El inagotable

Los battle royale son uno de los géneros más populares en la actualidad. Títulos como Fortnite y Call of Duty: Warzone gozan de grandes masas de jugadores y, la verdad, entiendo la popularidad de estos lanzamientos. Su estructura está pensada para que nos volvamos adictos a ella: debemos competir contra otros usuarios en un mapa enorme, que se va reduciendo, en el que encontrar una variedad de objetos útiles con tal de ser el último en pie. No se puede negar lo absorbente de la propuesta; a cualquiera le encanta ser el ganador en un combate de hasta 100 sujetos que pueden estar conectados desde lugares tan distintos como Sitges o Boston. Además, el camino a recorrer hasta obtener ese galardón es todavía más apasionante si cabe. Durante estas partidas no solo te tropiezas con tiroteos excitantes, sino que vives fases de intriga dignas de los nervios que experimentas en tus survival horror favoritos. La combinación de ingredientes de estos juegos es estupenda, pero tras unas cuantas horas resulta cansina para un servidor. Sin embargo, esto no me sucede con el Super Bomberman de 1993.

De primeras, tengo que decir que no pienso que la obra de Hudson Soft para Super Nintendo sea enteramente un battle royale, ya que no incorpora aspectos fundamentales del género como el multijugador masivo o el ser lanzado desde una aeronave. Aun así, comparte 3 características definitorias en su modo batalla de hasta cuatro jugadores, señaladas perfectamente por Oscar Bouzo en VidaExtra. La primera es el objetivo de ser el único superviviente, para lo cual hay que ir recogiendo potenciadores por el escenario. Super Bomberman te ofrece una variedad que incluye “el fuego”, para ampliar la explosión de las bombas; “la patada”, que impulsa los artefactos bien lejos; o “la calavera”, que te puede volver invisible, lento u obligarte a plantar explosivos de manera sucesiva a la velocidad de la luz. Por si fuera poco, cuando se agotan los 2 minutos de duración y llegas a los 60 segundos finales, unos bloques cuadrados empiezan a rodear el ring, reduciendo su superficie, pudiendo morir chafado por uno de estos pedruscos.

La jugabilidad es simple y excelente. A grandes rasgos tan solo hay que mover el personaje con la cruceta y pulsar el botón A para soltar las bombas. El proceso de aprendizaje es instantáneo y poner en práctica todos los conocimientos resulta muy divertido. Tanto a la hora de ver explotar tus granadas en la cara de los enemigos, como en el desarrollo de estrategias para vencer a los rivales. Y es que es vital ser ágil para ir encerrando al contrario, haciendo un uso responsable de los power-ups. Puede ser que te compense adoptar un plan agresivo, obteniendo bombas muy potentes que tengan un alcance enorme, o ser más cauto y colectar “el patín” para desplazarte más rápido y “la bomba” para añadir munición extra, pero al mismo tiempo renegar de la peligrosidad del “fuego”. Para colmo, puedes llegar a unos niveles extremos de cobardía dedicándote solo a defender, eliminando de paso todos los objetos antes de que los adversarios puedan adquirirlos.

Con todo ello, el modo batalla es muy sólido y variado a lo largo de sus 12 localizaciones. Esta fortaleza también se traslada al modo historia, pero sin tanta brillantez. Esto sucede porque se pierde intensidad al plantear un esquema de juego más pausado que te propone limpiar de monstruos 6 zonas con 8 niveles cada una. Eso sí, a su favor he de decir que los antagonistas son diversos, comprendiendo bolas andantes que comen bombas, explosivos enemigos, guardianes que cogen un súbito impulso para arrollarte o los más odiosos: los platillos amarillos que no paran de seguirte y que se ponen al nivel de los paparazzi de esa prensa rosa que, vaya desgracia, es tan popular por estos lares. Para rematar, las 6 fases terminan con unos enfrentamientos contra jefes finales lo suficientemente inspirados, los cuales vienen acompañados de esta epiquísima melodía que os dejo a continuación. 

En tanto que el entramado jugable es exquisito, es legítimo pensar que sea la razón por la que este videojuego no me aburre como me pasa con los battle royale. Puede ser que sea así, ya que lo considero incluso más adictivo, aunque he de reconocer que al final lo siento repetitivo porque, si bien puedes esbozar varias tácticas ofensivas y defensivas, al final el juego tiene unas variantes limitadas. Por lo tanto, ¿qué elemento es el responsable de la frescura? El dinamismo derivado de la corta duración de las batallas enmascara la repetitividad, pero tampoco suprime el cansancio. Lo que acaba con el aburrimiento y lo que hace a Super Bomberman superior y distinto frente a los battle royale es su multijugador competitivo y local.

El todos contra todos en una misma consola es lo que le da ese valor añadido a la creación de Hudson. Siempre hay un incentivo para volver debido a la singularidad de las reacciones cara a cara que tienes con tus allegados durante cada contienda. Super Bomberman es como salir a tomar la misma cerveza desde hace años con los colegas; idéntica acción, pero consecuencias únicas. Es palpar unas risas al llegar a la conclusión de que “el fuego” no debería llamarse así, sino “yufa” o “pedo”. O competir en una batalla a cinco rondas esperando la derrota de tu amigo que va en cabeza y chocarle la mano con todas las ganas del mundo a tu otro camarada que ha evitado la finalización de la partida. Son situaciones muy emotivas que el multijugador online no puede alcanzar, pues padece de contacto físico, como tampoco es comparable mandar un abrazo por WhatsApp o Skype que hacerlo en persona. Luego, la clave por la que Super Bomberman me tiene atrapado es porque me da la posibilidad de interactuar con mis seres queridos, sin barreras tecnológicas, mientras disfruto de un clasicazo.