Sobre los de abajo

El día de ayer [este artículo fue escrito hace muchos días], Cyberpunk 2077 se confirmó frente al mundo con un nuevo gameplay tráiler. No se trata de cualquier gameplay tráiler y, de hecho, más que un acontecimiento mediático en sí mismo, es una maniobra, una dinámica de la nostalgia. Una nostalgia puesta en funcionamiento. Porque ese trailer sigue el mismo estilo que el gameplay trailer con el que CD Projekt RED abrió la temporada de hype para The Witcher 3, poco antes de su estreno, hace ya un lustro. Es la misma estructura, los mismos enfoques, incluso la voz de la presentadora y las palabras que dice al inicio son idénticas,  y todo eso constituye una declaración de intenciones por parte del estudio: lo volveremos a hacer, volveremos a subir la apuesta, que el hype llegue hasta las nubes. Y si la obra del brujo sentó las bases para lo que sería la nueva ola de mundos abiertos basados en el guion y la minuciosa elaboración de los pretendidos microcosmos, Cyberpunk 2077 vuelve para, por lo que parece, perfilar el rostro del videojuego estándar de nueva generación. Vuelve como una bisagra entre décadas; un juego que es una transición, aunque sea una transición hacia el mismo lugar

The Witcher 3 era el cénit del mundo abierto entendido como escenario para la odisea. Tenía grandes ciudades y extensas llanuras, geografías de todos los tipos; tenía elementos de TPS y los combinaba con combate cuerpo a cuerpo, con poderes y hechizos espectaculares, con progresiones biológicas del avatar, tenía misiones de sigilo y batallas a campo abierto. Tenía, como todos los juegos que le imitaron y a los que imitó, la ilusión del todo. Era una obra que cristalizaba cada ilusión de la séptima generación. Cada ilusión de lo que se supone eran todas sus jugadoras. Y al ver el mismo tráiler para un juego que eleva todos los parámetros de su predecesor espiritual, yo no pude sentir lo mismo, no sentí apenas fascinación ni curiosidad, no tengo unas ganas demenciales de ponerle mis manos encima, porque en el fondo, es un juego que aspira a perfeccionar aquello que ya fue perfecto, a detallar enfermizamente lo general. Pero esas ilusiones ya fueron conquistadas, estos espacios, estas emulaciones, estas recreaciones e imaginaciones, estos vacíos ya fueron llenados por una plétora de videojuegos genéricos. El capitalismo, inherente a la industria AAA, se ha convertido en un colonizador de sueños y expectativas, y no basta más que mirar ese tráiler de Cyberpunk 2077 para demostrarlo. “En Cyberpunk 2077 te daremos todo”, dice: tienes tiros láser, tienes vehículos futuristas, tienes poderes transhumanos, tienes sexo, tienes drogas digitales, tienes tejidos urbanos de todos los tipos, tienes personalización hasta en tu vello corporal. Tienes exactamente lo mismo que siempre has tenido, pero esta vez lo atamos todo y te lo envolvemos en un halo de la obra definitiva, de esta vez sí, esto es el nuevo estándar, ¿estás lista, jugadora?

La lógica del videojuego hipervitaminado, contemporáneo y clónico, es muy simple: tener más significa ser más, llegar a más, ser mejor. La clave que revela esta forma de pensar nos la da el espacio jugable de Cyberpunk 2077: la ciudad, Night City. En The Witcher 3, la naturaleza del mundo obligaba a distribuir su gigantismo y su obsesión por las cifras, porque está ubicado en una especie de edad media europea, y las ciudades eran nexos separados por miles de kilómetros de bosque, de montaña y de mar. Los centros urbanos eran un acontecimiento, una aglomeración de voluptuosidades servidas para un fetichista de las escalas. Night City no puede hacer eso, en ella conviven Novigrado, Beauclair y Kaer Trolde, al cubo, por supuesto, multiplicado por mil, sembrado de luces, de brillo, de memoria ram convertida en rascacielos. Y no es sólo que esta lógica mercantilista y superproductiva vaya asesinando a las obras que vinieron antes por no ser ASÍ DE GRANDES, por no tener tanto como nosotros, sino que, también, nos olvidamos de que el tamaño es cuestión de escala, de que algo es grande en relación a otra cosa.

