que no puede ejecutar en sus lecturas de caballería, pero sí sobre su propia vida y su mundo. Don Quijote es, al mismo tiempo, personaje y autor. De la misma manera en que nombrar a Blue (o a Homer) (o al Perro que sólo es un perro) es incidir en la realidad del relato de Kentucky Route Zero. E igual que con nuestro acompañante canino, el espectro de las decisiones de la jugadora a través de la Zero se reduce a ser eso, a nombrar: una interpretación y una posición frente a la realidad, sea emocional, intelectual, política o ideológica. En palabras de Balza: “Esos tres nombres recién decisiones y asumen cargas propias en la historia: pero igualmente se superponen, se aproximan o se identifican or momentos. Son puntos cambiantes de una serie: y la serie no puede existir sin ellos, aunque no la determinen“. Desde luego, también podría nombrarse de quijotesca la relación entre Conway y el Perro, o la propia misión de Conway de partir, a bordo de su camión, hacia una ruta indefinida y probablemente inexistente. Balza también se refiere al punto por el que Don Quijote escapa como sugerente: la puerta falsa de un corral. Según él, se trata de la puerta de: “el reino de la ficción”. ¿No es la cueva detrás del granero (por la que Conway y Shannon entran a la Zero) reminiscente de esta puerta oculta en el corral?

La morfología de los diálogos también resulta Quijotesca, porque, volviendo a Balza: “así los humildes y resbaladizos signos de puntuación pueden responder por lo corpóreo de un estilo“. Esta oración, que alude a un pasaje del segundo capítulo, halla una sublimación en Kentucky, del carácter que solo la tipografía digital podía ofrecerle a la narrativa. En efecto, puntuación y tipografía bailan una silenciosa danza, que repercute desde su nivel caligráfico en la capa semántica de los diálogos y descripciones. Dado el carácter experimental de la obra, hay un momento en que una se pregunta si ese cursor, esa ancla que conecta al videojuego con su otra etiqueta (el point and click), representa un signo de puntuación completamente nuevo, una mano simbólica que selecciona un texto abierto y en plena autopsia para (re)construir su sintaxis y, por ende, su significación final. Todo esto, como en el Quijote, se encuentra presente desde el primer acto del primer capítulo del juego. Ya desde ahí, el texto sólo crecerá y ramificará sus propias semillas, nutriéndolas de diferentes contextos e identidades para alterar su forma.

Llegadas a este punto, tenemos una nébula de conceptos, pertenecientes a la teoría literaria y videolúdica, que oscilan sobre la atmósfera de Kentucky, encajados aquí y allá sobre el núcleo y los nódulos de la obra. Intertextualidad, hipertextualidad, transtextualidad, metatextualidad, metafísica, poética contra prosa, ideología, cronología, espaciotiempo, circularidad, linealidad, simultaneidad. ¿Cómo hacer que todos estos cohabiten y se compacten en una sola obra? ¿Cómo escribirle un texto crítico a dicha obra? Es una de las preguntas que, desde que abrí el menú de selección de capítulos, ese giroscopio de interludios y actos, me taladra el cerebro. Hace poco, en una librería oculta del mundo, y en un estante oculto de esa misma librería, encontré una oración que se parecía a una respuesta. Se trata de Texto Crítico, una revista del Centro de Investigaciones Lingüístico-Literarias, de la Universidad de Veracruz. El tercer artículo, Macondo en París, lo firma Tzvetan Todorov (filósofo del lenguaje, crítico literario y antropólogo). En la página 41, en el corazón del tercer párrafo: “La pluralización del sujeto hace imposible la linealidad, ya que obliga a contar simultáneamente muchas historias“. Si hay algo que destaque por encima de todas las acrobacias narrativas de Kentucky: Route Zero, es esa artesanía de lo que llamaré trans-subjetividad. La capacidad de brincar, hermanar y fusionar una subjetividad con otra. ¿Cuántas mecánicas existen dentro del juego que barren las fronteras entre una identidad y otra? Cuando el globo de diálogo de un personaje se refiere, en realidad, a lo que dice la otra; cuando la perspectiva ocular y la perspectiva textual se dislocan para hablarnos de lo que vio alguien y lo que habló la otra; cuando directamente no hay indicaciones acerca de quién tiene la palabra, cuando no hay ninguna otra porque lo somos todas. La otra, la otra, siempre aquella otra. La otredad como ontología, la otredad como trama, No es intersubjetividad porque no se trata de una coexistencia limitada en el espacio-tiempo entre seres, sino de la sublimación de esos seres en una misma existencia, en un mismo ser. La trans-subjetividad es videolúdica y solo puede escribirse en un videojuego; la pluralización del sujeto, de Todorov, es literaria. Sin embargo, la segunda funciona como la semilla de la otra, como su reflejo transmediático e histórico. En Kentucky Route Zero, la metamorfosis, el arco, es el de individuos que se transforman en grupos, en la colectividad inevitable de su existencia social y emocional.

