De letras y de píxeles


La Narrenturm se derrumba, le pasó por la cabeza a Reynevan. Se deshace en escombros la turris, la torre herida por el rayo. Un pobre y ridículo loco cae de la Torre de los Locos que se está convirtiendo en ruinas, vuela hacia abajo, hacia su perdición. Yo soy ese loco, caigo, vuelo hacia el abismo, hacia el fondo. Cataclismo, caos y destrucción de las que soy culpable yo. Loco y perturbado, que liberé a un demonio, abrí la puerta del infierno.Narrenturm (Andrzej Sapkowski, 2002)

De cómo le relato al lector las características de mi texto y me presento con una hipérbole de mí mismo que, quizás (y solo quizás), le resulte insoportable.

Supe que iba a escribir de este título desde la primera hora de juego. No sabía qué, no sabía cómo ni cuándo, pero ese resquicio de duda, que me empuja a derramar mis oraciones acerca de las obras, se quebró en los primeros compases. Se quedó atrás junto con la inocencia de Amicia. Para cuando la Inquisición invade la casa y de una forma magistral nos vemos sumergidos en la secuencia más tensa que recuerde de cualquier obra videolúdica, la línea que limitaba los confines del texto se iba dibujando. Mi cerebro se aferraba a las ideas que flotaban en mi entramado sináptico, y las formaba en una fila cada vez más larga de  experimentos y  conceptos. Para escribir sobre este título he tenido que organizar el caos; el desastre que es una destrucción orquestada al milímetro. Vengo aquí, ante ti, posible lector, a decirte por qué me he enamorado de la narrativa tan rizomática planteada por A Plague Tale: Innocence. Y también, vengo a compararla con la que es mi saga literaria predilecta; porque creo que está a la altura, y porque creo que la traducción que hace de la tinta hacia el pixel, es digna de ser recordada, aunque sólo sea entre mis solitarios renglones.

Hay muchas obras con las que podría ponerse de frente sin pestañear, pero debido a que este es mi texto y soy el dios que camina entre los párrafos, la obra que le pondré enfrente es de Andrzej Sapkowski, de cuyas páginas, consciente o inconscientemente, este juego de Asobo ha sabido beber. La forma en la que traduce esas secuencias de persecución tensas, el cómo consigue hacerte sentir la indefensión de los personajes en carne propia, la luz, las sombras, la ambientación y los diálogos…todo contribuye para hacerte temblar.

El prólogo de A Plague Tale: Innocence, se construye desde la interrupción. Amicia, una joven de clase alta en la Francia Medieval, persigue a su presa, junto con su padre y su perro Lion. Los tres se aventuran en una cacería inocente, tranquila y llena de luz. Los relatos surgen por sí solos, hablan de planes y de futuros brillantes, y de aspiraciones y de cosas que queremos ser. El Jabalí se escabulle hasta un sendero oscurecido por unos robles sin apenas hojas. Lion se lanza a la persecución de forma desbocada, animal, y nosotros corremos tras él. El ambiente es espeso, la música es insoportable; un arco tañe y tortura las cuerdas de un cello cada vez más macabro. Los ladridos de Lion ya hace rato que se han callado, remplazados por un lastimero gemido. Lo avistamos al final de la vereda. Tarde. Tan tarde que apenas nos da tiempo de acariciarlo, antes de que su cuerpo se pierda en la tierra, tragado por un vórtice salido de ninguna parte. En estos momentos, llorar es lo humano; la muerte nos duele, es el principal crimen en contra de la humanidad, y de los amigos de la humanidad. Frente a nosotros, acabe de cometerse un crimen, y algo ha echado sus raíces. Amicia, mientras llora desconsolada, no puede saberlo, pero en el futuro, dentro de muy poco, sus deseos de venganza se verán satisfechos a una escala enorme. A una escala colosal.

