(O cómo Tears of the Kingdom arruinó uno de mis juegos favoritos)

No exagero cuando digo que 2017 fue uno de los mejores años de los videojuegos. Y hablando a nivel personal, quizás sea un año insuperable. Fue cuando realmente me enamoré de los videojuegos; claro que en la infancia fueron mi mayor pasatiempo y pasión, pero en los últimos años de mi segunda década de vida comencé a renegar de ellos y sólo ocasionalmente jugaba algo que no fuese Pro Evolution Soccer o FIFA, una verdadera tragedia.

Pero luego llegó 2017 y junto a él Night in the Woods, Cuphead, What Remains of Edith Finch, A Hat in Time, Hollow Knight, Resident Evil VII, Sonic Mania y un eterno etcétera, estando todos altísimos en mi lista de juegos favoritos. Por eso decir que el juego del año para mí fue The Legend of Zelda: Breath of the Wild son verdaderamente palabras mayores.

Un regreso a la infancia

The Legend of Zelda: Breath of the Wild

Son muchos los factores que hacen que esta entrega de la franquicia Zelda, una que otrora fue mi saga favorita de videojuegos, se convirtiera rápidamente en mi favorita. El mirar al horizonte y saber que podía llegar a cualquier lugar al que mirase y tener la certeza de que no sólo encontraría algo de interés allá, sino que además saber que me iba a desviar mil veces en el camino por encontrar más y más cosas que hacer fue una de las características más resaltantes de toda la experiencia.

También hubo momentos inolvidables, como la primera vez que vi un dragón cruzando el cielo, cuando me encontré a Nyel y su acordeón o la vez que cruzando una fuerte ventisca en una montaña vi a un lobo blanco observándome solemnemente desde la distancia. Momentos que aun seis años después recuerdo con claridad.

Esto, combinado con un millón de factores más, hicieron que la experiencia fuera sobrecogedoramente inmersiva. Y algo que, hasta el momento, ningún juego había logrado hacer: llevarme de vuelta a mi infancia. Cada día descubría nuevas cosas, detalles, personajes, subtramas e incluso armas o enemigos particularmente escasos despertaban en mí un sentido de curiosidad que no sentía hace años. Al igual que cuando iba al colegio y compartíamos entre compañeros detalles que descubríamos en los juegos que no lográbamos entender por completo por estar en un idioma diferente, ahora compartía con mis amigos, contando anécdotas o cosas que no teníamos idea que existiesen o se pudieran hacer.

Así que entenderán porqué, en un año tan sobrecargado de tan buenos títulos, Breath of the Wild fue mi favorito. Ahora que sacamos del camino la parte del título que indica que es el mejor juego de Zelda, hablemos de porqué es el peor.

El reinado contraataca

Este año salió la esperadísima secuela; Tears of the Kingdom. Las expectativas de muchos estaban por el cielo y de aún más fueron superadas en todos los aspectos. ¿Entonces por qué yo me encontraba tan receloso de que el juego fuese a usar la misma fórmula que Breath of The Wild? ¿Acaso es malo tener mucho de algo tan bueno? Pues sí y no.

Hay algo llamado el efecto Zelda y, aunque no pude encontrar un link (je je) de un artículo sobre el que respaldarme, se comentaba hace años. Este efecto consiste en que cada vez que sale un nuevo juego de la saga, se considera el mejor de todos y el anterior deja de ser visto de tan buena manera; de repente todos los defectos de éste se vuelven más aparentes y sus bondades pierden relevancia. Luego sale el siguiente juego y el ciclo se vuelve a repetir.

En cierta medida esto ocurrió con Breath of the Wild y Tears of the Kingdom, siendo este último considerado como una mejora en todos los aspectos sobre el anterior e, incluso para algunos, dejándolo obsoleto. Si un juego puede quedar o no obsoleto es una lata de gusanos que no pienso abrir ahora ni nunca, pero algo que no podía dejar de pasar por mi cabeza mientras jugaba a TOTK era la duda de si de verdad me había gustado tanto BOTW como creía recordar y no porque considerase que Tears of the Kingdom fuese tan bueno que haya dejado chico a su hermano mayor, sino todo lo contrario. La exploración que tanto me encantó ahora se me hacía pesada; sólo quería encontrar caballos para desplazarrme con mayor rapidez entre los escenarios. El combate era demasiado simplón, por lo que evitaba enfrentarme a monstruos lo más que pudiera. Detesté con todo mi corazón a los kologs y lo inútiles que eran. La historia contada de forma no lineal y a través de cuentagotas (literalmente, son lágrimas de dragón) hacían que no sólo no pudiese conectar con lo que el juego trataba de contarme, sino que además tenía cero interés en averiguarlo. Y, quizás lo peor de todo: los santuarios se me hacían pesadísimos y repetitivos, los puzles o muy fáciles o muy obtusos y que en todo momento trataban de forzarte a usar las nuevas mecánicas del juego.

