Un recorrido por la herencia cultural de Final Fantasy VI
Muchas veces se ha entendido y clasificado la fantasía como escapismo, como espacio en el que todo es posible, lo blanco es muy blanco y lo negro muy negro. A veces se le ha quitado peso y relevancia, reduciéndolo a un género inmaduro, para críos o gente joven, como si hiciese falta un cierto grado de ingenuidad para poder conectar con este tipo de narrativas, pero esa es una visión reduccionista. Es un género que se mueve y se nutre de símbolos, mitologías y tensiones culturales pasadas a la vez que refleja las inquietudes contemporáneas, haciendo una mezcla de elementos que perfilan temáticas universales y atemporales. La magia dentro de la fantasía siempre ha sido ese elemento imposible que hace lo irreal plausible, una comodidad estimulante que rompe con las reglas de lo establecido para meternos en un espacio que amoldar a nuestro gusto. Generalmente, en la fantasía occidental, se ha planteado como una herramienta dual, buena o mala, con cualidades morales claramente definidas en función de su origen.
Partiendo de esta idea podríamos empezar hablando de los inicios con base teológica y maniqueísta que cristalizaron en la fantasía contemporánea el siglo pasado y que han influido en ella hasta la actualidad. Autores como Tolkien, y de formas mucho más explícitas otros como Lewis, cimentaron las que luego han sido las bases del género, creando mundos con una visión claramente marcada e indivisible de su fe personal. Mundos que bebían directamente en muchas ocasiones de la tradición nórdica, germánica y celta en los que la magia era un elemento que se solía asociar a la naturaleza, que empiezan a pasar, a través de estos autores, por filtros creacionistas en los que el orden natural está estrechamente vinculado con lo divino.
Por una parte, la magia en el legendarium de Tolkien es una manifestación del orden natural de las cosas, de lo creado por Ilúvatar, y todo aquello que altera ese orden para dominar y someter es una corrupción maligna del orden natural e intrínsecamente benigno de las cosas. Por su parte, Lewis es aún más directo con su alegoría cristiana —ya que alguna de sus obras, como Las Crónicas de Narnia, casi rozan lo propagandístico— Aslan es el bien absoluto, incontestable, y dudar de su figura es un acto de debilidad con consecuencias negativas, todo lo demás es pagano, maligno o despreciable. Pero, aunque estos conceptos siguen presentes de una forma u otra en narrativas fantásticas más recientes que beben en muchos casos de forma directa de estas obras, este marco no es universal, pero sí fundacional.

La Torre de Kefka impone artistica y conceptualmente, siendo una de las localizaciones más recordadas del título.
Los primeros Final Fantasy empiezan siendo bastante arquetípicos, aunque enseguida podemos empezar a ver los pequeños matices. Ya desde el principio se percibe esa perspectiva oriental que hace de sus narrativas fantásticas resulten tan atractivas. Tienen esa base occidental que viene de los RPG y la tradición literaria occidentales, pero sobre la que permea una forma distinta de entender su mundo. Lo divino no responde necesariamente a un orden moral, único o incuestionable, la tradición japonesa tiene en su folclore deidades que encarnan multitud de conceptos o elementos que pueden ser tanto protectores como caprichosos; engañan, exigen tributo o castigan por mero antojo. Esta es una visión que cala en sus acercamientos a la fantasía y crea claros contrastes con la occidental; nuestra versión de lo divino muchas veces pasa por un sentido de la justicia, del orden o la bondad, mientras que sus representaciones de las deidades pasan por ser fuerzas que pueden ser cuestionadas o incluso destronadas.