El inicio de Narrenturm no es tan distinto. Reynevan, un joven médico, residente de la Silesia Medieval, persigue a su presa sobre una cama destendida, a una exuberante Borgoñona que le entrega todo su paisaje. Ambos se aventuran en una cacería inocente, jovial, frenética y sobre todo, feliz. Las fantasías sobre paisajes extranjeros afloran por sí solas, las referencias históricas, los pasajes bíblicos, todo acude al encuentro, al embate entre el Ristre de San Jorge y el Dragón. La música, entonada por los monjes de la otra calle, crece y se vuelve ominosa, se acerca, junto con los amantes, a un crescendo, al clímax de todo. Pero una melodía escalofriante tiñe a los cánticos, unas botas pesadas que suben por las escaleras. Y de pronto, salido de ninguna parte, un hombre patea la puerta. En esos momentos, atacar es lo humano, porque se ha cometido un crimen en contra de la humanidad, se ha visto interrumpida la vida que sólo vive en el placer, en la pura felicidad del instante. Frente al extasiado Reynevan, un crimen se ha cometido. Algo se alza dentro de él. Reynevan, mientras huye por los callejones y los tenderetes, galopando, huyendo de sus persecutores, no puede saberlo, pero en un futuro, dentro de muy poco, el crimen, la ofensa, se verá lavada con sangre a una escala enorme. A una escala colosal.

Plague Tale

Las torres gemelas

Ambos inicios, aunque a primera vista no tan parecidos, encienden sus conflictos con el mismo combustible, que es la coartación de la inocencia, la interrupción de una existencia alegre y despreocupada. Ambos, Reynevan y Amicia, son jóvenes acomodados que apenas han sabido del mundo a través de las páginas de enciclopedias. Ambos gozan de estatus que les permiten deslindarse de sus respectivos entornos, y que les dejan espacio en sus identidades para la contaminación que representa el afuera. Ambos conocen un mundo brutal y oscurecido por la sombra de la Inquisición, y ambos se enfrentarán a un líder de esta, a un anciano ebrio de poder, peligroso por ser consciente de lo que conlleva ser el director del Santo Oficio. Amicia y Reynevan se sumergen sin respirar en una espiral de límites y tensiones que no llegan a romperse del todo. Ambos se llenan de una paranoia perpetua, que tiñe la forma en que se verán corruptos por la plaga y por la guerra, y sus respectivos autores, Sapkowski y Asobo, tejen una estructura narrativa que, en principio, tiene todas las de perder.

Pocas son las historias que se atreven a ser una huida hacia adelante. A veces, cuando se está escribiendo ficción, uno es presa de alguna suerte de sensor biológico automático, que vibra cuando siente que hace falta una pausa, el remanso en medio del torrente que le dará a los personajes tiempo para replantearse su situación, y al lector/jugador para cerrar las páginas un momento, formar una sopa narrativa de sabor preciso y juzgar qué es lo que significa ese sabor. Son incontables las clases y cursos sobre narrativa que se desviven por enfatizar la importancia de los puntos de paz, esos pequeños rincones construidos entre personaje y persona, y que fungen como catalizador de todo lo vivido hasta este momento. Estos espacios de significación resultan efectivos para estabilizar el ritmo de la trama, y aportan además un ingrediente muy dulce de cohesión y coherencia; después de todo, todos hemos sido protagonistas de situaciones límites, y en casi todas esas situaciones, encontramos un punto muerto en el reloj invisible de las cosas para sentarnos y recuperar el aliento, antes de volver afuera a correr. A Plague Tale: Innocence, no deja de correr nunca. Y eso está bien. Porque cuando no tienes ningún lugar en el que detenerte y llorar, sólo puedes llorar mientras corres, y dejar que tus lágrimas rieguen la tierra.

