La ciudad y el ser

Destruir es uno de los actos más humanos que existen. Está en nosotros, de forma que se le escapa al aprendizaje, el disfrute de la destrucción. Hay algo, un retortijón, una cosquilla, un hormigueo placentero y que tiene lugar en nuestras entrañas cuando nos empeñamos en el resquebrajamiento de una cosa. No sólo por la sensualidad de la desgarradura, sino porque de ella se puede aprender, aprehender el mundo. Destruir y revelar los engranajes que movilizan una maquinaria existencial, nos organiza el secreto de las cosas. Yo mismo tiendo a orientar mis pensamientos en pos de la destrucción, porque en el fondo, late en mí un ansia por cartografiar los sistemas subterráneos, las jerarquías discretas, que me direccionan hacia el proceso de creación. Si yo destruyo, y la humanidad destruye, me gusta pensar que es con el fin último de crear, que en la esquina de ese acto violento, observa una matriz de la imaginación.

Ahora, con el territorio semántico de la destrucción (vagamente) delimitado, podemos pasar a hablar de cosas específicas aplastadas, pulverizadas, transformadas en otra cosa igual de específica, igual de propensa a la destrucción.

Piensa en todas las formas que existen de leer una ciudad. Las ciudades son libros que se leen a través de los sentidos. Su lenguaje es el lenguaje del espacio, de las cosas que el espacio pueda decir. Hay metáforas de la ciudad, existen retruécanos de la urbe, he hallado hipérboles en la metrópoli. Una ciudad es tanto un discurso como un recuerdo; un sueño en tanto una alucinación; una cosa palpable y una cosa simbólica, abstracta y navegable. He leído ciudades con los pies, pero también con las manos. He imaginado una ciudad distinta, acaso privada, cuando observo los escaparates, y los tejados y las callejuelas. Se expanden y se entretejen los susurros hechos de concreto, los ecos que rebotan en los ángulos de las esquinas, las infancias encadenadas a una calle, a un patio y a un poste de luz. Yo mismo, para variar, no puedo pensar en mí sin el paisaje que recorre el atrezzo de mi existencia. No soy yo si no soy un niño que baja a toda velocidad, en una bicicleta oxidada, por la pendiente arenosa de un barranco que lleva a la otra calle. No soy yo si no atravieso parques, si no subo una y cien veces una escalera que siempre es la misma, pero que una y cien veces se sentirá desigual. No soy yo si no soy el de la avenida, el que le rinde homenaje a los colosos de cemento y metal; a la luz que les enjuaga las superficies, en una media tarde de Otoño. Yo soy uno que siempre está siendo con la ciudad. Antes de aprender a leerla, de que se me insinuase como una voz retórica válida dentro de mi entorno, yo ya la sentía, la recordaba, más que escenografía, más que paisaje y que ruido al fondo.

Ciudades descompuestas en celulosa, cristalizada por la cámara de un fotógrafo silencioso. Ciudades hechas de poesía, de poemas sumados uno sobre otro, que dan vida a las cosas en las que vivimos. Ciudades que hablan el lenguaje de los pinceles y de los colores. Ciudades acuosas, portátiles, móviles y movibles, eternizadas en el rodaje de una cámara de cine. La ciudad no sólo se adapta, la ciudad moldea, la ciudad instaura ante ella misma una exigencia de la adaptación, para aquellos que quieran llegarla. ¿Y los videojuegos? A ellos también se adapta; ellos también se amoldan. También existen, desde luego, las ciudades en los videojuegos.

Block’hood (Plethora Project, 2017)

¿Y cuál es esa ciudad? Es la ciudad que por más que empeñe en ser egipcia, greca, romana o estadounidense, dialoga con sus lectores en una dialéctica de lo productivo. El relato unilateral, el de las ciudades como núcleo imbatible para el neoliberalismo, la ciudad del auto y no de la gente; la ciudad de las casas y no de sus habitantes; la ciudad de los rascacielos, de las factorías, de las instituciones y los brazos burocráticos. Es la ciudad líquida, moderna, que impone la expansión, velocidad y el rendimiento como materia prima unificadora de sus discursos, lúdicos y narrativos, diegéticos y extradiegéticos. El símbolo nunca se escapa de las barras que miden su existencia en tanto su rendimiento como engranaje unívoco de un sistema que se engulle a los sistematizados, a las personitas virtuales, que a veces ni siquiera son dignas de un trozo de visualidad, y las personas reales, que al igual que su contraparte poligónica, quedan silenciadas al otro lado de la pantalla. Si las ciudades no son esto, la alternativa es sencilla: la ciudad-escenario, la palestra en la que suceder la violencia, la ejecución de acciones violentas, protagónicas y antropocéntricas.

