¿Qué significa ser una serpiente?

Las serpientes no son vistas culturalmente como una representación del bien. De hecho, son vistas como contrarias al mismo: el basilisco mitológico, y luego su representación más moderna (sobre la que es posible leer otra interpretación aquí). La medusa o el cristianismo de raíz se han focalizado en crear una percepción de los reptiles en general y las serpientes en particular como representaciones del mal. El surgimiento de esta percepción desde una opinión más antropológica podría entrar a debate ya que se podría ver como una reacción mítico-cultural a una serie de animales que eran grotescos, mordían, reptaban y eran peligrosos.

Algo interesantísimo en este debate es que cada representación mitológica tiene su punto firme en conceptos algo curiosos. Tenemos al basilisco como entidad superior que mata con la mirada y deja un rastro de veneno a su paso lo que le hace foco de terror. La medusa, en cambio, tiene un propósito explicativo de un orden social, y su creación se basa en castigar la lujuria, eso sí, no la de aquella persona que es castigada — nuevas interpretaciones sobre el mito de la medusa y si lo de Atenea es o no un castigo se presentan cada día, entre ellas la del psicoanálisis, aunque ahora mismo el foco me gustaría centrarlo en el castigo —. Por último, está la representación cristiana de la serpiente; un animal castigado por convencer a los humanos primigenios a ir en contra de la única orden explícita del Dios uno (aunque no todo). Animal coqueto con Eva el cual induce, a través del pecado, la lujuria y (¿cómo no?) la posesión del mal supremo —esa malformación de Dionisio malogrado al cual el cristianismo llama diablo, demonio o Lucifer— a morder una manzana. La representación del cristianismo llega a hacer del cuerpo de la serpiente una parte fundamental del castigo creando un antes y un después de su acción, y haciendo que el reptar sea en sí mismo un pecado, una desgracia y un castigo. Hay una especie de hilo rojo sobre la representación y el por qué de la misma de estos animales, aunque su origen no es lo que más me importa, sino sus consecuencias: estas representaciones míticas crean un discurso sobre las serpientes que las relega a un espacio de mal, de fealdad, de oscuridad y de otredad bárbara. Las serpientes son vistas culturalmente como representación del mal.

Aquí es donde encuentra su hueco Snake Pass, puesto que nos propone encarnar un cuerpo absolutamente ajeno desde una mirada de infante gracias a una serie de niveles que son espacios de prácticas. Snake Pass ignora activamente las representaciones de la serpiente cultural desde su aspecto caricaturesco, la falta de enemigos, y la aparición de pequeños mensajes en las pantallas de carga que hoy son vistos con buenos ojos (como, por ejemplo, que Noodle, la serpiente protagonista, es vegetariana). Con esta serie de acciones, este juego se presenta particularmente interesante ya que nos abre la posibilidad de pensar y experimentar distintas representaciones del cuerpo reptil y aprehenderlo más allá del que repta por castigo.

Esta posibilidad de encarnar da pie no solamente a desmitificar a la serpiente sino también el espacio de la otredad bárbara, del otro que habita la oscuridad acariciando serpientes o alimentándolas, y nos lleva a comprender cómo los verbos que puede o no realizar un cuerpo cambian radicalmente cómo se mueve por el mundo; estando en el moverse por el mundo cosas como la arquitectura, el camino, la tecnología, la cultura y el idioma. Snake Pass nos ofrece entonces un espacio de desubjetivación que nos abre al mundo de las posibilidades. El cuerpo que se encarna en este videojuego se aleja de la representación común de un sujeto y pasa todo el juego a ser representación de un parque de prácticas, parque donde se puede desvestir la subjetividad y se encarna otra. Snake Pass nos invitaría entonces, según la idea anterior, a hacerse serpiente y a un hacerse reptante a través del input de controles y las mecánicas de juego.