Si entendemos que los seres que recorren la Z e r o  no son individuos sino partículas de un espejo colectivo, podemos empezar a preguntarnos el medio en el que esos seres se mueven, o sea, qué significa la zero, por qué su estructura es la estructura del círculo. Lo que pasa es que la articulación cronológica de este videojuego no obedece a la jerarquía existencial que ahora es hegemónica en Occidente: hasta arriba, en el trono de la cronocracia, el futuro, siempre joven y siempre excitante, el futuro que nos mentimos diciendo que será mejor, el futuro como paraíso entre las nubes; en medio, cual eje vertebrador, el presente en el que no nos sentimos nunca, el momento que nos estorba en nuestro caminos hacia adelante; y hasta abajo, en el suelo o el inframundo de los relojes y los calendarios, un pasado maquillado con la estética de la nostalgia, pero inútil y menospreciado en la práctica de la vida diaria. Si usamos el radioscopio del formalismo, la estructura temporal de Kentucky nos revela su ideología: el anarquismo cronológico; somos todos nuestros momentos a la vez, y todos nuestros momentos valen exactamente lo mismo. Visto así, es lógico que esas ramitas minificcionales distribuidas por el mapa de Kentucky ya nos cuenten el final de, por ejemplo, la vida de Conway (el momento de soledad en el museo del mamut, en el que encuentra en un libro la fotografía de eso en lo que acabará convertido: un esclavo alcohólico de la industria energética). La simultaneidad de Kentucky no es un mero capricho estético y performático, es un argumento central en su historia.

Para acabar de trenzar estas dos vertientes, podemos hechar mano de una rama teórica que todavía, creo, no existe, pero que resultaría tremendamente útil: la ficción comparada. Ubicar Cien Años de Soledad y Pedro Páramo junto a Kentucky: Route Zero, e identificar sistemáticamente sus diferencias que almacenan, en sí mismas, semejanzas.  Por ejemplo, podemos dar cuenta de cómo estas tres obras utilizan de forma distinta, en pos de sus propios intereses estéticos e ideológicos, la deconstrucción de los tiempos narrativos. Volviendo a su artículo, Todorov se refiere a la anatomía del relato de Macondo en términos de una “progresiva inmovilización del tiempo, producida por las repeticiones“. Luego, cita un fragmento de la novela para ejemplificar esta tesis: “Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre era lunes (…). También el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía, por tanto, astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada”. Es entonces que la arbórea genealogía de las Buendía se convierte en un organismo que “estaba dando vueltas en redondo”, en una circunferencia de edades y generaciones. Para el caso de Pedro Páramo, conviene más hablar de siluetas, sombras y ecos; básicamente, de los rastros dejados por la realidad. En este sentido, el tiempo existió tan intensa, tan vivamente en Comala y en sus habitantes, que aun en el presente narrativo del relato, cuando Juan Preciado llega buscando a su padre, el tiempo es lo único que queda de las muertas. Los seres se repiten, entonces, en el engranaje de la eternidad, girando ininterrumpidamente en el mismo pueblo y en la misma tristeza que brota desde los suelos sedientos por la sequía. Condenada Comala a ser siempre la misma. En Macondo es, entonces, la continuación de los seres en otros seres, en sus descendientes; en Comala, es la sombra de los seres impregnada en el espacio, indeleble. Dos formas distintas de repetición cronológica. Kentucky: Route Zero es  otra cosa. No es una repetición de los tiempos, sino su reimaginación. Tomar la nostalgia de sus personajes y modelarla como si fuese arcilla, darle forma a su pasado. La diferencia es importante, porque se desmarca de la agencia lúdica pasiva presente en la literatura, y abraza la agencia activa, la ontología del videojuego.