Plague Tale

La Trilogía de las Guerras Husitas apunta en la misma dirección; ¿cómo cambia una persona que no tiene tiempo de detenerse a reflexionar? Puede convertirse en un espejismo del mundo, el eco de un entorno disfrazado con una cada vez menos convincente Yo. Amicia es el eco de la Inquisición, de la plaga, de las ratas. El juego, como ya establecimos, abre con una idea muy intensa sobre nuestra situación; cuando usamos la onda, es para tirar manzanas de un árbol mientras reímos con nuestro padre, cuando nos ocultamos es para seguirle la pista a un jabalí, y cuando corremos, es para alcanzarlo, es una alegre carrera junto a nuestro canino. Una vez concretado el suceso de nuestra mascota, las cosas dan una vuelta. Lo que antes fuera una práctica de tiro en un manzano, se transforma en un temblor al apuntar nuestras piedras a la cabeza de un soldado, en un latir rápido y volátil, y una respiración que se nos antoja cacofónica. Escondernos para cazar se convierte en escondernos de ser cazados. Correr es el recurso último de nuestra paleta mecánica, es el grito desesperado antes de morir, suplicando clemencia. Pero luego algo ocurre, eso que había sido sembrado en nosotros comienza a crecer sus raíces. De pronto el éxtasis asesino releva al terror y la culpa. Ni siquiera nos hemos dado cuenta de lo mucho que disfrutamos de ser talentosos matando hasta que nuestro hermano Hugo nos toma de la mano y nos pregunta por qué lo hemos hecho. Y ni Amicia ni el jugador pueden pensar en una respuesta. Simplemente, la pregunta ha sido formulada demasiado tarde, cuando el crepúsculo ya nos impregnó el espíritu, y el fuego de las antorchas se expande por nuestras manos.


Pero manejar esta morfología narrativa sin que el lector pierda el interés resulta complicado. Es como en la mayoría de las cosas, que si nos vemos expuesto de forma prolongada a algo, es probable que nos volvamos insensibles ante ese algo, y que lo que en los primeros empujes de la historia nos causara angustia se convierta en una huida mecánica y repetitiva. Las dos obras encuentran una solución convergente; si construyes tu mundo desde las sombras, el espectador perderá la fe en la luz, porque no podrá verla, y creerá que se ha ido para siempre, aceptando la oscuridad. Pero si los autores salpican muy puntualmente con pequeñas pinceladas de resplandor, la cosa cambia, porque por más que se sumerja en un abismo de pasillos y alcantarillas, no perderá nunca la fe en el sol, eat lux perpetua.

¿Y cuáles serían esas filigranas de brillo? La mecánica de las flores, en A Plague Tale. Mientras huimos y nos escondemos, hay momentos en los que Hugo, un ser que aun es capaz de observar la belleza de las cosas, corre detrás de un pétalo de clavel, o quizás divise un narciso y nos arrastre hasta sus raíces. En medio de la ansiedad y la paranoia, Hugo se genuflexiona para arrancar una flor, la adorna en los cabellos de Amicia, y nos recuerda que la luz no solo brilla afuera. En Las Guerras Husitas, estos necesarios retazos de belleza vienen en forma de pequeñas secuencias dentro de los capítulos, como el idílico Sabbath de Narrenturm, en el que durante una noche de orgía sensorial, Reynevan se entrega a toda la hermosura y todo el placer que la historia le ha negado desde que comenzó su escape.

Hay otro elemento vital dentro de la minuciosa beldad de ambos títulos, una que no emana ni del entorno ni del adentro, sino del otro.

De otros y nosotros

Desmarcándose de una filosofía casi automática, la progresión mecánica de A Plague Tale está supeditada a la compañía. Al principio, cuando estamos solos con Hugo y con el mundo frente a nosotros, es aterrador, sí, pero la sensación se va erosionando conforme empezamos a comprender los engranajes que hilvanan los diferentes entornos. En otros videojuegos, cuando el mundo se expande y su sombra se retuerce, se nos suele poner a su nivel, subiendo la habilidad de nuestro protagonista, dándonos una nueva arma, o volviéndonos conscientes de cosas que antes no podíamos observar. Aquí no. Aquí el verdadero valor de la progresión reside en hallarse con un otro, de cruzar camino con alguien cuyo impulso primordial no sea el de asesinarnos. Al hacer esto, el juego se pone en una peligrosísima línea de tiro, de la que han caído presa otros grandes como Bioshock Infinite, que en lugar de convertir a Elizabeth en una persona, la veía reducida a herramienta. Una vez más, A Plague Tale se escapa de las convenciones. Cada NPC que se une en nuestro viaje consigue casi sin esfuerzo que nos preocupemos por él, y es que todo aporta para que más allá de sus habilidades, de su inteligencia y de su fuerza, nos importen ellos en su esencia misma, en sus ademanes y sus tonos de voz, sus chistes y sus gritos cuando corren peligro. En Bioshock, era fácil olvidarse de Elizabeth nada más comenzaba a llover el plomo, pero aquí eso sencillamente no está permitido, ni por las reglas del juego, ni por la relación que el jugador desarrolla con sus personajes.

