“Hell is empty. All the devils are here.”

Hace cuestión de un par de semanas, los chicos de Nightdive Studios anunciaron la cancelación – o, al menos, la pausa temporal en el desarrollo – del remake de System Shock, proyecto nacido en Kickstarter que, con un presupuesto de 1,3 millones de dólares, prometía llevar a la generación actual esa experiencia rolera de miedo y suspense de la que muchos pudimos disfrutar allá por 1994. Pese a no tratarse de un survival horror, y de forma muy similar a lo que ocurría con el primer BioShock, el ambiente que en su día destilaba la entrega original, único y personal, es, sin lugar a dudas, una de las pocas sensaciones que ya no son capaces de transmitirnos los juegos del momento, o que, en su defecto, logran transmitir en menor medida.

Desligándonos de los videojuegos, la intriga, la incertidumbre y el tetricismo son ingredientes fantásticos que permiten crear obras verdaderamente memorables. Para ello, es necesario que estos vayan de la mano con la sutileza; con el hecho de no mostrar de forma explícita absolutamente todo lo que puede nos puede llegar a generar dudas. Esta es la receta mágica del miedo; del buen miedo, psicológico o no. De aquel que no precisa de jumpscares para mantener al sujeto en tensión durante una, dos, tres horas, o las que hagan falta.

No obstante, en el panorama actual cada vez resulta más complicado encontrar propuestas de este tipo – especialmente cuando nos alejamos mínimamente del panorama indie –, siendo los últimos grandes lanzamientos entregas para realidad virtual. Prueba de ello es The Inpatient para PlayStation VR, que, llevando tan solo un par de semanas a la venta, ya ha cosechado buenas cifras gracias al grandísimo universo de Until Dawn, que comparte y explota hasta límites insospechados.

Pero si bien estos dispositivos pueden llegar a ser una opción fantástica a la hora de transmitir tensión, se alzan como una prueba firme de que somos esclavos de la tecnología más puntera, y de que, sin ella, somos incapaces de recrear sensaciones como el agobio o la angustia.

Aun así, hay entregas que se resisten a esta afirmación, y que ocasionalmente nos demuestran lo contrario. Deadly Premonition, años atrás, nos demostró cómo jugar con las emociones puede dar pie a sensaciones tremendamente extravagantes, ajenas a nosotros. El hecho de pasar de la comedia más absurda al terror uncanny en cuestión de segundos no fue del gusto de todos, pero lo cierto es que la fórmula funcionó, inundándonos de preguntas sin respuesta. Resident Evil 7, por su parte, y casi de forma reminiscente a El Resplandor, se alejaba de lo cotidiano para trasladarnos a una mansión oscura, visceral y desagradable en el más pleno significado de la palabra, cuyos huéspedes optaban por la violencia y por la tortura con tal de intimidar al espectador.

Creo que todos podemos estar de acuerdo en que aventuras como Dead Space 2, pese a lo desagradables que sean y a la premisa de la que hagan gala, son propuestas muy diferentes a las interiormente citadas, y aunque mecánicas como la escasez de munición puedan jugar a su favor, en ningún momento logran transmitir algo que se asemeje mínimamente a experiencias como P.T. La culpa de esto reside, en parte, a una interactividad que no llega a estar bien medida, y a una capacidad de inmersión que extrapola los problemas del videojuego a nuestro protagonista, sacando al jugador de la ecuación y permitiendo que a este le de exactamente igual lo que le ocurra a su avatar. Desde su concepción, el videojuego es un arte interactivo, y es precisamente ese factor lo que facilita la transmisión de emociones de cualquier tipo. Sin embargo, el hecho de ser completamente conscientes de nuestras capacidades, así como el hecho de tener control completo sobre nuestro personaje sin importar el momento, normalmente acaba restando impacto a cualquier situación. Es por ello que, precisamente, sobre todo en juegos en primera persona como SOMA o F.E.A.R., los momentos más tensos son aquellos en los que perdemos el control sobre nuestra cámara, o en los que se nos obliga a encarar un determinado peligro con unos recursos concretos.

No me considero un defensor de las experiencias sobre raíles – nada más lejos de la realidad -, pero sí que considero que un survival horror, no por el mero hecho de ser un videojuego, tiene que tratar de explotar todos y cada uno de los bastiones interactivos a los que tiene acceso. Como desarrolladoras, creo que las compañías tienen ventajas sobre las productoras de cine o sobre otras entidades destinadas al ocio, pues cuentan con un número de medios muy exagerado en comparación a, por ejemplo, una película (cuyo final, por trágico que sea, resulta inevitable, mientras que en un videojuego la sensación del jugador puede ser muy distinta, independientemente de la linealidad de la entrega). No obstante, considero que en ocasiones no es necesario tener una pistola entre las manos, ni siquiera una mísera linterna, para superar el pavor que nos pueden hacer llegar los macabros cuentos de Allan Poe, los pájaros de Hitchcock o las delicias de El Bosco.