Aterra pensar que, en el futuro, habrá un videojuego que deje minúsculo a Cyberpunk 2077, que alguien mirará a esa maraña de calles, edificios y luces y dirá “qué pequeños eran los juegos de antes“. Hablamos de juegos como esas estatuas que el ayuntamiento ubica en el centro de las rotondas; nadie sabe por qué están ahí, nadie sabe qué significan, pero se asume que son importantes, se entiende que están bien hechas, se piensa que son sublimes. Y nos indignamos cuando una manada de revoltosas las tiran al suelo. La retórica de las estatuas y los monumentos es en realidad un buen reflejo de las superproducciones, ¿por qué están ahí? ¿Qué significan? A la luz de sus primeras críticas, Cyberpunk 2077 se está revelando como un videojuego que comunica transfobia intrínseca tanto en su editor de personajes como en su representación de estos colectivos a través de su mundo. Hay otras que se quejan de su narrativa, escrita desde perspectivas misóginas. Y su propio artículo merecería el período de explotación laboral al que fueron sometidas los trabajadoras, aun cuando el estudio prometió que no sería así.

Si comparamos al videojuego modelo, a una superproducción con otra, ambos se me antojan diminutos. Títulos que disfrazan su tremenda pobreza discursiva y su repetición mecánica con inyecciones de efectivo, efectismo e hiperrealismo. Y esa forma de elaborar videojuegos es, también, una forma de construir fronteras. Querer integrar todos los tipos de actividades, todos los tipos de espacios, todas las realidades posibles, lleva precisamente a lo contrario. Lleva a la negación, a la hegemonía y el silencio. Una tendencia hacia lo absoluto sólo deja afuera a quienes no lo son, a las que somos excepciones, las disonancias ¿Y quién de nosotras es absoluta? Cada una, en nuestra personalidad, somos deliciosamente distintas, y nuestro consumo del videojuego no refleja nunca esa diversidad. El medio es espantosamente homogéneo, y paradojas como la inclusión de protagonistas representantes de minorías siendo demonizadas por las jugadoras, no es otra cosa que el llanto de un gamer que ve la ausencia de su propio reflejo en aquello a lo que está jugando. Y que en su llanto es incapaz de ponerse en la piel de esa persona latina, de esa chica transexual, que nunca se ha visto en lo que juega, y que ha tenido que seguir jugando así, aguantándose. El querer incluirlo todo, tanto narrativa como lúdicamente, deja afuera a un montón de identidades, a un montón de historias y de perspectivas que sólo podrían llevarnos hacia nuevos horizontes. Y es por esto que pienso que la polarización del medio se ha vuelto palpable, ha crecido más allá de su esfera, de su condición de algo folclórico frente a lo cultural. Que el indie, ese juego cercano, personal y enmarcado en una filosofía individual, es irónicamente el que más conecta con nosotras, el que más nos hace sentir y disfrutar. Los que menos tienen, los que menos son, se convierten en más casi de forma automática. Es una ósmosis transdimensional. Y recupera las ilusiones que nos han sido conquistadas por una industria fría y uniforme. Yo misma me reencontré en el indie, y no sólo a mí, sino que a las otras, a esas que habían sido sistemáticamente silenciadas porque no eran el target, no eran el público objetivo. Descubrí un montón de nuevas formas de acercarme hacia mi mundo real, nuevas existencias, nuevas problemáticas que nunca me había planteado en mi vida. Siendo una, fui muchas. La realidad se desmenuza, se hace más compleja. El juego se enriquece cuando es un juego micro, porque entonces puede perseguir lo que quiera, puede hablarnos desde un espacio extranjero y hacer que nos sintamos nativas en él.