A Plague Tale

Esos otros que consolidan nuestra cotidianidad se terminan convirtiendo en una hanza, como una de las formas narrativas preferidas por Sapkowski para hacer avanzar tanto a la trama como a los integrantes de la misma. Tenemos a Rodric como el gigante noble, una suerte de héroe involuntario que funge como el músculo del grupo, equivalente a su contraparte literaria, Sansón Mieles, aunque, eso sí, la inteligencia del primero no es comparable con la del segundo. Un dato curioso es que ambos personajes mueren de manera idéntica, deteniendo una batalla en pos de un objetivo mucho mayor que ellos mismos, defendiendo a unos niños inocentes de la lumbre causada por la guerra, y sucumbiendo bajo el peso de las saetas en sus espaldas. Luego tenemos a los hermanos ladrones, Mélie y Arthur, unos gañanes al servicio de las monedas, que en un principio parecen ser la definición del utilitarismo, pero que al progresar el tiempo van desvelando una humanidad frágil y sincera, igual que Scharley, un mercenario renegado,que al principio ayuda a Reynevan olfateando los potenciales beneficios de su rescate, para ir abandonando cada vez más sus ganas de riqueza, y remplazarlas con amistad. El antagonista se bisecciona para abarcar a dos personalidades en un sólo cuerpo; el gran inquisidor, autor de la carnicería alzada en nuestro nombre, podría ser perfectamente el temible Treparriscos, Birkart Grellenort, como podría ser el Duque de Wroclaw; esta simbiosis se explica a partir de que el primero es un hechicero que adopta la forma de una bestia para conseguir sus objetivos (como el inquisidor en el último capítulo, transformándose en un nido de ratas andante), y que el segundo es un religioso que en realidad es un político, consciente de que un cargo eclesiástico es cuantioso por su cercanía al poder papal, y no por su cercanía con Dios Padre.

Sin embargo, el mayor pico paralelo se da entre Amicia de Rune y Reinmar de Bielau. Ya establecimos que las posiciones socioeconómicas de ambos protagonistas van a definir la forma en que reflejan sus mundos, pero hay algo especial sobre sus respectivas transformaciones, que aun es digno de ser señalado. Ese algo es la relación de los dos con la muerte; primero una basada en el miedo, luego en el dominio, y después en la redención.

