Indeed-Places

Como iliberitano residente en la Comunidad Valenciana, durante buena parte del año extraño Granada. Extraño sus miradores, su bullicio gastronómico. Extraño sus calles, rebosantes de historia y eterno foco de expresión artística, y hasta echo de menos sus gentes, aquellas que, pese a la vivaz calidez andaluza, en veinte años jamás fueron de mi agrado especialmente por su hermeticidad ética. Pero, pese a su naturaleza emocionalmente conservadora, el granadino es artista, y sus discursos dan lugar a reflexiones como las que, desde la mirada hacia el abismo urbano que ofrece San Miguel Alto, compartía con el artista plástico Dym hace escasas semanas, fruto de pensamientos acumulados y de charlas reservadas durante prácticamente un año. Para él, la pintura eran representaciones bidimensionales, donde se primaba la recreación de un espacio potencial o no. Para mí, los videojuegos como expresión artística eran, en esencia, narraciones, mecánicas y espacios. Por más que en ocasiones nos obstinemos – e incluso ilusionemos – con desdibujar disecciones contradictorias o diametralmente opuestas a tales pilares.

El espacio en el videojuego suele marginarse como componente lúdico. Hablamos del espacio en el medio reduciéndolo a una sucesión de no-lugares (Non-Places, introduction to an Anthropology of Supermodernity, Marc Augé) donde la relevancia no solo de su forma sino también de su habitabilidad tienden a suponerse como conceptos esnobs para el grueso de consumidores más que como herramientas para comunicar. Los tejados de Dishonored (Arkane Studios, 2012) nunca son, a ojos ajenos, ruinas de un capitalismo exacerbado o áreas virtuales en las que ‘ser’ y ‘estar’; solo tejados esperando a ser pisados (y que, de hecho, quizás jamás lleguemos a pisar gracias a las posibilidades que ofrece la obra). Los campos de batalla de Overwatch (Blizzard, 2015) o de Valorant (Riot Games, 2020) rara vez merecen la pena ser explorados como escenarios, sino que más bien parecen estar construidos para ser recorridos de manera mecánica, aprendiendo sus recovecos y utilizándolos más como una herramienta jugable que como un fin.

Por todo ello, resulta curioso encarar una relativa acogida y expectación por un producto tan artesanal e intimista como Manifold Garden, el cual, pese a sus apariciones en eventos como Nintendo Direct y presentarse como uno de los caballos de batalla del servicio Apple Arcade (del que fue exclusivo temporal), parece querer apostar desde la más pesimista de las inexperiencias por todo lo contrario; reivindicar la intelección e interpretación del espacio, sin restarle su debida importancia como tránsito en la experiencia. Es una premisa que parte de una mente bien nutrida como es la del artista chicagüense William Chyr – quien trabajó solo en el desarrollo durante más de tres años -, y que, al ser fruto de una comprensión y total disección del videojuego de principios de siglo (se reconocen influencias de obras como Portal), realmente tiene la suficiente fuerza por sí misma como para tirar de todo lo demás. Aunque no necesite hacerlo.

Aunque no tiene ningún miedo a hacerlo, Manifold Garden nunca juega la carta de apoyarse enteramente en su concepto, porque su ejecución jamás lo requiere. Pese a los problemas que pueden surgir a lo largo de un desarrollo independiente y primerizo – al menos, para parte del equipo final -, la obra se siente pulida, y esconde un gran respeto tanto por el feel del jugador (mención especial a un diseño de sonido a la altura, extremadamente naturalista) como por su tiempo. En las cinco o seis horas que puede llegar a durar perderse en la oniria de William Chyr, esta se describe como una sincera sucesión de puzles de dificultad creciente – repletos de hexaedros transportables al más puro estilo Q.U.B.E., solo que re – aderezada de momentos puramente contemplativos – en los que aprovechar un agradecidísimo Modo Foto -, y si bien puntualmente encuentra problemas en su gradación al acoger diversos momentos de confusión espacial y picos de dificultad, sabe salir a flote entre sutilezas y titanes arquitectónicos. Quizás tal apoyo, la contundencia con la que en ocasiones apuesta necesariamente por la espectacularidad visual (sumado al vital rol que desempeñan sus espacios), sea lo que provoque el añoro de una arquitectura un poquito mejor estudiada, conformándose con ser una amalgama de formas complejas con cierto interés visual, impactantes en movimiento, pero carentes de carisma al aislarse.

El título de William Chyr Studio, en términos generales, acaba antojándose así como un proyecto que acaba más damnificado cuanta mayor fijación (e irremediable comparación) se produce con sus referentes y supuestos objetivos. Pese a coronarse como una fuente de inspiración indiscutible, Manifold Garden no tiene mucho de M. C. Escher; tampoco permite ‘explorar el infinito, porque el infinito no entiende de patrones ni de concepciones lógicas. El conjunto lúdico, basado en la permutación de la gravedad en las seis direcciones posibles y en la repetición omnidireccional y pseudo-infinita de estructuras, da lugar a un conglomerado único y muy meritorio, que deja discursos valiosísimos y que consigue transmitir sensaciones únicas al difuminar completamente nuestra percepción clásica del espacio, dejándonos sin los conceptos de ‘arriba’ y ‘abajo’, o ‘izquierda’ y ‘derecha’. En la aventura únicamente subsisten orientaciones vacías, que confluyen – o que, mejor dicho, hacemos confluir – con espacios llenos de significado. Y eso, que no es baladí, debería de bastarle.

Habitar lo inhabitable

Entre selvas de mármol y saltos hacia la inexistencia, Manifold Garden, más que ofrecer un ejercicio mental, es el resultado de uno aún mayor por parte de su creador; de una mirada artístico-lúdica extremadamente coherente hacia la pintura y la arquitectura, y de un esfuerzo incansable por querer entender el videojuego de otra forma. Como juego, aunque funciona, quizás pudiese haber funcionado aún mejor de haber estado interesado en variar y apresurar su ritmo. Como obra, a escasos palmos de la trascendencia determinada por otras grandísimas creaciones de la última década, lo hubiese tenido aún más fácil: le hubiese bastado con confiar un poco más en sí misma.


Este análisis ha sido realizado con una copia para Switch cedida por Jesús Fabre PR.