El pasaje del desayuno, entre Conway y Lissette, es una muestra perfecta de esta anarquía cronológica y de esta trans-subjetividad. Sabemos que se trata de un pasado compartido por dos personas, porque ese momento ya ha sido referido previamente en el juego (a través de pensamientos y de diálogos del propio Conway); se trata de un presente porque en el momento de jugarlo, en el momento de sentirlo, ocurre y toma su forma frente a nosotros; sabemos que es un futuro, porque visto globalmente, es una de tantas piezas que son la nostalgia de Conway, porque al pensar en qué le respondemos a Lysette, pensamos en que vamos a recordar este presente, en algún año, en algún camino lejos de aquí. La pieza final de mi propuesta de trans-subjetividad, es que el acto mismo de jugar es inherentemente trans-subjetivo, puesto que traducir nuestra voluntad en forma de ideas, palabras y sentimientos hacia el lenguaje poético de Conway, de Shannon y Ezra, mezclamos dos vidas en una forma completamente nueva: el colectivo, su triunfo sobre el individuo.

Aquí aparece la poética, pues esta también contamina la morfología del texto en Kentucky. Más allá de los diálogos filosóficos, de las descripciones oníricas, anti-románticas, del paisaje, reside la idea de que el texto borra la mano que lo escribe. No hay personajes ni personas. Todo lo que queda es la lectora y su texto. En este texto que es Kentucky se reconocerán otras manos, otros ojos, otras identidades diferentes. La poesía, desgraciadamente, parece condenada a la sombra de Alphonse de Lamartine, a la repetición de una egoísta exaltación del yo, de ese culto burgués y liberal al servicio de la personalidad y del individuo. La poesía nunca ha sido tan revolucionaria en su forma y su fondo como la prosa. Basta con repasar la historia de las estrellas estéticas en la Unión Soviética o en la República Popular China para enterarnos de que los héroes, las epopeyas y las proezas, son siempre colectivas y noveladas. Por eso mismo, la prosa poética de Kentucky resuelve la tensión entre esos dos géneros y encapsula su síntesis ideológica. La prosa existe en tanto vehículo textual y narrativo, y la poesía como lenguaje prosaico, como idioma subterráneo, continuado y arrítmico, escrito dentro de la prosa. La consonancia de esos dos géneros es la consonancia entre el individuo y el colectivo. En palabras del poeta Chileno, Enrique Lihn, es: “la aspiración […] a restituir lo llamado subjetivo en un espacio objetivo: una persona que cubre un sistema de individuos“.

Para concluir, diré que el nivel de comunicación de Kentucky Route Zero seguirá siendo, por siempre, revolucionario, aunque ya salgan a la luz los herederos, modificadores y expansores de su fórmula. La suya es una textualidad ecosistémica. Como advierte Todorov, en relación a los capítulos de Cien Años de Soledad: “[…] un episodio no es contado verdaderamente de su comienzo a su fin, sino de alguna manera, del centro a la periferia. Por eso se puede jugar en el orden deseado (el propio juego sugiere esta forma de recorrerlo). Kentucky es el juego de los límites, pero también, y sobre todo, de las demostraciones. 

No es ninguna broma ni un atajo retórico decir que este juego es el juego de le década. Porque, contrario al mantra estúpido y cansino de que el videojuego se está muriendo, de que hay que cancelar, de que hay que abolirlo, es la demostración de que apenas está naciendo, de que acaba de entrar al mundo. Aun con sus obstáculos culturales, su intertextualidad y su complejidad poética, es un videojuego en el que pueda jugar quien sea, uno desvestido de lugares comunes e, irónicamente, de repeticiones. Dos cosas hacen falta para jugarlo: tener una computadora y haber tenido, en nuestra vida, alguna tristeza irremediable. Por eso tantas lo han jugado, y por eso tantos juegos se le quieren parecer. Su estructura narrativa, más cercana a un bosque que a un árbol, ya derrama su sombra sobre el paisaje: No Longer Home, Outer Wilds, Disco Elysium, Fatum Betula, Night in the Woods, (anexo textos tremendos de personas hermosas) todas obras maestras, cada una desde su trinchera, empujando los límites con fuerza rebelde. Todas precedidas por Kentucky, por aquella demo de 2013 tan enigmática, tan extranjera en la tierra del videojuego.

Este artículo ha sido, pues, un intercalamiento de dos niveles de análisis literario y videolúdico (la forma y el fondo). En el próximo artículo, sin prometer ninguna fecha, hablaré sobre cómo la categoría estética en que se ha convertido el Realismo Mágico, aquí crece y se hincha hasta resignificarse.