En este último punto me quiero detener un poco. Quizás es algo injusto decir que el juego me forzase a usar las mecánicas introducidas al principio de la aventura, pues todo Zelda es así de una manera u otra. La fórmula suele ser: hay una cantidad indeterminada de lugares en el mundo y en los santuarios a los que no puedes acceder, encuentras un objeto con el que acceder a esos lugares y puedes seguir avanzando, eventualmente dicho objeto perderá relevancia y se usará cada vez menos y a repetir el proceso de nuevo. El problema para mí, entonces, era que las mecánicas de construcción de objetos, por muy sorprendentes que me pareciesen a un nivel técnico, no me interesaban lo más mínimo a nivel jugable. Nunca he sido particularmente creativo cuando se trata mecánicas que te den demasiada libertad o que te entreguen una caja de arena para que construyas a tu gusto (razón por la que nunca conectaré con Minecraft tampoco), por lo que evitaba como pudiese la necesidad de construir cosas para generar soluciones, para acceder a lugares difíciles e inclusive para moverme por el mundo.

Con este desencanto que sufrí mientras volvía a recorrer Hyrule caí en la cuenta que, si no me interesaban las novedades que traía Tears of the Kingdom con respecto a Breath of the Wild, entonces el juego no tenía nada que ofrecerme. En absoluto.

Desencanto

Como si una cortina se abriese ante mis ojos, descubrí entonces que aquella aventura que tanto adoré por allá por 2017, que me reconectó con mi infancia, que revivió mi curiosidad y que me hizo sentir pequeño en un mundo basto y repleto de detalles, seguía siendo una experiencia irreemplazable y que seguiré atesorando. Pero que no es una experiencia que espero tener en un Zelda.

The Legend of Zelda siempre se ha caracterizado por tener un overworld que se siente basto y lleno de secretos desde sus inicios en 1986. Pero ésa es sólo la mitad de la experiencia; la otra son sus mazmorras. Lugares monolíticos que por dentro se sienten tan o incluso más grandes que el mundo mismo, llenos de secretos, puzles, enemigos y que culminan en una increíble batalla contra criaturas que pareciesen inabarcables en un comienzo, que logramos derrotar con el ingenio por sobre la fuerza bruta. Y es esta mitad precisamente donde se encuentra toda la sustancia del juego. El mundo es para explorar, sí; esconde secretos, sí; tiene puzzles, monstruos, tesoros y un largo etcétera, sí a todo. Pero son las mazmorras donde se desarrolla el juego, donde se nos pone verdaderamente a prueba y donde la fórmula Zelda se hace presente.

The Legend of Zelda Breath of the Wild verticalTanto el combate como la historia han sido elementos que siempre han estado presentes en la franquicia, pero que nunca han sido realmente buenos. Los jefes finales no son buenos porque sean mecánicamente destacables, sino por su espectáculo, porque nos fuerzan a usar nuestro ingenio descubriendo sus puntos débiles y usar las mejores herramientas a nuestro alcance a favor. La historia es simplona y, en esencia, siempre es la misma; hay una princesa que rescatar, un reinado que salvar, un enemigo que vencer. Si recordamos con cariño la historia de alguno de los juegos de The Legend of Zelda no es porque nos cuenten algo que no podamos encontrar en cualquier otro juego, sino porque cada entrega tiene su mood propio y sabe cómo usarlo a su beneficio para despertar emociones en nosotros. Con momentos muy específicos que usan la fórmula perfecta para resultar impactantes y memorables.

Y estos elementos son los que la fórmula de Breath of the Wild olvidó en el camino. Claro, el juego intenta hacer otras cosas y las logra hacer, en mayor parte, muy bien. Pero la esencia, el corazón, que comparten todos los Zeldas anteriores -casi- no está ahí. Así como Resident Evil 4 es un buen juego -no para mí, cabe destacar-, pero un mal Resident Evil; Breath of the Wild es un juego fantástico y un pésimo Zelda.

Hasta que nos volvamos a ver

Mis peores miedos con respecto a Tears of the Kingdom se hicieron realidad en cuanto lo jugué. Breath of the Wild ofrecía ante todo un mundo al que conocer, repleto de secretos que encontrar y anécdotas que crear, pero muy poco más allá de eso. Los templos eran cortos y simples, la historia se veía aún más afectada por la forma en que se contaba y el sentido de progresión era una ilusión creada a la fuerza poniendo los mismos enemigos de siempre con un nuevo color y estadísticas de combate más alta conforme íbamos avanzando. Y todo el humo y todos los espejos que con tanta maestría creó, se derrumbaron ante mí con su secuela.

De pronto entendí demasiado bien qué intentaba hacer el juego, cómo intentaba manipularme para sentirme de la manera que quería que me sintiera, al punto en que sé que nunca más volveré al Hyrule de Breath of the Wild, ya no tiene nada que ofrecerme más que el recuerdo de aquellos últimos días de verano donde cada hora despierto que pasaba, la pasaba jugando y descubriendo. Si sale una nueva entrega que siga el mismo espíritu, la omitiré hasta que vuelva la fórmula original, aquella de la que me enamoré.

No me gusta terminar este texto en una nota tan agria, porque de verdad que amé Breath of the Wild y no hay forma en que lo pueda enfatizar lo suficiente. Fue uno de los mejores momentos que he vivido en el gaming, pero que simplemente no quiero volver a repetir. Es tanta la brecha entre ambos sentimientos que, por eso, para mí Breath of the Wild es el mejor y el peor The Legend of Zelda, todo a la vez y al mismo tiempo.

kofi