Barrio y viñedo

Voy a poner dos ejemplos. Esto es Beauclair. Es una ciudad preciosa, capital del ducado de Toussaint. Y se ve real, ¿no? Quiero decir, los gráficos son bonitos, la arquitectura de las calles y las casas está pensada al milímetro, las coreografías de los personajes tejen un tapiz rico y diverso de pequeñas existencias y en general todo esto me devuelve una sensación de verosimilitud. Camino y la música de lo mundano se entremezcla con el silbido de los ruiseñores; puedo escuchar cómo la ciudad se sacude la noche de encima y se pone en marcha, lenta pero seguramente, el mecanismo de las coexistencias. Puedo ver cómo cada pequeño rincón se enciende y se enfrenta a la jornada, puedo escuchar cómo la orquesta de los callejones confluye con los flautines de los juglares, casi hasta puedo oler las flores, los postres, los aromas de los vinos que perfuman cada tramo del mercado. De hecho, toda esta ciudad, esta calle y esta caminata son tan reales que, a su lado, me siento irreal. Y.… ¿por qué? ¿por qué no puedo interactuar con estas gentes más allá de un intercambio de servicios rutinario? ¿por qué no me deja formar parte de su cosmos? Si estuviera caminando por aquí en la vida real podría detenerme y sentarme en ese banco, regatear el precio por un par de sandías, escuchar las historias de las artesanas e introducirme lenta y deliciosamente en su día a día. Pero no. Soy un brujo, y quiera o no mi rol social limita mi capacidad para intervenir en esta ciudad. Para ser en ella.

La única forma en que puedo repercutir en la vida de las otras es matando bestias o recibiendo dinero a cambio de matar bestias. Puedo comprar vinos y puedo almorzar, por ejemplo, pero no hay mecánicas que retroalimenten aquella sensación de verosimilitud que me producen el apartado técnico y estético. No hay ninguna animación que me permita tomarme una copa en los balcones, degustar una sopa de cangrejo en la taberna, ni siquiera sentarme en los sillones de mi propia finca. No puedo relajarme en esas sillas, no puedo navegar en estas góndolas, no puedo acariciar a estos caballos y no puedo hablar con estas gentes. Caminando a través del mercado de Beauclair me siento como una extranjera. No como una que viaja y descubre horizontes, no como el viajero poeta de Michel Onfray, sino como una intrusa, una alienígena; alguien que no debería estar aquí y que, de hecho, no lo está. He jugado más de cien horas a caminar en Beauclair, pero en ninguna de esas horas he estado aquí. Soy el fantasma en la vida un millón de PNJ’S. No existo para ellos y no existen para mí. Soy una alucinación, un mal sueño que tuvieron las calles y los días.

No hay diferencia, entonces, entre todo el gameplay de Bernband y estas plazas y puentes tan dolorosamente ajenos a mi agencia. La diferencia es que en Bernband aquella alienación y alteridad del mismo (el avatar controlado por la jugadora) es deliberada, el eje neurálgico de su discurso mecánico: “people are stranger, when you´re a strange“. Somos una criatura que ingresa en otro mundo, y eso implica muchísimo: un lenguaje ignoto, una cultura desconocida, una arquitectura urbana aparentemente absurda y una sensación de absoluto rechazo hacia nuestra presencia. En The Witcher 3, la alienación es un subproducto, una fenomenología de accidentes existenciales. La ciudad es utilería, un escenario de cartón para venir y regar de sangre los adoquines de cada esquina. Es una ciudad que tengo que imaginarme porque en ella no puedo ser ni estar. El mundo invita a ser mucho más que un cazador de monstruos: una paisajista, una jornalera, una catadora de vinos, pero el juego no me deja ser, me tiene atrapado entre dos espadas. Mi identidad me limita y me fija en una perspectiva de una ciudad que está hecha de miles de ellas. Caminar por sus calles, sabiendo esto, es distinto. Es triste y escalofriante. La superficie del mapa es gigantesca y su gigantez está hecha de vacío, de piezas de vacío colocadas estratégicamente para simularse a sí mismas, devolverme el reflejo de algo vivo, de algo real. Lo único real es que hay una zona de silencio, un precipicio irresoluble que nos separa.

La Beauclair del videojuego [frente a la de la ficción literaria]comete el pecado de existir diseñada para ser jugada; de tener que anteponer, siempre, el espectáculo efímero de la violencia por encima del bosquejo de cotidianidad.

