Política patética

Frostpunk (11 bit studios, 2018) no es un city builder, como no lo era Townscapers, ni Islanders, ni Dorfromantik, ni otros. Sí, construimos una ciudad, y tenemos que gobernar a sus ciudadanos y gestionar sus recursos. Sin embargo, el escenario siempre va a ser el mismo: la estrategia de gobierno y gestión siempre es la misma, los eventos son siempre los mismos. La ciudad no está para contar nuestra historia, cómo nosotras nos interpretamos urbanamente en ese contexto; la historia quiere contar la ciudad incluso antes de que esta sea. Esta es la gran contradicción de Frostpunk: sabe lo que quiere contar y se esfuerza en contarlo, pero el esfuerzo no es suficiente y los medios elegidos no son los mejores.

En Frostpunk la ciudad es un medio para contar una historia, pero como personaje propio queda reducido a la práctica irrelevancia, porque precisamente lo que prima es el significado de aquello que te quieren contar. La historia marca los ritmos de la ciudad y no al contrario; su sentido está predispuesto, no se construye al mismo tiempo que se constituye la ciudadanía. (Es cierto: está el «modo infinito». Este se asemeja más al «modo sandbox», pero no cambia el espacio, ni los recursos, ni el objetivo; simplemente se suspende la presión del tiempo y el clima. Es un añadido posterior, no es lo que el juego quiere ser desde el principio). Es algo de lo que ya adolecía This War of Mine, obra de la misma desarrolladora de 2014. Atañe especialmente a la gestión de recursos: quieren contarnos una historia donde esta es fundamental, pero se siente accesoria. Hay una contradicción inserta en la diferencia entre «sobrevivir» y «progresar»: ¿qué sentido tiene «mejorar» herramientas, recursos, espacios, en medio de una guerra?

Hay que ser cautos en esta reflexión: el «progreso» como dinámica de mejora de ciertos elementos dispuestos para la supervivencia en This War of Mine está muy bien medido, pero adolece de hacendoso, porque siempre hay algo que hacer para sobrevivir. No hay espacio para la ociosidad, para la tensa inactividad de quien está escondido procurando evitar los tiros en medio de una guerra. En cierto sentido, la «productividad» va en contra del hecho mismo de la supervivencia: estar más preparado no te da más opciones de supervivencia, solo sobrevivir lo hace, y esto se puede hacer en circunstancias totalmente contrarias. Pero claro, es algo que en This War of Mine tiene sentido: somos individuos que luchamos individualmente por mantenernos con vida, y, de hecho, la preparación no garantiza que una noche, en una salida, sobrevivamos.

Al hablar de sujetos individuales esta micro-gestión de la supervivencia tiene su significado, pero al intentar trasladar una situación similar a un sujeto colectivo el primer escollo que se encuentra es, precisamente, que es un colectivo. Frostpunk cambia la perspectiva: lo que prima es la supervivencia del grupo, de todo el mundo, y como grupo se hará lo que sea necesario para su supervivencia. Aquí es donde empiezan las dificultades. Existe un «liderazgo informal» personificado por quien juega, pero en ningún momento se explicita la estructura de gobierno del colectivo, si al principio representamos al colectivo y después a un sumo sacerdote o a un dictador. ¿Quién dicta qué trabajos son prioritarios? ¿Por qué? ¿Qué medios son usados para obligar a trabajar a alguien mientras no somos una teocracia o una dictadura y por qué hacen caso? Suponemos que por la conciencia de la supervivencia, pero eso tampoco queda claro. Se trata al colectivo como totalidad, como unidad coactiva: si el sujeto individual progresa para sobrevivir, el sujeto colectivo tiene que actuar como un sujeto individual para conseguir el mismo objetivo. Y esta es una visión muy pobre de la colectividad. Es la cara perversa de la «familia tradicional»: si para que estemos «todos» bien «un componente» tiene que sufrir, que así sea.

Frostpunk cambia la perspectiva: lo que prima no es sino la supervivencia del grupo, de todo el mundo, y como grupo se hará lo que sea necesario para su supervivencia.

Superemos el infructuoso esfuerzo de homologar la representación de las reivindicaciones políticas de sujetos individuales a sujetos colectivos (algo de lo que ya he hablado) y olvidemos la incapacidad de vehicular la historia en torno a una ciudad que quiere ser al mismo tiempo contexto y agente. A fin de cuentas, no se puede exceder los límites de la agencia especificada del grupo: somos refugiados, y los refugiados no construyen grandes urbes, construyen campamentos para sobrevivir mientras siguen huyendo. No podemos pretender articular una historia propia allí donde ya está todo dicho: llegamos a Frostpunk al final de la historia de su mundo, no al principio. Es lo que se descubre a base de fragmentos en la exploración de Tierrahelada. La cuestión se encuentra en que no podemos seguir huyendo, y el Generador es el último refugio. Ahí se funda «Nueva Londres», pero ¿en qué momento se da el cambio? ¿Qué determina que dejemos de ser refugiados climáticos y comience esa ciudadanía crepuscular? Parece que con la necesidad de «organizar la miseria».

Su punto crítico más importante es la inclusión del «descontento» y de la «esperanza» como elemento que se articulan, precisamente, contra la organización de la miseria. Una cosa son los recursos necesarios para la supervivencia material, pero esos son irrelevantes si la supervivencia «espiritual» no es posible. Es lo que nos diferencia de los animales o de las máquinas (los autómatas no se rebelan ni enferman por trabajar demasiadas horas). Mientras haya esperanza, todo es posible. Sin embargo, no hay alternativas constructivas al descontento. Son cosas que podemos conocer, pero ¿cómo medirlas? ¿Qué significan para la población?