Cuando Reynevan mata por vez primera, lo hace por accidente, por un error de cálculo, y aunque intenta convencerse a sí mismo por cuestiones de presión social, sabe que esa primera muerte, que ese primer contacto con la maldad, significa mucho más que una culpa de medianoche. Sapkowski lo sabe, y a través de las cruces que los personajes se hallan a lo largo de Silesia, se construye un símbolo que perdura a pesar del olvido y de la inconsciencia. La muerte trae consecuencias, no sólo para los amigos del cadáver, sino también para su autor. Debido a su reducida edad, la primera impresión de Amicia sobre el asesinato es mucho más cruda y más fría; fue una decisión que ella tomó conscientemente, fue el jugador quien presionó el botón para liberar la piedra. Nos pesa. Y esas muertes nos dejan vulnerables ante el embate de la inquisición, ahora somos como ellos, somos asesinos, sólo que matamos por una causa mucho más noble, matamos para evitar que nos maten y que se lleven a nuestro hermano. Es un acto a la altura de un mundo bajo, y por eso nuestro escudo moral no tarda en desmoronarse. Tanto Reinmar como Amicia tienen un clímax dentro de su arco de desarrollo, un catarsis onírica que corre a toda prisa frente a sus ojos; los cadáveres de sus víctimas resurgen de entre las tumbas, y les imploran y les gritan que se detengan, que ya es demasiado tarde, que son iguales a los que juraron destruir. La de Reynevan tiene, además, una potente carga ideológica, en la que el autor aprovecha para hablar sobre lo peligroso que es un hombre poseído por una idea; la de Amicia responde a una faceta más emocional, pues ella está matando también por placer, y los cadáveres parlantes no son más que nuestros abismos neuronales revelándose contra nuestra moral. A ambas secuencias las acompaña una tenebrosa Danse Macabre; en Los Guerreros de Dios, Sapkowski describe de forma literal y metafórica a los esqueletos danzando al son del Cello, y en A Plague Tale nosotros danzamos a su son, corriendo por pasillos que se alargan hasta la eternidad, escapando de una verdad que nos resuena y nos atosiga, sometiendo nuestros actos a una esquelética catarsis.

Eat Lux Perpetua…

Hay muchas otras alusiones que reflejan el carácter de A Plague Tale. El uso de las ratas como herramienta de nuestro inventario, símbolo final de degradación; ese romanticismo que oscila entre lo macabro y lo maravilloso; la satanización de la inquisición a través de las mecánicas que los subordinan…no acabaría este artículo si decidiera contabilizarlas todas. Sin embargo, me permitiré señalar una última referencia en el extenso repertorio del título.

Las portadas que ilustran a la trilogía de Sapkowski son detalles de un cuadro pintado por Pieter Brueghel el Viejo, titulado El triunfo de la Muerte. Esta pieza es a menudo interpretada como un reflejo de los estragos causados por la peste negra en Europa (la misma que nos persigue en A Plague Tale), y aunque un primer vistazo no revele más que podredumbre y desolación, los detalles rescatados por las portadas de la saga sirven como una redención última, el susurro de esperanza alzado contra el grito agónico. La primer portada, la de Narrenturm, es la imagen de un caballero cargando contra los muertos; una representación del impulso humano que nos hace temerle a la muerte y rehuirla a cualquier costo, lo mismo que en A Plague Tale nos impulsa a combatir y a resistir contra la venida de la plaga. La segunda portada es el contraataque de una parca; el recordatorio de que cualquier batalla emprendida en contra de la muerte es una batalla avocada al fracaso. El tercero es el más complejo, un hombre sentenciado, arrodillado frente a la propia muerte, que está a punto de morir. Este símbolo es la reconciliación con la idea de un final, la aceptación de que la luz existe derramando sombras; de que la vida sólo puede existir porque tiene una conclusión prescrita. La muerte nos une porque todos nos dirigimos a ella, sea por una plaga, por un incendio o por una espada. nuestro camino, nuestra vereda tortuosa sólo puede llevar al mismo sitio, la catarsis última, el instante que es epílogo, el lugar en el que todos nos volvemos hermanos, sin temerle ya a ninguna plaga, y sin tener inocencia que podamos perder.

En el epílogo del juego, todo vuelvo a suceder. Todo se ve restaurado. Arrojamos una piedra sin el deseo de quitar vida; corremos sin escapar de nadie, en una carrera de risas junto a nuestro hermano. Volvemos al camino, volvemos al viaje. Volvemos a la vida en la que, a pesar de estar moviéndonos, estamos en un lugar. Después de horas de luna llena, el alba se yergue ante nuestros ojos. Y al igual que Reynevan, al final tomamos nuestra decisión, nos volvemos nuestra propia persona.

Después de empezar nuestras historias huyendo y construir nuestras tramas trazando escapes, quizá, sólo quizás… quizás nos quedemos.

A Plague Tale

Fin del párrafo último.