Tócala otra vez, Zach

Vivimos en una simulación. Debemos de vivir en una, al menos. Y Deadly Premonition 2: A Blessing in Disguise, lo nuevo de TOYBOX Inc. y Rising Star Games, debe de ser prueba fehaciente de ello. No tanto por su “mera” existencia como secuela; por suceder y prolongar inesperadamente aquella historia de nula repercusión mediática y de nefasta acogida comercial que descubrimos hace ya más de diez años. También por las condiciones en las que esta perpetuación ha llegado a nuestras tiendas: de manera exclusiva para Nintendo Switch, coronándose como uno de sus grandes lanzamientos de esta segunda mitad de año, pero con – aparentemente – cero apoyo por parte del titán japonés. ¿Cómo nos la hemos apañado para llegar hasta este punto?

Hablar del Deadly Premonition original siempre resulta una labor compleja. Quizás no tanto como muchos se empeñan en reflejar; al fin y al cabo, no deja de ser una obra interesantísima en su ambientación, pero extremadamente parca a nivel visual y jugable. No obstante, analizarlo (o, al menos, analizarlo correctamente) conlleva, desde luego, un ejercicio mental adicional; desprenderse del cúmulo de convenciones lúdicas que tendemos a asociar a todo lo que pasa por nuestras manos y parece darnos un feedback en pantalla. Porque Deadly Premonition estuvo – y está, aun disfrutable a día de hoy – lejos de ser la suma de sus partes.

Desde El Club de la Lucha (David Fincher, 1999) hasta Mirror’s Edge (DICE, 2009), esta definición de la que se apropió en su estreno no deja de encajar a la perfección con otras obras que ya conocemos, y que igualmente han hallado en su afán por trascender de manera tangible una realidad extremadamente desapacible. Continuar una obra de culto no significa competir contra el producto original, sino contra todas aquellas casualidades y detalles que acompañaron al título durante y después de su desarrollo, y que resultaron en los ideales o sentimientos que aún permanecen grabados en muchos a día de hoy. Soy aquellos de los que en su día defendieron a Mirror’s Edge Catalyst (DICE, 2016) por ser extremadamente disfrutable pese a cargar con la inconmensurable losa que llevaba a sus espaldas, al igual que disfruté en su día de El Club de la Lucha 2 (Chuck Palahniuk y Cameron Stewart, 2015; siento ser yo quien os lo descubra) pese a presentar un nivel muy inferior tanto a la novela como al film protagonizado por Brad Pitt y Edward Norton.

Es así como el milagro el reto de publicar una aventura de las características de Deadly Premonition 2, casi de manera proporcional a su retahíla de bugs y glitches, se multiplica exponencialmente. Porque, pese a ser merecedor de tal cinto, la propia contemporaneidad del medio incentiva el hecho de que la secuela pierda el valor del original como culto, pese a funcionar mucho mejor como juego, y como obra artística en general. Con esta clase de decisiones comerciales, siempre pivotando sobre la valentía que supone realizar modificaciones sobre una obra tan apreciada por la comunidad y tan poco propensa a cambios, el rol del jugador también se presta a ser mucho más gris, debiendo de apoyar, desde mi perspectiva, a aquellas entregas que no necesariamente precisaban de una secuela, pero que sí la merecían. Y Francis York Morgan, al menos, la merecía. Vaya que si la merecía.