Este es el gran problema de la gestión de recursos: el descontento y la esperanza son recursos que también hay que tener en cuenta. Uno de los grandes errores de la constitución y la continuación de la sociedad política hoy es basar toda acción política en encuestas y sondeos demoscópicos. Las emociones se mesuran y se hace política con respecto a cantidades articuladas para tomar decisiones. Si el descontento sube, hay que hacer algo para que baje, no importa qué. Igual funciona en Frostpunk: lo que une a la ciudadanía es el miedo, el miedo a que todo cambie más, no la esperanza. Por eso lo que constituye a Nueva Londres no es un pacto de supervivencia a toda costa, es una escoria de una sociedad fallida a la que lo único que le queda, aparte de organizar la miseria, es gestionar la contención de las emociones (incluso en términos totalitarios cuando hablamos de «obediencia» o «fe»), para que el final de todo no llegue antes de lo previsto por el clima.

Algo similar ocurre con las decisiones del libro de leyes: se toman si quieres, pero plantean falsos dilemas, como el del trabajo infantil: era cuestionado, pero ¿en qué medida era rechazado en la sociedad victoriana? El trabajo infantil con ciertas condiciones desde los nueve años fue regulado en Reino Unido en 1856, y este límite fue elevado a los 12 años en 1901. Si estamos más o menos en una ucronía entre estas fechas, el trabajo infantil era lo normal, aunque hubiera quien luchara por erradicarlo. Simplemente no había bebés llevando un farol por la mina. Es decir, parece arbitrario establecer unas leyes sobre la institución de algo que ya estaba presente.

Hay una contradicción de base aquí: los refugiados no instituyen una sociedad desde la nada social, vienen de una sociedad existente con unas leyes que son las que reproducen desde el inicio y posteriormente tendríamos que tomar decisiones sobre la regulación de estas situaciones complejas. En el caso del trabajo infantil, por ejemplo, que existiera desde la fundación y que después, a causa de un accidente o algo similar, tuviéramos que tomar una decisión progresista o reaccionaria sobre el tema, algo que sí pasa con un elemento menos acuciante como es el cementerio.

Son, en resumen, tan solo 48 días de campaña que condensan un universo de conflictos, pero tras los cuales, si hemos gestionado adecuadamente recursos y emociones, sobrevive, y se establece la ciudad como permanente. Existe el conflicto explícito del clima, pero es solo el contexto crítico para desarrollar el resto de conflictos. ¿Cambiaría algo sin la tormenta de hielo? Creo que no, porque se mantiene en todo momento la estructura inmanente de sociedad de clases jerarquizada, basada en la acumulación de recursos y el progreso material a través del excedente, que incluye además una explícita división de trabajo manual e intelectual. No habrá moneda ni capital, pero hay privilegios. Son conflictos de la sociedad política sin la sociedad política. Todo encapsulado en 48 días, formación de una ciudad y una comunidad política nueva que no es nada nueva.

El problema se encuentra en que la «sociedad de la supervivencia» en Tierrahelada no se diferencia en absoluto de la «sociedad de la explotación» anterior a la debacle.

Con todo esto, vuelvo al principio: encorsetar mecánicas relevantes en una historia muy guiada y que pretende tener un significado unívoco completo, incluso con el objetivo de maltratar al usuario por sus decisiones, es devaluar completamente el significado de lo que se quiere contar. «Sobrevivir. Pero, ¿a qué precio?». Al que tú has puesto. Se quiere hacer creer que la toma de decisiones morales afecta realmente al resultado, entendido incluso como «resultado moral» que es el propio usuario «transformado» cuando ha terminado la partida. Sin embargo esa no es la conclusión. El resultado es que, haga lo que haga, o se sobrevive o no se sobrevive. Eso es a lo que se obliga, se ha hecho necesaria la barbarie. Frostpunk tiene un conflicto profundo con la idea de «progreso», lastrada por dos siglos de pensamiento reducido a «progreso material» —mejora y acumulación tecnológica y económica—, pero entiende muy estrechamente el progreso «cultural» o «político». Al final, seguimos con el lema ya demasiado manoseado de que es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo. El problema se encuentra en que la «sociedad de la supervivencia» en Tierrahelada no se diferencia en absoluto de la «sociedad de la explotación» anterior a la debacle. El resultado, después de 48 días de agonía, es que ni termina el mundo ni termina la sociedad opresora. Y querer hacer recaer esa agonía patética, que ha llevado al paroxismo los sufrimientos individuales y las opresiones colectivas, en el usuario es trampear la experiencia.

Frostpunk es un juego brillante incapaz de superar su cerrada brillantez. Frostpunk no mira al futuro, mira al pasado; no propone nada, no cuestiona nada, repite modelos ya ajados. Y está bien, tiene más de realismo de lo que puede creer, pero desea ser más elocuente de lo que puede llegar a ser porque cree conocer unos mimbres que desconoce. Obviamente construye un relato sobre el presente, pero es un relato cerrado y limitado por unas contradicciones que toma como naturales. Esto, junto con la extorsión de la respuesta emocional de quien juega para sentirse en la obligación de sentir, encapsula todo en un círculo de cosificación de la realidad y las emociones sobre ella, reduciendo el aparato crítico a una mera moralina del «mira lo que has hecho». Así difícilmente se critica el presente y, menos aún, se construye un futuro.


  • Serie ‘Videojuegos & Ideología’