Esto es algo en lo que, pienso, deberíamos fijarnos más: que tendemos con demasiada insistencia hacia lo absoluto, pero esa visión del mundo siempre terminará por ser alienante y reduccionista, el creer que todas tenemos las mismas experiencias, el creer que todas buscamos lo mismo y que todas nos movemos según las fronteras de las superproducciones. Querer tenerlo todo en tu videojuego es negarle la entrada a muchas, es construir un rechazo y devolver una imagen estática e inamovible de nuestro medio. Night in the Woods no sólo tiene como protagonista a una chica con una enfermedad mental, sino que es representada desde el respeto, homenajeando su condición de individuo frente a colectivos, como una persona con su universo y sus vacíos, y encajada en un contexto de crítica hacia el neoliberalismo, de pasear por la degradación de un sueño que hace rato se convirtió en pesadilla. Es una premisa tremendamente específica, pero su alcance se magnifica precisamente por eso, porque es algo distinto y no normativo, y porque a pesar de que, en teoría, sus límites ludonarrativos son muy estrechos, su impacto emocional pulveriza cualquier barrera, se abre paso a través de ti. Es un juego pequeño de una ciudad pequeña, con una protagonista adolescente que vive una historia de unas cuantas horas, pero su recuerdo no se borra, o al menos a mí no se me ha borrado, y no creo que se me borre nunca. Y este microvideojuego nos está salvando, está llegando a cada género y trastocándolo, dándole vuelta a sus ya constreñidos gestos de siempre, florece espacios que antes no existían, y discusiones que parecían lejanas se hacen presentes, como este texto magnífico de Natalie Flores, en el que ahonda en la representación sexista y superficial que se hace de las mujeres latinoamericanas en el FPS moderno. O este otro de Ben Doyle para The Hard Times, en el que a través del juego causante de este mismo artículo, critica la ausencia de empatía que sigue reglamentando nuestras interacciones consumidor-desarrollador, y desarollador-empresa.  Que cosas así existan sólo abre, engrandece, dispara las ideas y sucede los cambios, cuestiona la retórica hegemónica que nos aplasta, como han venido ocurriendo en el AA, que conserva ese presupuesto elevado, pero llega a nuevas cotas simbólicas y discursivas.

Hellblade: Senua’s Sacrifice y A Plague Tale: Innocence son dos videojuegos excelentes que tienen a protagonistas femeninas bien construidas, con sus aristas delimitadas y sus fluctuaciones existenciales, y a pesar de que aun se mueve al ritmo de ciertas pautas corporativas, su personalidad como obra trasciende su contexto económico ¿y quién quita que esta tendencia de ir hacia lo micro no se traspase a lo macro? Hace poco tuvimos un walking simulator en forma de AAA, que nos invitaba a no asesinar a las otras y considerar a la geografía como una más. Tuvimos un Red Dead Redemption que aunaba en su diseño jugable mecánicas costumbristas, jugar al día a día, con sus respectivos paréntesis para la poética. Todo eso son pequeñas conquistas, una guerra de guerrillas contra lo estandarizado.  Hasta conquistarlo, hasta traducirlo, hacer de él un espacio diverso y en el que sea posible salirse de la métrica empresarial. Porque lo contrario sigue siendo el silencio, lo contrario son las ausencias en serie, diluir por completo la identidad, y jugar como un NPC dentro del mundo, sin rasgos, sin cultura, sin procedencia y sin humanidad.

Y así, la categoría micro, lo pequeño, lo intensamente fugaz, se desdobla en un montón de propuestas. La portada de este mismo artículo está salida de I Am Dead, un videojuego que trata sobre abrir en canal los objetos, las estructuras y los espacios, para descubrir no sólo su historia, sino su presente, su entrecruce de tiempos y realidades que van cuajando en una presencia, en algo más allá de escenografía. I Am Dead es la celebración de lo micro, y la cristalización de una tendencia que va instalándose en nuestro medio: los microtiempos, los microlugares. Superhot, otro reciente, va sobre la sustracción absoluta de los elementos que caracterizan al género de los disparos; es un juego que danza sobre los mínimos de su genealogía y, que dejándola vulnerable, la deconstruye, la replantea. Outer Wilds es un antagonista perfecto del fallido No Man’s Sky; si el segundo es una rendición hacia el artefacto de lo magnífico, el primero es una rebelión, y su espacio de juego, un sistema solar tallado a mano, es la más grande muestra de que lo pequeño siempre triunfará frente a lo universal Las estrellas superan al cosmos que las cobija. El universo de Outer Wilds se reduce a sus planetitas, a sus satélites, a sus coreografías a través de un infinito que se recorre en diez escasos minutos, y que terminan absorbidas por su núcleo en veintidós. Tengo más ganas de pasear la montaña de A Short Hike y la de Lonely Mountains: Downhill que todas las que hay desperdigadas a lo largo de Death Stranding. Encuentro más sentido, más otredad y más contacto en los eriales de Journey que en cualquier megápolis de videojuego, con sus híper-geografías y sus millares de personajes robóticos. Dejo caer peones y manzanas en Superliminal, y cuando las recojo del suelo y veo que son gigantescas, me doy cuenta de que todo es cuestión de perspectiva, de que la realidad la construimos mientras la vemos. Comparo a los macrojuegos con esos monumentos vacíos que mencionaba al principio, fríos, sólidos, ajenos a su sociedad, y a los microjuegos con los rincones, las plazoletas, los pasajes y las redes de transporte público. La clase de lugares en que la humanidad, sin más, ocurre. Donde los juegos y las jugadoras se encuentran.