La vida en nuestro tiempo se desarrolla a partir de espacios de reclusión, herramientas high-tech que crean subjetividades e identidades específicas y una serie de prácticas que son sobre-y-en nuestros cuerpos. Son sociedades que toman el nombre de, gracias a Burroughs y Foucault, sociedades de control en contraposición a sociedades disciplinarias, aunque aún tengamos coletazos de esta última. Un ejemplo muy diciente serían los mecanismos que se utilizan en las escuelas para modelar y moldear una serie de identidades específicas, entre ellas, las identidades heteronormativas. Hay una serie de prácticas que tienen como intención crear cuerpos e identidades específicas, las cuales se nos presentan en la niñez y en la adolescencia como campos de pruebas o espacios de práctica, de forma parecida a un parque infantil, que también son espacios de adecuación a este nuevo cuerpo que se impone. La adolescencia es la etapa de la vida en donde se nos identifica con un algo con lo que todavía no tenemos muy claro si somos o no, por lo que toda «desviación» es puesta en entredicho, toda práctica «desviada» es un juego de niños, prácticas que deben ser corregidas, castigadas o relegadas a zonas oscuras. Aún recuerdo con un poco de nostalgia o tranquilidad los días en que, antes de conocer las historias de las disidencias sexuales, o incluso, antes de conocer su existencia, abrazar o agarrar de la mano a una persona que también había sido asignada como hombre al nacer no significaba para mí una desviación. Besarme con otro hombre era un juego de niños, era una práctica que se desarrollaba en un parque creado para la experimentación —que no por eso un parque aséptico— pero pronto tuve que aprender que se debía mantener en secreto, las directivas del colegio no estarían muy felices, y probablemente llamarían a mi familia o me recomendarían algún psicólogo. Hay un mito algo curioso: aquella creencia que se tiene sobre las personas LGBTI la cual dice que, cuando emprenden su proceso de desidentificación respecto a la normatividad, regresan a la adolescencia.

aquí claramente vemos a Noodle decir Trans Rights are Human Rights.

Aquí claramente vemos a Noodle decir (o más bien silba) «Trans Rights are Human Rights».

Snake Pass es quizás uno de los juegos más disidentes y resistentes en fondo que conozco. Desidentificarse como cuerpo normativo ha sido resignificado y ahora lo comprendo parecido a hacerse serpiente. La apertura que nos ofrece a reptar, escalar, comprender y aprehender las estructuras la he leído como metáfora del coming out, concepto celebrado mundialmente hace tres días. A su vez acercarse a un cuerpo aparentemente ajeno, aparentemente oscuro y malvado, para encarnarlo permite la comprensión de qué les sucede a aquellas personas que tanto fuera y adentro luchan con quién son, con quién deberían ser y cómo los centros de prácticas que nos han identificado con un cuerpo pueden a su vez ser centros de desidentificación. Pasar de los primeros niveles, las primeras horas de juego, donde moverse era un suplicio, a sentir que flotaba mientras me movía por las plataformas solamente me hacía pensar en cómo la comprensión que tenía sobre Noodle era más y más profunda.

Foucault pensaba que la lucha contra la prohibición no era una de las resistencias más eficaces en nuestras sociedades liberales, sus últimos años de vida dedicó su obra a una idea de contra-productividad como resistencia —la cual es llevada al límite en su texto «La vida: la experiencia y la ciencia» con su neo-producción del concepto de vida—. Expresado con otras palabras, Foucault abogó en sus últimos años por la producción de formas alternativas de placer-saber-poder que escaparían a las ideas clásicas de las mismas. Una serie de filósofos y filósofas posteriores le seguirían proponiendo prácticas como el fist-fucking, el BDSM, la resignificación del ano y su reinserción a la vida pública, etc. A todas estas prácticas los videojuegos tienen las suyas propias para ofrecer, existiendo entre ellas la encarnación del cuerpo reptante, la serpiente-dildo, o, en otras palabras, desidentificarse como humano y pasar a ser serpiente; pasar a ser maricón, experimentar de primera mano el coming out y sus consecuencias en nuestros cuerpos.