Brum brum, como al galope

La primera entrega de The Legend of Zelda de mundo abierto, Breath of the Wild, llegó al mundo como un absoluto maremoto, acaparando todas las miradas, redescubriéndonos cómo podía funcionar el género. Su Hyrule no es solo uno de los entornos más especiales y evocativos dentro del medio, también es uno de los que se prestan más a entender el espacio como un lugar íntimo y personal. Un sitio perfecto en el que perderse y disfrutar de un viaje, de una aventura inolvidable. Así que, si hay algo que resultó preocupante para muchos desde que se anunció Tears of the Kingdom era que iba a ser una secuela directa de Breath of the Wild, una que, como no podía ser de otra forma, compartía mapa, pero ¿realmente queríamos volver a recorrer un entorno tan especial, ahora que ya no íbamos a sentir esa magia del descubrimiento, de la primera vez?

Desde el primer momento que despiertas en el Santuario de la Resurrección de Breath of the Wild y sales a la Meseta de los Albores, un traveling de cámara acompaña a Link mientras da sus primeros pasos en lo que va a ser nuestra nueva aventura en Hyrule, la cámara sigue avanzando hasta que se abre el plano y el foco deja de ponerse en nuestro protagonista para pasar a su entorno, lentamente empieza a ser una panorámica del paisaje, uno lleno de promesas, de colinas que atravesar, montañas que escalar y runas a explorar. Una introducción potentísima que me sigue poniendo la piel de gallina, en la que Link parece ceder el protagonismo al entorno, a ese enorme cuerpo de tierra que espera en silencio a ser recorrido; no tanto para ser conquistado, sino para ser habitado y descubierto, paso a paso, dejándonos trazar nuestro viaje.

Explorar esta versión de Hyrule por primera vez es una experiencia de esas que notamos como inigualables, es un espacio lleno de secretos, de pequeños detalles plantados con la minuciosidad y maestría de su inteligentísimo diseño, que va revelándose poco a poco, siempre planteándote algo nuevo que hacer u otro sitio en el que perderte. Un entorno altamente reactivo a las acciones del jugador, que le da un punto orgánico y sistémico mientras se presta a la expresión personal y el descubrimiento despreocupado. Que es perfecto para dar rienda al desplazamiento como experiencia sensorial, recorrer sin un rumbo tan fijo como el que pensamos, dejándonos mover tanto por el propio mapeado como por nuestra propia intuición.

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Al contrario que Death Standing, Breath of the Wild nos plantea su entorno y su travesía no solo como un obstáculo que superar, también como un ejercicio de expresión aún más deliberadamente personal, aunque lo hace desde un enfoque mucho más lúdico que necesariamente contemplativo. La totalidad de su mapa está al alcance de tu mano desde casi el primer momento. Si el mundo Death Stranding es frío, silencioso e introspectivo, el de Breath of the Wild es cálido, lleno de vida y te pide constantemente ser descubierto. Pero a la vez parece que solo puedes descubrir su mapa una vez, que sus secretos pueden insinuar ser inabarcables de la misma forma que a la vez también son limitados, da miedo pensar que algún día lo habrás visto todo y el hechizo llegará a romperse.

Tal vez lo que daba miedo de Tears of the Kingdom era que podía perderse parte de esa magia, de esas sensaciones de descubrimiento, porque ya nos conocíamos esos lugares. Las promesas de esa panorámica con la que habría Breath of the Wild ya no existen, el entorno es un viejo conocido, la incertidumbre de la exploración sustituida por la familiaridad. Es en este punto donde Tears of the Kingdom parece tambalearse, la ilusión de explorar se ha perdido y la magia que sí tenía Breath of the Wild está rota, ¿no?

Breath of the Wild fue un primer paso, una invitación hacia lo desconocido o un descubrimiento, explorábamos un espacio mientras definíamos nuestro viaje en nuestros propios términos, pero Tears of the Kingdom no quiere competir con esa primera vez, a lo que nos invita es a redescubrirlo desde la familiaridad, un viaje de regreso con nuevas capas de significado mientras nos invita a movernos en él de formas distintas, antes impensables, e interesantes en sus propios términos.  Breath of the Wild es senderismo, escalada y travesías a caballo cuando el destino está lejos, la orografía nos es favorable y el terreno conocido. Tears of the Kingdom es inventiva, es construcción (o reconstrucción) y verticalidad; reinventamos el desplazamiento en lugar de simplemente adaptarnos a él. Pero es que ya el propio Breath of the Wild nos invitó reimaginar qué suponía desplazarnos por su entorno.

