Sacrificando el músculo técnico en pos de la inmersión

Sé que llego tarde. Muy tarde, de hecho. Pero esta semana pasada empecé, finalmente, Horizon: Zero Dawn. La aventura de acción de Guerrilla Games, padres de Killzone, ya ha cumplido un año desde su estreno oficial en PS4, coronándose como uno de los mejores juegos del pasado 2017, y como todo un imprescindible dentro del catálogo de exclusivos de Sony. Estas hazañas, frutos de años y años de trabajo, son el broche perfecto para un conjunto francamente resultón, que apuesta por la narrativa desde el minuto uno, trae consigo ideas muy interesantes a nivel jugable y hace gala de una de las fachadas más impresionantes con los que nos hemos cruzado durante los últimos años. El mundo por el que se desenvuelve Aloy, carismática protagonista, se deja ver en todo momento como un conjunto de ecosistemas vivos, enfermizamente mimados, y normalmente vastos en cuanto a su extensión.

No obstante, estas proezas a nivel técnico han hecho que, irónicamente, me resulte mucho más fácil ser exigente con su acabado final, pues cada carencia gráfica se me hace infinitamente más obvia que otros fallos graves que se pueden encontrar en propuestas de menor presupuesto. Por ejemplo, una de las características que más me ha llamado la atención no es otra que la ausencia de sangre, que únicamente hace acto de aparición en ciertas secuencias – donde su presencia siempre es estrictamente necesaria. En más ocasiones de las que me atrevo a contar, un rival puede ser atravesado por una flecha y no dejar rastro alguno de esta visceralidad; hecho que no solo ocurre durante el gameplay, sino que también se traslada a las secuencias generadas en tiempo real por el motor del juego.

Estos detallitos, mínimos a la par que necesarios, me han llevado a echar la vista atrás para recordar mi experiencia con Battlefield 1. La propuesta de DICE que llegó a finales de 2016 a nuestras tiendas contaba con un apartado gráfico solidísimo, que funcionaba a las mil maravillas tanto en el modo Campaña como en el modo multijugador. Sin embargo, el hecho de que las cinemáticas no estuvieran bien comprimidas, o de que ciertos modelados no estuvieran al nivel de – por ejemplo – los maravillosos efectos de iluminación eran factores que me sacaban completamente de la experiencia. Entendéis a lo que me refiero, ¿verdad?

En el desarrollo de una aventura resulta vital saber priorizar. Conocer de antemano que, para un estudio normal, resulta literalmente imposible cubrir todos y cada uno de los aspectos que comprenden una obra, y menos aún cubrirlos sobradamente. Ante este dilema, muchos optan por el puro músculo técnico; por las texturas en 4K, por los escenarios fotorrealistas y por la captura de movimientos. Pero, en ocasiones, resulta más factible (y, normalmente, más económico) cuidar las físicas u otros elementos artísticos que emplear demasiados recursos en dichos parámetros. No estoy criticando el apartado artístico de las obras citadas – Dios me libre -, que me parecen sensacionales en su plenitud, pero sí que estoy haciendo apología, indirectamente, a esos amasijos de animaciones y secuencias CGI que, aun haciendo gala de una optimización de diez y de un motor gráfico extremadamente potente, al final del día no cuajan. Que quedan relegadas al olvido gracias a su falta de personalidad, y que en más ocasiones de las que me gustaría reconocer acaban presentando una jugabilidad insustancial.

Sé que queréis nombres, y por ello no me tiembla el pulso a la hora de hablar de The Order: 1886 o de Beyond: Dos Almas, siendo esta última una aventura gráfica de Quantic Dream que, desde mi punto de vista, fue superada por su propia ambición, permitiéndonos disfrutar de un viaje increíble en lo visual, pero muy mediocre en el resto de sus apartados – o, al menos, muy inferior al de entregas como Heavy Rain o Fahrenheit, precedentes directos.

No nos vamos a engañar. A todos nos gusta que los juegos se vean lo mejor posible, y que, cuando lo busquen, se asemejen a la realidad tanto como esté en su mano. Pero el caramelo que supone para una entrega el hecho de “lucir bien” no tarda en ser desmerecido por el paso del tiempo. Trabajo perdido, con el paso de los días, que impide a una obra como Beyond ser disfrutada cinco años después, cuando ya ha sido ampliamente sobrepasada por la gran mayoría de propuestas que llegan a nuestras tiendas. Quizás ese sea mi mayor miedo con Detroit: Become Human, lo nuevo de David Cage, pues me aterra pensar que esos 513 personajes diferentes y esas 74.000 animaciones presentes en el disco sean lo más emblemático e impactante de la propuesta; el fin, y no el medio para narrar una historia que debería de tratarse de forma prioritaria.

The Legend of Zelda: Breath of the Wild, The Witness, Hohokum, Journey, o, en general, cualquier juego de Thatgamecompany. Mientras que el apartado técnico es algo pasajero, y que tras un par de horas pierde el factor sorpresa ante el jugador, decenas de obras nos han enseñando durante los últimos años que el mero hecho de ‘ser bonito’ puede convertirse en una motivación para seguir adelante. Mientras que entregas como Flower o flOw aprovechan estas facilidades para transformar su viaje en algo transcendental, el último juego de puzles de Jonathan Blow nos empujaba, y prácticamente nos obligaba a acabar la propuesta, por el misterio de conocer más y más de la isla tan rica y diversa en la que nos hallábamos. Por descubrir qué será lo próximo, qué se puede llegar a ocultar detrás de ese puzle que nos está comiendo tanto la cabeza.

El caso de Breath of the Wild, no obstante, es algo distinto. Sin desmerecer su apartado técnico, su paleta de colores o el increíble cel-shading que envuelve al mundo de Hyrule, está claro que el equipo desarrollador no tomó como prioridad factores tales como el rendimiento o la optimización del juego en según qué modos. Sin embargo, el motor de físicas que presenta, junto al hecho de poder interactuar con prácticamente todo lo que mueve (y también con lo que no lo hace), permite al mundo sentirse realmente vivo. Así, la sensación de inmersión que se consigue es considerablemente superior a otras entregas de mundo abierto, y el resultado acaba siendo bastante más satisfactorio de cara al jugador.

A modo de conclusión, creo que, para que una obra se encuentre en armonía, es necesario cuidar todos sus apartados, aunque no necesariamente por igual. La potencia de las máquinas de este siglo nos permite recrear situaciones imposibles, e incluso darle un nuevo significado a la jugabilidad de ciertas aventuras. Es el caso de Shadow of the Colossus, que no habría sido el clásico sobresaliente que es considerado a día de hoy de no haber sido por la inmensa escala de sus bestias, así como por lo vasto de sus mapas, que dan lugar a reflexión.

Dicho esto, me parece un gravísimo error el hecho de que actualmente los grandes estudios abusen de la fuerza de la generación, priorizando lo técnico ante lo artístico y lo funcional con tal de satisfacer al usuario más casual. Si queremos formalizar nuestra industria, creo que los videojuegos deberían de dejar de ser demos técnicas para alzarse como las obras de arte que mayormente son. Como en la automoción, los motores se crearon para dar forma a un concepto, y para hacer funcionar una idea que por sí sola no tendría cabida en otros artes como el cine o la literatura. Dejemos de comportarnos como si la exhibición de estos fuera un objetivo a seguir.