Ya desde Final Fantasy II se intentaba profundizar más en las consecuencias de la represión y la guerra, alejándose de la narración más arquetípica de la primera entrega, y dejando ver de paso la clara influencia de Star Wars. Final Fantasy IV empezaba colocándonos en el lado del opresor, cuestionando las acciones de sus protagonistas desde el primer momento. Pero sus acercamientos no ahondan lo suficiente, acaban teniendo una tragedia que resulta más impostada y a veces un poco torpe. Se les nota ese conjunto de influencias, y según la saga va ganando en complejidad, los contrastes se acentuaban aún más mientras que se empieza a tejer esa mezcla de visiones orientales y occidentales, y puede que Final Fantasy IV sea el ejemplo más clave de esta unión, pero Final Fantasy VI es el que lo consolida todo. Nos plantea una fantasía rota, más madura y consciente, que ha dejado de creer y ha decidido buscar su sentido en la humanidad de sus personajes mientras deja de lado los tropos de la fantasía y para construir su identidad.
Final Fantasy VI empieza narrándonos que la magia es una amenaza, un recuerdo sucio y una fuente de poder que casi acaba con el mundo, que lo ha abandonado y ha dejado paso a una sociedad industrializada, de metal, vapor y pólvora, que ha roto su vínculo con la naturaleza. Lo mágico ya no es una fuerza misteriosa, sagrada y protectora, es un elemento que se quiere traer de vuelta porque se puede manipular y usar como arma para someter al mundo entero, un agente corruptor nacido del conflicto divino, un poder caótico y desacralizado. El juego deconstruye el ideal de lo mágico, lo asocia con la violencia y la represión, cuestiona su propia existencia y sus fines; es símbolo de explotación, desequilibrio y sufrimiento.
Terra como personaje representa esa dualidad. Desde el principio del juego su “don” mágico es para ella una carga, la causa de su sufrimiento, le reduce a un arma, un objeto para la destrucción sin otro propósito. Su historia y la de los Espers está rodeada de tragedia porque es un mundo dividido que no puede sanar mientras exista la magia, no hay equilibrio que restaurar ni un final fácil. Y es esa la fricción y la complejidad que hace de Final Fantasy VI un juego con un aura tan especial: la imposibilidad de que el poder mágico conviva con la vida, de que la fantasía abrace lo humano sin quebrarse.
Uno de los aspectos más interesantes de cómo se representa la tragedia, y quizás de los menos discutidos, es el uso de unas formas teatrales a lo largo de todo el juego. La conversación en torno al lenguaje cinematográfico dentro de los videojuegos está más que trillada y puede ser que las propias entregas de PSX tengan parte de la culpa de este sesgo que tanto nos pesa ahora, en especial Final Fantasy VII, aunque de formas involuntarias. Sin embargo, la influencia de Final Fantasy VI es otra.
Es una que pasa por interludios de presentación de sus protagonistas, por personajes definidos con un trazo muy marcado, cuya función dramática debe cumplirse rápido y con fuerza en un entorno sin elementos como el montaje, donde la puesta en escena y el texto lo son todo; o unos títulos de crédito que presenta a sus protagonistas como actores dentro de una obra. Incluso las pequeñas animaciones que tienen los personajes para mostrar emociones que empezaron a aparecer en Final Fantasy IV dan esa cadencia y matiz performativo mientras miran directamente al espectador como si fuesen actores reconociendo la presencia del público en una obra de teatro.
El ocaso de magia y vapor
Todo esto va mucho más allá de la famosa escena de la ópera; es una decisión de estilo que lo hace destacar mientras llena el juego de matices y personalidad. Es una obra monumental, estoy seguro de que se sentía así en 1994 y lo sigue siendo hoy en día por su ambición creativa y su capacidad para profundizar y transformar las ideas que se habían estado explorando en los Final Fantasy anteriores. Su madurez radica en su riqueza temática y en cómo profundiza sin sobredesarrollar, y tal vez por eso sea un referente difícil de imitar. Por muchos JRPG que salgan intentando devolvernos a la época dorada de los píxeles y los comandos, Final Fantasy VI prevalece porque no pretendía amoldarse a ningún estándar, sino sobreponerse a ellos. Lo que lo define es que su esencia no se limita a encasillarse en las rígidas formas de un estilo, sino en que mira mucho más allá de su propio medio para encontrar su identidad, haciéndolo, en consecuencia, irrepetible.