¿Es hora de volver? ¿O puedo presionar un poco más al grupo?
Cuando reduces la agencia del jugador dentro de un videojuego, das más peso a sus acciones. Dragon Ruins y Dragon Ruins II no dejan de ser dungeon crawlers con elementos de auto-battler, así que hay tres cosas que puedes hacer: planificar el avance de la mazmorra, gestionar tus recursos y decidir cuándo luchar o retirarte. Es un ejercicio de diseño destilado, de esos en los que lo importante es saber identificar con precisión los elementos que hacen que una propuesta funcione y descartar todo lo demás.
Así que ahí estás, frente a lo que parecen incontables pasillos de una mazmorra que desafía cualquier lógica en su diseño. Seleccionas cuatro héroes a los que condenas a vagar por un entorno que solo quiere matarlos o volverles locos. Los pasillos de sus mazmorras son espacios estériles donde los personajes caen derrotados solo para volver a perderse dentro. Los días pasan, un calendario te marca cuánto tiempo llevan vagando entre paredes monocromáticas y ruinosas. Días, meses, años, el juego incluso te da recompensas para festejar sus cumpleaños. Un recuadro negro con letras en blanco te dice cuándo sucede, te da un poco de oro y a seguir, no hay tiempo para grandes celebraciones.
Mientras estaba ahí abajo, pensaba mucho en cómo tenía que ser todo ahí arriba. Que puede llevar a un grupo de personas a aceptar cualquiera de estos trabajos, a dejarse atrapar en una prisión física y mental como esta. Tienen que ser personajes que se muevan más por impulsos que por razones. Hay una decadencia increíblemente solemne en Dragon Ruins, similar a esas que vemos en los juegos de FromSoftware y una compartida por otros como Loop Hero. Aquí también vemos esa estética de lo cíclico. El ciclo es estructural y temático, el progreso nunca es definitivo, nada lo es. Siempre regresas a las mismas mazmorras, siempre repites las mismas decisiones, pero con matices. Solo existe lo mismo, pero transformado, un regreso sin un avance verdadero. Los héroes no pueden salvar al mundo, solo pueden retrasar su declive. Vivimos siendo perpetuos restauradores de un espacio condenado.
Jugar a Dragon Ruins es adictivo. Destaca en su sencillez, pero eso no significa que sea menos valioso o brillante. Su diseño no es profundo, se basa en la repetición, pero las decisiones que tomas nunca dejan de ser estimulantes. Un gameplay que encaja a la perfección con su tono y su estética. Y es que menudos vibes. Un puñado de increíbles ilustraciones y una música como esta no son poca cosa, ni de coña, pero el juego solo necesita esto para meterte totalmente dentro. En la primera entrega, por haber, no hay ni texturas en las paredes. Son todo líneas blancas sobre un fondo negro, pero da igual porque el juego te da lo que necesitas para que tu cerebro rellene los huecos. Como en los primeros RPGs y en los juegos de rol de mesa, lo esencial no está en lo que no se muestra, sino en lo que se imagina.
Es curioso, porque la experiencia que Dragon Ruins ofrece me ha hecho pensar en cuando los manuales ilustrados solían acompañar los videojuegos. Eran una extensión de su mundo, una forma de expandir el imaginario visual de obras muy limitadas gráficamente por las capacidades del medio. Y es que muchas veces “solo” necesitamos un puñado de ilustraciones para dar forma a toda una experiencia, y Dragon Ruins desde luego que lo consigue. Aunque, al final, la verdadera influencia del juego es, sin duda, Wizardry.
Dragon Ruins se nutre de ese legado de exploración insostenible, de avance desalentador, de una lucha constante contra el entorno. Aunque lo hace de una forma muchísimo más accesible, nunca pierde el tono que hereda de Wizardry. Recoge esa esencia, pero lleva la fórmula aún más allá al enfocarse no solo en el castigo constante, sino en el ciclo interminable de la derrota y el regreso. No solo toma prestadas esas ideas de lo cíclico y la exploración opresiva y nihilista en su diseño, también transforma esa estructura en una meditación sobre el fracaso y la perpetuidad, manteniendo esa esencia de los días más duros de los dungeon crawlers clásicos.
Un ejercicio de precisión
Dragon Ruins II no es un cambio muy drástico con respecto a la primera entrega. Sabe aprovechar mejor el espacio de diseño que el primero dejaba abierto, pero nunca renuncia a la simplicidad que le define. Introduce pequeñas capas adicionales de decisión: subir de nivel a tus personajes y mejorar su equipo son mecánicas mejor diferenciadas, el sistema de misiones distribuye mejor el ritmo de un juego más largo, abrir cofres hace de la exploración algo más satisfactorio, las trampas y los teletransportadores dan lugar a la toma de pequeñas decisiones. No es una secuela que destaque por su ambición, sino por su precisión. Una que entiende a la perfección los márgenes por los que se mueve el juego para hacerlo con más soltura sin sacrificar su encantador minimalismo.
Esta crítica ha sido realizada con una copia adquirida por la propia redacción.