Este es un problema que no estaba presente en la Beauclair literaria. Hacia la mitad del primer volumen de La Dama del Lago, Geralt, Cahir, Milva, Jaskier y Angoulême entran a Toussaint por el orificio de lo cultural. Escoltados por un caballero que les introduce en la delicias culinarias locales, y teniendo que integrarse en un festival de la vendimia para poder tener una audiencia con la duquesa, la misión de la compaña queda relegada a un segundo plano, y el andamiaje de la tradición toma su lugar, retardando sus prisas y reorganizando sus rutinas. En ese sentido, la Beauclair de The Witcher 3 comete el pecado de existir diseñada para ser jugada; de tener que anteponer, siempre, el espectáculo efímero de la violencia por encima del bosquejo de cotidianidad. Es evidente que, por parte de los guionistas del juego, hay una intención clara por trazar un paralelismo entre las dos entradas al ducado, por despertar en los lectores el sentimiento del regreso a casa, de ir desempolvando imágenes y ecos que resonaron a nuestra partida. Pero, una vez más, la naturaleza altamente violenta nos distrae de esta posibilidad poética, y es en esa distracción que, por más fielmente representada que esté la materialidad de la ciudad, su significación discursiva fracasa y nos bisecciona.

A este distanciamiento entre mecánicas y representación mundoficcional ya se refería Alejandro Martínez en un texto para Espada y Pluma, algo que él denominaba disonancia ludotópica:una disonancia […] entre la inmersión que supone el salto gráfico en el que el jugador ocupa espacios de juego que reflejan cada vez de forma más fiel la realidad, y la forma en cómo ocupa estos espacios, con mecánicas que crean una ruptura de esa inmersión y que lo devuelven a la realidad del videojuego. Beauclair es solo una de muchas ciudades enfermas por esta disonancia. Está contaminada de ludotopía. ¿Y cómo podemos curar a nuestras ciudades de esta dicotomía tan al mismo tiempo manifiesta y sutil? Para esto me sirve el segundo ejemplo. La cura no es absoluta, y sus ingredientes no están reunidos en un solo elíxir de un solo videojuego. Hay que hacer una cartografía de ciudades jugables, encajarnos en las vidas de sus ciudadanas. Habitar, interpretar y coexistir. Hay que viajar, como primera parada, a Yakuza 0. Hay que imaginarnos que estamos en Kamurocho.

En contraposición a Beauclair, Kamurocho es minúscula. Ni siquiera la calificaría de ciudad; es un pliegue chiquito de una gran metrópolis, y en el ser consciente de que su tamaño no es una carencia a simular sino una virtud a explotar, es donde reside su genialidad. Caminar por un pedacito de ciudad es asumir que vamos a tardarnos, que penetrar en todos esos letreros y voces y vidas implica una expropiación de nuestro tiempo y cuerpo. No es lógico que Beauclair entera se recorra en media hora, y que podamos atravesarla sin ninguna clase de contratiempo. Ninguna ciudad se recorre en media hora y sin ningún contratiempo. En cambio, un sector de una ciudad se recorre en muchas horas, porque en esa esquirla de mapa, las realidades se aglutinan para interactuar con nosotras, se condensan las identidades, las vidas, los estratos de lo que es real y que hacen de esta sensación algo tan placentero y tan estimulante. En Yakuza permanecen, por ejemplo, los pandilleros que interrumpen nuestro paseo; los taxis que nos recuerdan que somos chiquitos en comparación a las calles; los horarios de cierre, las personas que nos interrumpen con sus preocupaciones y sus intereses, ciertos brotes de precariedad. Y por esos obstáculos, explorar un restaurante no es sólo conocerlo materialmente, no es sólo ser conscientes de que está ahí, sino una experiencia polifacética: es entrar, sentarnos, peinar, de platillo en platillo, las hojas del menú, ajustando nuestro apetito con la cocina, leyendo los ingredientes, midiendo nuestro presupuesto con los números al lado de los nombres, hablar con el cocinero, escuchar la música, sentir la luz y los límites del espacio, para finalmente degustar, saciar el hambre que nos ha traído no como si fuera un objetivo, no como si fuera una casilla de la lista, sino como un deseo, una ansia elaborada por miles de pequeños detalles. Comparemos, entonces, los prólogos que preceden a Beauclair y a Kamurocho. Mientras que en Blood and Wine sucede entre un montón de persecusiones y prisas jugables, entrar en Yakuza 0 es un constante reajuste de velocidades, de negociar con las barreras de su heterogeneidad urbana.

