El tamaño no lo es todo

Todd Howard, director de grandes juegos como The Elder Scrolls V: Skyrim y The Elder Scrolls III: Morrowind, y productor ejecutivo de The Elder Scrolls IV: Oblivion, ha restado importancia al tamaño de los mundos abiertos en una entrevista con el medio británico The Guardian. Considerando que es más imprescindible que estos mundos se sientan “vivos” haciéndolos más reactivos, es decir, que cambien en consecuencia de las acciones y decisiones que tomen los jugadores.

Fallout 76 (2018). Conocido por la ausencia total de reactividad, sin NPCs en su lanzamiento, pero que ha sido corregido con el paso del tiempo gracias a las continuas actualizaciones.

“Me gustaría ver más reactividad en los mundos de los juegos. Más sistemas interactivos con los que los jugadores puedan expresarse” dice Todd Howard. A lo que añade: “perseguir la escala simplemente en beneficio de la escala no es siempre la mejor meta”. A esa conclusión ha llegado tras ser preguntado por su opinión sobre la nueva generación y los cambios que podrían tener en la industria en general. “Para mí, [la nueva generación] es más sobre el acceso que sobre los ciclos de reloj“, aludiendo a la competitividad existente en la potencia de las videoconsolas. Todd Howard hace hincapié en la accesibilidad: “Simplemente el tiempo que lleva encender la consola y cargar alguno de estos juegos es una barrera; es tiempo que no estás disfrutando en ese mundo” asegura Todd Howard quién entró en Bethesda como diseñador con The Elder Scrolls II: Daggerfall.El tipo de juegos que hacemos son aquellos que la gente va a disfrutar sentándose y jugando durante horas cada vez. Si puedes acceder a un juego de manera más fácil y sin importar en qué dispositivo o dónde estás, eso es lo que creo que va a cambiar en el videojuego durante los próximos cinco a diez años“.

Lo gráfico tiene techo, pero la inteligencia no

Las declaraciones de Todd Howard tienen dos vertientes: Por un lado, coincido en que a pesar de que hay un camino marcado hacia la potencia y el nivel de detalle gráfico promovido por las nuevas videoconsolas, no deja de existir un techo gráfico evidente. Por primera vez no por la tecnología, sino por la capacidad humana de llevarlo a cabo en un tiempo y coste razonable.

The Elders Scrolls V: Skyrim (2011). Un videojuego que marcó un antes y un después en los juegos inmersivos de mundo abierto.

Es sabido que diseñar en detalle cada pliegue y rotura de una bolsa de patatas al golpearla puede estar sometido a intensas horas de trabajo (crunch) que pese al realismo que ofrece no merece la pena. Tal como ocurre en las grandes producciones del cine, las mejores y las peores pueden acabar igualándose por un factor que el dinero no puede comprar: el tiempo. Lo que esto implica que hay que buscar un realismo más interactivo que gráfico. En esa vía que propone Howard nos podría llevar a nuevas tecnologías para agilizar el desarrollo de esos juegos más “reactivos”. Para ello, es posible que el campo de la inteligencia artificial y los algoritmos más complejos nos permitan desarrollar, sin apenas carga de trabajo humana, mundos más ricos y vivos, capaces de interactuar no sólo como NPC, sino como el propio mundo. Por ejemplo, con NPCs que individualmente reaccionen a nosotros y entre ellos, o que el mundo se equilibre en base a nuestras habilidades o estrategias de juego.

Esa última idea es una delicia ya que en lugar de encontrarnos un mundo prefijado por un diseñador o con cierta aleatoriedad (procedural), podríamos encontrarnos un World Master inteligente capaz de desafiar a los jugadores. Al igual que hace poco los juegos como el ajedrez suponían una vara de medir para validar la potencia de las inteligencias artificiales, el Deep Learning podría ser el equivalente para los propios videojuegos. Ahí cobraría sentido un “juego de servicio”, una sociedad de jugadores frente a la máquina que dotaría al videojuego de una dimensión nunca vista. Suena a un futuro lejano, pero ese futuro podría convertir a los videojuegos en una valiosa realidad virtual con la que disfrutar al mismo tiempo que potenciamos lo mejor de nosotros mismos.