Perspectiva del conflicto virtual

La semana pasada escribí acerca de la empatía en el mundo videolúdico. La conexión humano-NPC a la hora de interpretar sus reacciones, que emulan las nuestras propias, es un curioso camino reflexivo sobre las sensaciones que puede producir un videojuego. Un camino en el que pronto aparecen consideraciones en torno a la violencia. Ya estas cuestiones asociadas a la interpretación de la psique y estados emocionales tienen un toque cercano al conflicto en muchas ocasiones. La tirantez de algunos diálogos puede provocar situaciones inesperadas que acaban sucumbiendo a la confrontación física. Pero ¿qué tipo de violencia es esta?

resident evil 7No hablamos per se de un videojuego que refleje el conflicto armado. La violencia se refleja en muchos aspectos de nuestra vida real, y lo mismo sucede en el medio videolúdico. Disco Elysium es un gran ejemplo de videojuego que experimenta con las diferentes capas de violencia a las que se puede recurrir. Nuestro protagonista enfrentará a otros personajes en diálogos tensos y enrevesados que nos provocan constante presión. Es una forma de “combatir”, donde podemos insultar, negociar y recurrir a una feroz pero sutil lucha. Pero también tenemos violencia visual y momentos en los que el exabrupto nos choca enormemente por romper al completo la mecánica de diálogo, pese a tratarse de un videojuego con perspectiva isométrica.

Esa violencia explícita es uno de los morbos visuales que, en parte, son el atractivo de las películas o series clasificadas para adultos, así como sucede en los videojuegos. A menudo, mostrar plenamente lo que sucede en pantalla es una de las formas más efectivas de impactar al jugador, mientras que en otros casos es mucho más útil jugar con la sutilidad, con ocultar al usuario esos momentos puramente violentos en lo visual. Los títulos de terror, especialmente ese terror en primera persona que ofrece Resident Evil VII o el esperado Resident Evil Village, son muy propensos (y eficientes) en lo que respecta a la brusquedad, a provocar reacciones de estupor y sorpresa en el jugador, que en cierta medida lo busca a la vez que lo repudia.

Nunca olvidaré, sin ir más lejos, los primeros y brutales asesinatos que realizamos en Dishonored, así como los primeros instantes de Bioshock: Infinite. Pero ambos construyen esa violencia de forma distinta. Mientras que los momentos bárbaros e inhumanos en Dishonored persisten a lo largo de toda la aventura, asustando a nuestros enemigos y causando impresión (incluso en el jugador), la violencia en las calles de la Columbia de Bioshock se va diluyendo. Recuerdo el instante de la rifa, al inicio del juego, en el que empleamos por primera vez el ataque cuerpo a cuerpo, protagonizando una despiadada escena, tan grotesca como gratificante, pues sabemos que “empieza lo bueno”. Pero de ahí en adelante, las ejecuciones cuerpo a cuerpo se van repitiendo y, a diferencia de Dishonored, la creatividad no tiene demasiada presencia como para solventar el agotamiento de animaciones reiteradas. Sumado a esto, los enemigos caen como moscas ante nuestras armas de fuego intercaladas con las habilidades que nos proporcionan los vigorizadores, dejando un cauce de destrucción a nuestro paso.

 

 

 

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Todo esto enlaza con un nuevo asunto: la simplificación de la violencia en pro de recompensas, pero sin consecuencias palpables. Al menos, no estrictamente negativas. Y este es uno de los grandes resultados de la ludificación absoluta a la que se recurre con demasiada frecuencia. Donde la destrucción, el asesinato y otros tipos de coacciones ejercidas de forma activa conllevan un resultado evidente, el usuario puede “rolear”, dotando de un mayor sentido a sus decisiones. Podemos, por ejemplo, acabar con la vida de un NPC en Fallout para obtener su equipamiento o adquirir las posesiones de su hogar, pero esto conlleva una bajada de karma y, tal vez, un resultado más negativo de cara a la percepción de otros personajes sobre nosotros. Si bien es cierto que el sistema de karma en base a estadísticas no es la forma de construir historias que más me atrae, implica una acción-reacción automática que, en muchos casos, es bienvenida.

