Traduttore, Traditore!

¿Por qué hacen falta las adaptaciones televisivas de Fallout, y The Last of Us? No hace faltan. Se piensa que hacen falta. Se siente que hacen falta. El videojuego sigue gateando entre sus hermanos mayores, ansioso por parecerse a ellos, porque lo demás lo miren a él como se mira a los otros, o como él los mira. En pleno 2020, seguimos rogando por ganarnos un gajo de espacio en el podio de lo público, de lo semanalmente célebre. Aún pensamos que es necesario un acto definitivo para pasarnos al lado de las ficciones serias, de la literatura y el cine, de la pintura y la arquitectura. No nos entra en la cabeza que un juego pueda ser serio por el mero hecho de estar ahí, existiendo, siendo jugable, siendo algo que deja a otros ser. Queremos que la aldea global se entere de nuestra leyenda, de nuestras cosas que nos hacen sentir especiales. Poco importa que el producto sea mediocre, que se malinterprete, o que nazca por la inquietud empresarial de extender los tentáculos del capitalismo hacia otras embarcaciones. Lo que importa es estar ahí, a como de lugar, viéndonos de frente con el milenario cine, con la icónica pantalla chica. Queriendo tener aquello que nunca nos ha hecho falta.

The Witcher es una serie horrible

¿De dónde salen estas declaraciones tan directas, señor redactor de este artículo? La respuesta la tienes literalmente desde el principio. Entre marzo y junio, el tiempo se dilató y le ofreció a dos franquicias cumbre del videojuego la oportunidad de dar el salto. El primero fue The Last of Us, cuyo universo será traducido hacia lo cinematográfico, de la mano de HBO, específicamente por parte de Craig Mazin y Neil Druckmann. Más allá de que el primero haya estado a cargo de una de las mejores series del 2019 (con permiso de Watchmen), cabría preguntarse la clase de tratamiento que pudieran tener los temas, los personajes y el mundo de The Last of Us dentro de la imaginería visual del showrunner de Chernobyl.

Porque The Last of Us, a pesar de sus fallos, merece que lo llamemos videojuego, una narrativa cuyos momentos cumbre apenas fluctúan entre lo interactivo y lo cinematográfico. Los tramos de mayor tensión, la construcción temática y narratológica, su plétora de sensaciones y los puentes tendidos entre juego y jugador, nacen desde lo lúdico, existen en el espacio entre la pantalla y el mando. Recurrir al argumento de que, con el foco puesto en lo audiovisual, la historia ganaría en intensidad y potencia, sería negar que los ingredientes del videojuego basten para contar cualquier historia. Al menos desde el ángulo en que lo estoy viendo, se me antoja como un abandono en la confección narrativa que tanto nos ha costado aceptar y consonar con nuestras nociones de obra perteneciente al noveno reino de la ficción.

¿Estiramiento temático? La segunda parte de The Last of Us parece exprimir todo el jugo que podría exprimirse dentro de una sociedad post-apocalíptica como la que Naughty Dog enhebró. La conclusión en la historia de Ellie parece una huida hacia adelante, una puesta en escena que lo arriesga todo con tal de entregar a bandeja de plata su mensaje (algo similar a la última temporada de Juego de Tronos). Funciona como expansión, como un cincelado enfermizo de las ideas que ya se insinuaban en la primera entrega, y se cincelan, reitero, a través de los mandos. A veces pienso que, si no fuera por la relación ludo-vampírica que florece entre la persona y el personaje, las personas apenas sentirían algo por ese puñado de polígonos, que lloran sus lágrimas de pixel.

Luego, las apuestas suben como la espuma, y alguien dentro de Amazon piensa que es buena idea hacer una serie de televisión sobre el universo de la decadente Fallout, y que es una idea mejor poner a cargo a los directores de la decadente Westworld, en alianza con Todd Howard. En los confines de The Last of Us existe, todavía, un espacio para compartir, dialogar a tiempos iguales con el videojuego, la brecha que se abre y se cierra intermitentemente entre la historia de Ellie y Joel y la de la persona frente a la pantalla. Fallout te regala un lienzo en blanco, un atrezzo sobre el cual, a lo largo de muchas horas, vas a dibujar la imagen de quien quieres ser, de cómo vas a experimentar el Desierto del Mojave, o la Washington arrastrada por el átomo. La historia de Fallout (dentro de los límites ya trazados por la famosa libertad dirigida) es la historia de la persona que ejerce su voluntad sobre el mundo, sobrescribiendo a cada misión, a cada nueva decisión, las presencias, sistemas y estructuras sociales nacientes de la sociedad post-nuclear. Fallout necesita a su jugador para mantener esa aclamada morfología de narración videolúdica; un vínculo parasitario que significa y da sentido a aquel mundo abierto tan detallado, salpicado en cada uno de sus rincones por identidades y formas de vida, fluctuando en un vaivén de diplomacia, pólvora y radiación.

Rolear. Ser dentro de la obra. Hacer que el mundo gire accionando sus engranajes desde los botones y los gatillos. ¿Cómo planteas eso desde una perspectiva filmográfica?

A mi mente viene el ejemplo más fresco en nuestra memoria a mediano plazo. La serie de The Witcher, basada en las obras de Andrzej Sapkowski, que también fungieron como motor primario para una trilogía entera de videojuegos, fue una aberración, un despropósito digno de vergüenza, producto consumido y masticado por el colonialismo cultural estadounidense, y regurgitado en forma de argamasa ficcional pestilente. En general, una falta de respeto a las obras originales, y un ejemplo de que el éxito mediático de cualquier obra dentro de un sector del arte, no le garantiza una traducción exitosa más allá de las fronteras de lo posible. Ya de por sí, la historia de la relación entre videojuego y cine está sembrada de fracasos tanto comerciales como de crítica y público. Fallout es una serie que funcionaba y era atractiva por su fuerza inmersiva tan escalofriante, por cómo no entendía de cisma entre mecánica y relato. El mundo que supo erigir Bethesda era uno de historias pequeñas y procedurales, de enfrentamientos entre facciones e ideologías, todas las identidades que nacieron de una explosión atómica luchando por su derecho a la cumbre política. No conozco a ningún jugador que haya caminado (de Fallout 3 para abajo) una ruta rectilínea, porque la sazón está en el serpenteo, intercalar misiones y lealtades hasta conseguir que nuestro personaje se sienta persona. Hasta que consigamos emular la sensación de que estamos ahí. Y a pesar de esto, ver una partida así, a modo de serie televisiva, se me antoja aburrido, tedioso e innecesario. Ya están ahí los streamings, cuya matriz experiencial es ver a otro jugar, ver cómo otro interpreta lo que nosotros ya hemos interpretado, pero desde las distancias reglamentarias marcadas por la interactividad.

Puede que, como cualquier cosa sobre la que abra la boca, esté equivocado. Quizá estemos ante el embrión de unos hitos en la historia de la televisión, la siguiente Breaking Bad, la sucesora de Mr. Robot, la que va a sepultar el mito de Juego de Tronos. O puede que sean igual de horribles que The Witcher. Vivimos en un mundo muy divertido, muy variado. Todo puede suceder.


Aun parapetado detrás de lo que supone escribir en HyperHype, te invito a que me contradigas, me salpiques con tu cosmovisión y me ayudes a reorientar mi forma de percibir la relación entre cine y videojuego.