Y eso estaría genial... si no estuviésemos en 2020

Diseccionar el ocaso mediático y social que la franquicia estrella de Activision lleva experimentando desde, probablemente, el estreno de Call of Duty: Advanced Warfare (Sledgehammer Games, 2014) no es labor baladí, y es que, al margen de las posibles decepciones que el público haya podido experimentar gracias al estreno de capítulos previsiblemente disfuncionales como Infinite Warfare (Infinity Ward, 2016), no han sido pocos los fenómenos y circunstancias que llegaron a incentivar el derroque del rey de la acción mainstream. El mercado del videojuego ha cambiado, y ante las puntualmente abusivas políticas de recaudación empleadas por la distribuidora, nuevos modelos amigables como el de Fortnite (Epic Games, 2017) surgieron para hacerse con la mayor porción del pastel. Pero no todo se resume en una evolución del negocio, pues, en retrospectiva, el declive parece haber sido el resultado de una serie de decisiones estructurales y de diseño que no han llovido a gusto de todos. Ni de unos pocos, si me apuráis.



Los focos de la que quizás fuese la queja más sonada a lo largo del último lustro apuntaron a la ambientación como uno de los grandes males endémicos de una franquicia que, en su incansable intento poochie por mantenerse fresca y perdurar en el tiempo, parecía dar palos de ciego en un futurismo ampliamente explotado, al que tampoco parecía querer aportar nada más allá que un par de momentos argumentalmente rancios y el excelentísimo gunplay al que la IP nos tiene acostumbrados. Desde el estreno de un Call of Duty: Ghosts (Infinity Ward, 2013) que posteriormente sería tomado como punto de inflexión en el devenir de la saga, las tres filiales de Activision encargadas del desarrollo de la franquicia – suponemos, bajo las órdenes directas de sus superiores – comenzaron un viaje de ida y vuelta hacia el infinito (literalmente), en el que, en un movimiento impropio de las grandes franquicias anuales, quisieron experimentar con delicadas piezas de la jugabilidad. Pero cuanto más avanzaban en su peregrinaje, menos parecían acertar, pues más se alejaban del que, para muchos, sería el último gran éxito de Call of Duty, Black Ops II (Treyarch, 2012). Buscaron en el futuro la gloria que podían alcanzar en el presente – teniendo que recurrir a los jetpacks y a elementos del hero shooter para posteriormente volver al clásico ‘boots on the ground’, algo que llegó a anunciarse como incentivo principal de episodios como Black Ops IIII -. Era algo más simple de lo que parecía; algo que, con tal de aportar algo nuevo, se negaban a ver: la gente quería más Black Ops II. Y tarde o temprano tendrían que dárselo.

Cabe suponer que tal nicho grupo de jugadores estén hoy de enhorabuena. Esta misma tarde, hace escasos minutos, ha tenido lugar el evento de presentación del modo multijugador de Call of Duty: Black Ops Cold War (la que, cronológicamente, se correspondería con el lanzamiento la quinta entrega numerada de la subsaga de Treyarch, pero que actúa a modo de secuela directa del primer Black Ops). Y si bien en los paladares de muchos todavía puede encontrarse un amargor completamente justificado por los cuestionables movimientos de marketing del juego y por las pavorosas condiciones de trabajo bajo las que la obra se ha desarrollado – las cuales quedaron expuestas públicamente pocos días después de su anuncio oficial -, lo cierto es que lo mostrado da opciones a un futurible puñetazo sobre la mesa por parte de la desarrolladora, y deja poco margen de dudas sobre su terreno jugable. Okay, se desarrolla en una época anterior, hay vehículos, y mapas de escala considerable (algo que, considero, nada en contra de la corriente que marcó su predecesor). Pero su paleta de colores, su arsenal, sus wildcards, su arquitectura y sus rachas de bajas lo indican a gritos: es puro Black Ops II.O intenta serlo al menos, aderezado con agradecidas reminiscencias al primer Black Ops. No obstante, el gameplay mostrado siembra innumerables incógnitas de otra tónica que en algún momento habrá que cosechar.

En la vorágine del mainstream en la que nos hayamos inmersos, donde de una semana a otra el fenómeno absoluto de Fall Guys deja paso a un extremadamente humilde Among Us que ha acabado gozando durante escasos días del privilegio de ser el rey de Twitch, ¿es demasiado tarde para Call of Duty? Personalmente, pienso que por más esfuerzos que se hagan en devolver el nombre a su monopólica posición, la industria ha llegado a unos límites en los que resulta francamente difícil mantener una base de jugadores durante un tiempo considerable. El ya citado Fortnite tuvo que optar por la narrativa ambiental y por las inclusiones de contenido semanales para fidelizar y mantener a su audiencia (algo al alcance de pocos estudios), y, aun así, su esquema jugable ha terminado tan quemado que, aunque muchos son los que aún lo disfrutan, pocos son los que a día de hoy hablan de él e inundan las redes de clips como antaño; no hablemos de viralidades como la de Apex Legends (Respawn Entertainment, 2019). Por ello, en unas vías de desarrollo correctamente edificadas por Modern Warfare (Infinity Ward, 2019) y Warzone (Infinity Ward y Raven Software, 2019), pienso que puede que Call of Duty vuelva a ganar el brillo de antaño, pero jamás volverá a ser la fiebre que era.