Pero, como decíamos, a menudo se recurre a lo simple. Y no, basar un videojuego en el puro entretenimiento no es negativo en sí mismo. Ni siquiera podríamos llamarlo error. Pero tal vez sí pequemos de reducir nuestro consumo hacia estas vertientes, perdiéndonos por el camino las reflexiones sobre las consecuencias de nuestros actos. Quizás, el ejemplo más paradigmático de esta premisa sea la saga Call of Duty, conocida por todos en lo que respecta a un multijugador de pura acción basada en la obtención de puntos cuanto “mejor y más matemos”. Sí, hay cierta estrategia en algunos casos. Las partidas no siempre se reducen a un contador de bajas, pero producirlas de forma eficiente, al final, acaba siendo lo más importante.

E, insisto, el problema va más allá de lo simple. Bulletstorm es un título basado puramente en experimentar con maneras alocadas de destrozar todo lo que se mueva, haciendo combos de armas y herramientas para asesinar de forma creativa, con un contador que puntúa lo espectacular que resulta. Pero lo interesante es ir un poco más allá e intentar vivir experiencias que nos incomoden. Obras en las que el desarrollador esté dispuesto a criticarnos por nuestras acciones y valores, como bien hace el genial Disco Elysium resaltando nuestras incongruencias cognitivas. Obras en las que el análisis de lo sucedido sea una máxima, que aproveche la capacidad interactiva del medio para evaluar al jugador en otros ámbitos que no se asocien estrictamente con su habilidad.

Y el resultado de no apostar en demasía por esta clase de videojuegos se refleja en los que, en apariencia, aspiran a intentar algún juicio moral, pero que acaba por desentonar con sus propias premisas. Lo primero que me viene a la cabeza en relación a estas ideas es la saga Assassin’s Creed. Es común que, en las aventuras del afamado Ezio (y compañía), acabáramos rodeados de enemigos. Desde un inicio, asesinar a algún civil supone la pena máxima: una desincronización que, en resumidas cuentas, consiste en un game over. Sí, en el credo de asesinos se postula que no mataban civiles y, por ello, no se nos permite a los jugadores ensañarnos con los “no-enemigos”. Pero, ¿justifica eso que podamos acabar con toda la guardia de la ciudad, acumulando combates de forma indefinida, aunque sea solo para ver hasta donde aguantamos sin morir? 

Nos estamos saliendo del mensaje que se pretende transmitir de igual forma que si optáramos por matar a inocentes. ¿Acaso masacrar sin piedad todos los puntos rojos del mapa, sin motivo aparente, no es un acto contrario a la premisa? La moralidad en Assassin’s Creed es precisamente un aspecto interesante, pues el credo se ejecuta a pesar de ser subjetivo, por lo que la relatividad de los juicios es máxima. Assassin’s Creed Rogue exploraba esto, poniéndonos en otro papel, demostrando que lo mismo el credo no tiene por qué estar en posesión de la verdad.

Multitud de juegos recurren a la violencia. Algunos de forma incongruente y, gran parte de ellos, sin representar sus secuelas. Pero quizás sea hora de abogar por una violencia con sentido, que refresque el estigma del videojuego de disparos indefinidos. Quizás debamos apostar más por transmitir algo a través de esa brutalidad, de la crudeza que la violencia puede plasmar, pese a tratarse de una pantalla y de actos meramente virtuales. Y sí, puede hacerse. Hay caminos por recorrer en la línea de la transmisión de mensajes a través del videojuego, siendo la reflexión sobre las acciones del jugador uno de los más potentes. Que la experiencia nunca nos deje indiferentes.