 

En un principio teníamos dos formas de recorrer esta Hyrule, a pie y a caballo (bueno y en morsa, y en alce… y en oso). Cada una con sus ventajas y desventajas: el espacio que se puede recorrer a caballo es limitado, pero se puede hacer de forma más ágil, mientras que a pie sortear obstáculos naturales como montañas o ríos es mucho más cómodo. Pero lo que no sabíamos era que este delicado equilibrio iba a ser alterado con el rugido de un motor tras el anuncio del pase de expansión, porque decidieron meter una moto. Como recompensa, la moto funciona como una suerte un accesorio siempre a nuestra disposición, uno que solo se entrega a quienes ya han recorrido casi todo el camino. Es tentador decir que trivializa la exploración y que deja obsoletos a los caballos, y puede que sea cierto, pero llegados a ese punto de la partida ya da un poco igual. Te has tenido que relacionar con el mapeado hasta entender perfectamente tanto como funciona y como cuales son sus ritmos internos, es una recompensa de final de juego y una invitación a pasarlo bien, pero una que ha tenido completamente obsesionado desde que vio la luz.

Al principio la idea de ir en moto haciendo caballitos me parecía ridícula en el contexto de Zelda, una alteración que no entendía dónde estaba la verdadera magia de la esencia de su mapeado, pero se ha acabado transformando en mi medio de transporte favorito de cualquier videojuego. Has conseguido hacer de Hyrule tu espacio, así que ahora tu recompensa es disfrutarlo con una herramienta que te permite amoldarlo al ritmo que tú quieras. Si quieres ir colina abajo a toda velocidad para acabar pegándotela contra una roca, adelante. El mapa es ahora tu segunda casa y que nadie te diga lo contrario. Hace mucho tiempo un amigo me dijo que él a veces seguía entrando a Ocarina of Time simplemente para disfrutar de las sensaciones de dar vueltas con Epona sin un rumbo fijo, unos años más tarde me vi haciendo exactamente lo mismo con la moto en Breath of the Wild. Y es que Breath of the Wild ya dejaba entrever esa clara voluntad de reinventar el movimiento y la relación con el espacio ya conocido con el añadido de la moto, una voluntad que llegó a su máxima expresión con Tears of the Kingdom, que abrazaría esa filosofía hasta los últimos términos porque los desarrolladores supieron ver que a los jugadores nos encantaba trastear con el entorno para movernos con él en nuestros propios términos.

Y es que ambos Zelda entienden el espacio del mundo abierto de formas complementarias. Tears of the Kingdom ofrece formas de exploración aún más abierta, una premisa que creo que no funciona tan bien si no estás familiarizado ya con el entorno tras tener tu propia experiencia en Breath of the Wild. Aunque Tears of the Kingdom hace un muy buen trabajo limitando y balanceando tus recursos para que no rompas las reglas el desplazamiento demasiado pronto, todos hemos visto y probado esa moto aérea que con dos turbinas y un mástil te lleva prácticamente a cualquier parte, pero sí confía en que esa libertad debe estar en tus manos desde el minuto uno. Crea entornos que serían un completo tedio de navegar, como el mundo del subsuelo, sin su filosofía de desplazamiento libre y creativa.

Entonces, ¿realmente queríamos volver a esa Hyrule? Sí y no. Una parte de mí no quería volver a un mapa al que le había dedicado cientos de horas, pero Tears of the Kingdom me demostró que hay sitios a los que merece la pena volver con una nueva perspectiva, una que transforma tu entendimiento del entorno y tu forma de relacionarte con el mismo. Porque si Breath of the Wild nos metió de lleno en el placer de explorar y descubrir lo desconocido, Tears of the Kingdom nos demostró que había mucho más en ese viaje y en el vínculo que habíamos desarrollado con su espacio. Que recorrer el medio interactivo puede ser igual de emocionante desde el redescubrimiento, y que hay mucho valor en resignificar lo que ya habíamos transitado.