Como en casa, en ningún sitio

The Callisto Protocol ha protagonizado estos últimos días un caso de éxito digno de estudio. La propuesta, que aún sin datos de ventas no puede decirse que haya sido mal recibida a nivel de ventas (ahí están redes como Twitter o YouTube totalmente desbordantes de contenido del juego para demostrarlo), ha recibido una nota media de 72 en Metacritic, y unas valoraciones mixtas en Steam debido a su pobre rendimiento actual. Sin embargo, fuera de este juicio público que declara la guerra a los bajones de 20fps en un PC de gama alta, pocas críticas se centran en laos QTEs, los tobogones, la acción pasillera; unas mecánicas sin lugar a dudas pertenecientes a otro tiempo, a otra era en la que menos era más, y en la que los mundos abiertos eran cosa de Grand Theft Auto Minecraft. Y en gran parte, estoy convencido de que poca gente ubica en ello su punto de mira particular, porque poca gente esperaba que The Callisto Protocol fuese otra cosa, algo diferente a lo que el pasado viernes llegó a nuestras tiendas. Esto fue lo que nos prometieron. Ni más ni menos.

No puede decirse que lo nuevo de Striking Distance Studios entienda el videojuego como una obra habitable. No puede decirse que entienda la situación del medio, ni que se haya parado a estudiar su historia, porque nada de eso parece importarle. El título, desde sus primeros minutos, parece totalmente decidido a un único fin: transmitir en pleno 2022 unas sensaciones similares a Dead Space (de cuyo desarrollo fue parcialmente responsable Glen Schofield, cabeza de Striking Distance). Para ello, opta por una solución no demasiado sutil: recurrir a las mismas herramientas mecánicas que hicieron a la obra de Visceral Games una aventura para el recuerdo, esperando el mismo resultado. Es una relación referencial que también realiza con entregas como The Last of Us, aunque en menor medida. Y aunque es improbable que la en ocasiones terrorífica historia de Jacob Lee nos cale tanto como lo hicieron tales propuestas, es innegable que, al menos en gran parte, le funciona, le sale bien la jugada. Hay que darle la razón.

The Callisto Protocol es técnicamente un juego intergeneracional, pero decimos lo de «extrageneracional» porque es de fuera de esta generación. Es como si un juego de PS3 o Xbox 360 se hubiese quedado congelado en el tiempo. […] Puede que esto suene a algo negativo, pero para nosotros no lo es.”

– Juan Rubio, en su crítica para Vandal

El porqué le funciona es una cuestión levemente más compleja de diseccionar, hallándose su respuesta, considero, en una de las intersecciones que dejan la nostalgia y la estructura. Porque su estructura, pienso, jamás funcionó mal per se; simplemente, como jugadores y desarrolladores, nos dedicamos a pedirla y explorarla hasta la extenuación, como si no hubiese otra opción viable, hasta que también dejó de serlo. Tal y como de manera más reciente demostraron obras como Uncharted 4: El Desenlace del Ladrón, la linealidad nos acompaña a día de hoy y puede nutrirse de los avances realizados en áreas como el mundo abierto, disimulando su guiada condición y aparentando una mayor sensación de libertad que no agobie ni cohíba al jugador. No por ello restaré importancia a la evolución tecnológica, que claramente ha jugado un papel importante en todo esto: de alguna forma había que hacer level streaming sin renunciar a los graficotes, y claramente resultaba infinitamente más sencillo desarrollar en PS4 y Xbox One un mundo abierto de la talla de Dying Light y de Mad Max que en hardware anterior (siendo estos dos títulos originalmente planteados para PS3 y Xbox 360 que acabaron siendo cancelados debido a sus ingentes problemas de optimización)

Dejar a un lado la experimentación para remover las raíces de un género es, en este caso, una táctica ganadora, al haber permitido a la propuesta desmarcarse de las tendencias del mercado sin por ello abocarla a un maremágnum en búsqueda del elemento innovador que le permita destacar sobre el resto, una hazaña en la que la gran mayoría de estudios emplean una cantidad desorbitada de tiempo e imaginación (y que en una cantidad aún mayor de casos ni siquiera acaba con un final feliz). Mismamente, en mi artículo de hace un par de semanas sobre Sonic Frontiers subrayaba sus mejores momentos como aquellos que parecían sacados del Sonic Heroes de PlayStation 2; no me gustó su mundo abierto zeldero, al igual que sentí su acabado visual realista desconectado de la línea artística de la serie. Sea cual sea el campo, que exista poco margen para el fallo permite, a su vez, que el desarrollo sea más eficiente, pudiendo destinar más recursos a las áreas que lo precisen (como en este caso parece ser la factura técnica), algo que en estudios de tamaño reducido hemos de apreciar y valorar. A tope con la innovación, por supuesto, pero a tope también con que los estudios menos vanguardistas recojan los frutos sembrados en el pasado y aprovechen ese conocimiento para concebir nuevas experiencias, ya sean más o menos sorprendentes. Conociéndome, no seré yo el que vuelva asiduamente a juegos que parecen sacados de 2012, pero a buen seguro será un ejercicio a realizar puntualmente, especialmente en una temporada navideña donde el tiempo libre al fin se deja ver, y a la que uno tiende a llegar angustiado de mundos abiertos y campañas de 30 horas de duración. Por suerte, de todo hay en la viña del Señor. Procuremos que así siga siendo.