Tampoco es que no existan los remansos de humanidad en medio de la catarata de cuantificadores. Cosas como Block’hood, que observan al urbanismo como una mediación entre el ecologismo y la vida en las grandes ciudades, a modo de rascacielos en que los espacios muertos se aprovechan para la afloración del césped y los establos improvisados. También, existen experimentos de abstracción arquitectónica, parajes urbanos y surrealistas que se materializan en los niveles de Journey.

Frente a estas dos significaciones de la ciudad, Townscaper se suma. Suma a la ecuación lúdico-urbanista sus bloques de color pastel; añade aquí y allá sus arquearías, sus puentes que desafían al precipicio; sus terrazas, sus plazoletas, sus capillas y sus contrafuertes. La ciudad se suma a sí misma. Y ante la suma de la mismidad urbanística de la ciudad, la ecuación se resuelve y la incógnita se ve despejada; es la esencia misma, la ciudad como cosa tangible, la ciudad como cosa. ensimismada en el espejo y la dimensión.

Para mí, toda ciudad posible en Townscaper es un espejo de ciudades ya vividas, ya ardidas en el cartucho de la memoria, estrellas apagadas en la noche de los tiempos, privadas, íntimas como rincones y recodos, en los que converge la calle con la otra calle, el ser que camina con el que conduce, el ser humano que también es el ser urbano.

Lo primero que hice cuando Townscaper puso frente a mí su lienzo de agua, fue espejar las ciudades que viven en mí, desmenuzarlas para volverlas a levantar. Estampe en sus cubículos los cubículos en los que yo he vivido; impregné sus calles de mis calles, esquinas colocadas de forma tan irónica y tan romántica, que es imposible que al menos uno de los habitante imaginarios, a los que les doy yo mismo una identidad y una vida, no vaya a encontrar en ellas al amor de su vida. Pienso en sus escaleras como las que serán subidas y bajadas, una y cien veces, por los obreros hipotéticos de sus factorías imaginarias; imagino que en sus miradores, los amigos se hacen un cúmulo de risa y pensamiento, y se empecinan en tocar con la retina la otra punta de la ciudad, en recorrer varios kilómetros en apenas una mirada hacia el oeste, hacia el distrito coronado por un obelisco, rojo como las tardes que se están volviendo noches. Las ciudades que trazo con las yemas de mis dedos son las ciudades de la noche, son las que quieren ser recorridas bajo la luz de una luna que nunca llega. Diseño avenidas como pensando en novelas, en encuentros de una París literaria, de una Buenos Aires metafísica; avenidas que alimentan el amor de la gente por el verbo y el acto de caminar, de existir y descomponer su existencia por el simple hecho de estar caminando; por la simple presencia de una avenida que yo pensé como otra cosa que una simple presencia, de una simple avenida.

El taller de las urbanidades sentimentaloides

Galardón-Plata-HyperHype

La ciudad eterna de Townscaper es la ciudad humanista, la ciudad que se alejó, que nos arrumbó en el rincón de las jerarquías, pero que vuelve a nosotros, que se pone a ella, a todo lo que ella es, a nuestra mano. Ella es una arcilla, una existencia que se moldea y que existe para ser significada; y nosotros somos una mano, que ejerce una ingeniería simbólica, que guía en arquitectura procedural la reconstrucción de la nostalgia. Es la ciudad de tu niñez, que ya se fue por la puerta del tiempo, y que ya nunca se volverá a abrir. Townscaper te abre la puerta. Y cuando la ves volver, la destruyes, en un acto sublime, la reduces a una nada, a una cosa que siendo nada es al mismo tiempo todo lo imaginado y por imaginar. Colores, casas, calles, cosas, centros y cenadores, cúpulas y cupulines, contrafuertes y cemento.

Ciudad. Cosa comida por otras cosas, y vuelta a ser cosa por obra del jugador. Por el hambre que el jugador tiene de comerse a las cosas. Matemáticas ficticias absolutamente lógicas; discursos enraizados en pilares y en ventanales; recuerdos anclados a un patio, a una calle y a un poste de luz.

Seres que son en tanto son con la ciudad.


Este análisis ha sido realizado con una copia para Steam adquirida por la propia redacción.

Muchas gracias a Jaime Llanos por enseñarme el noble arte de autopromocionarte en Twitter; sirvan este artículo y estas palabras póstumas para reivindicar su existencia.