A Beauclair entramos corriendo, galopando a velocidad máxima, peleando, matando e interrumpiendo. Basta con comprobar que nuestro primer contacto con su geografía es matar a una de sus leyendas locales, el cíclope maldito Golyath, para ir entendiendo el lugar que (no) ocupamos en su microcosmos. Eventualmente, esta intrusividad textual y performativa inicial se reafirma y se expande: llegamos a un evento en el que se traza un paralelo con las corridas de toros españolas, un combate singular entre bestia y caballera, en que la protagonista del acto y la que acaba decidiendo su significación, somos nosotras, al poder elegir si matamos al Shaelmaar, apegándonos al marco de la tradición cultural, o si lo dejamos vivir, actuando de una manera mucho más correcta desde un plano ético, pero imponiendo nuestra particular idiosincrasia sobre la de las nativas. Luego de esto, aparece otra persecución, siguiendo un camino que va de los campos del torneo hasta el corazón del palacio real, diluyendo la densidad de las calles y de las gentes que las ocupan a un mero borrón difuso que se abre ante nuestro paso. Una vez en los jardines del palacio, empieza otra dinámica de dominio: interrumpir la tradición de la búsqueda del tesoro. Hacemos trampa en la cacería del unicornio, al poder hechizarlo con la señal de Axis; hacemos trampa en la pesca del Pez Dorado, al meternos en el lago a bucear, y el desafío final, el encontrar al conejo, acaba teñido, otra vez, por la violencia sangrienta. El descanso, el paréntesis para el diálogo y el cuidado, no ocurre sino hasta bien entradas las horas, cuando nos reunimos con nuestro camarada, el vampiro Emiel Regis, a las afueras de la ciudad.

Antagónicamente, Kamurocho nos recibe entre platos de ramen, conciertos de Karaoke, diálogos con sus habitantes y un flâneur lentísimo, en el que nos abrimos a las diversas presencias que componen el paisaje de este barrio japonés. Peleamos con algunos pandilleros y un par de borrachos, cierto, pero esta violencia no deja de ser dialéctica, de comunicarnos el progresivo estado de descomposición económica y social padecida por Kamurocho, o la cualidad bohemia y rayana de sus habitantes. La microciudad no le sirve al juego como excusa para darnos algo a lo que pegar o que conquistar, sino para conocer, interpretar y tocar los bordes de nuestro espectro existencial, imbuirnos de neones y manifestaciones culturales. El ramen no es únicamente un elemento del inventario, ni una abstracción utilitaria, sino un ritual, una liturgia que se piensa y se ejecuta con sumo cuidado, en consonancia con el entorno. Los bares y las cantinas se llenan de música, de diálogo, de vapores y voces que se entremezclan y nos ofrecen una mecánica divertidísima de canto en la cual el objetivo real no es ganar y ofrecer el mejor performance, sino pasar un buen rato. Las peleas que ocurren afuera de estos establecimientos nos permiten desembrollar conflictos, ayudar a las necesitadas, comunicar algo más allá de dolor físico. Una vez cimentado el andamiaje urbano en el que pasaremos las siguientes decenas de horas, se deja caer la trama, y en ese sentido, Yakuza presenta un respeto inmenso por su espacio de juego. Primero el barrio y la raza, luego todo lo demás.

Superado el perímetro que prologa estas obras, las respectivas ciudades quedan abiertas y totalizadas a su ontología de mundo abierto. Las misiones de Blood and Wine apuntan siempre a lo mismo: matar, luchar, ganar. Incluso una microficción tan tangencial, como la de servir de modelo a un pintor, empieza con una pelea contra una manada de nekkers y acaba con la decapitación de un archigrifo. La única misión que no involucra combate o competencia, y que lanza un mensaje más universal (y encima sostenido en una referencia intertextual) es la de recoger un depósito en el banco de los Cianfanelli. En cambio, las misiones de Yakuza van de conectar con las otras, de aprender cuáles son sus preocupaciones, sus vicios e incluso sus fetiches, y de cómo la suma de todo eso va dejando el rastro de una ciudad mucho más grande que todas las calles y las misiones. Es una ciudad imaginada, pero también profundamente real. En Kamurocho puedo ser y estar, sin grietas entre los verbos.

He ahí una buena manera de empezar a curarnos de ludotopia.