Es así que las periodistas podemos hacer política con nuestra prensa. Hay política en alzar la voz contra los manantiales mediáticos del AAA, y en girar hacia aquello que es independiente, hacia lo cotidiano. Hacer de lo micro una celebración macro, hablar sobre aquello, pensar sobre aquello. Quien navegue por mis hemerotecas, tanto aquí como en Isla de Monos, verá que apenas he cubierto una sola superproducción, y eso que se trataba de un título que, aun en su comodidad, se permitía un cierto grado de subversión. Estoy hablando de Death Stranding.

Los perímetros angulados y predefinidos de un periodismo plano se ensanchan, se enaltecen y se profundizan, y las perspectivas nos devuelven un periodismo al cubo.

Hacerle textos más íntimos y más complejos a aquello que hemos aprendido a mirar como lo poco debatible, la cantidad tan increíble de discusiones que se esconden en videojuegos tan aparentemente ya leídos y releídos. Revolucionar la revolución es reconstruirla, reimaginarla, resignificarla. Contribuir a todo esto de lo que siempre estamos hablando, hacerlo realidad, ser en comunidad con estas creaciones. Y desde luego, se entiende el bombo y platillo con el que la prensa tradicional trata a los grandes lanzamientos, es una realidad que siempre, antes que las ideas y la ilusión, se encuentra, como diría mi compañero David Aristi, el comer caliente tres veces al día. Pero la prensa no es sólo eso, y pensar así sería volver a girar en el bucle. La realidad es compleja porque la elaboramos muchas. Somos muchas y somos mucho, y desde la periferia, desde los márgenes, puede encenderse la revolución.

Esta(s) semanas ha habido actividad desde la periferia. Mientras escribo estas líneas, la barra de descarga de Call of the Sea, está casi completa. El estudio independiente español Deconstructeam ha lanzado hace poco Interview with the Whisperer, un videojuego narrativo ambientado en la Galicia rural cuyo eje es la conversación con un hombre que afirma poder hablar con dios desde su radio. Haven ha salido hace 5 días, y es un videojuego protagonizado por dos amantes que recorren un mundo onírico y fantástico. Lo suyo sería darle la espalda, como periodistas y como jugadoras, a estas manifestación monstruosa del capital que es Cyberpunk 2077, y jugar aquello que, muy seguramente, le supera sin tener que ser así de grande.

Lo admito, cada vez me da más miedo que Cyberpunk 2077 no vaya a ser lo que espero, pero lo cierto es que cada vez espero menos de Cyberpunk 2077. Han pasado 8 años desde su anuncio, y muchas cosas le pasan a una persona a lo largo de 8 años, pero también a la prensa, a la industria, a las demás. Todas cambiamos, y seguiremos cambiando, y debemos seguir siendo críticas, debemos continuar luchando por esas otras voces y esas otras caras. Perder la ilusión por otro AAA del montón no es perder la ilusión por el videojuego. Y mientras exista el indie, y este siga empujando desde su rincón a toda la maquinaria, habrá esperanza no sólo para algunas, sino para todas.


P.D: Una herramienta grandiosa para comenzar a reorientar nuestros ejes de conversación es el Calendario Indie, de Nivel Oculto. Ya que los lanzamientos independientes no gozan de la centralidad mediática de los AAA, es un cronograma perfecto para ir al día y evitar que queden, económica y culturalmente, en el olvido.